Sonaba en aquella sala una canción
tan repetida para mí que no podía creer
que estuviera saliendo de tan dentro de ti.
Tampoco podía quitarte los ojos de encima
porque tenías la voz completamente desnuda
y me contabas cosas tan desmaquilladas
que me pareció que me tocabas
con las yemas calientes de tu confianza
y que me abrías la puerta de tu vida cotidiana.
Entré con la única certeza
de no querer marcharme de allí nunca,
decidido a hacer lo que fuese necesario
para seguir escuchando siquiera un minuto más
qué te sucede, qué piensas, qué sientes
porque no hubiese podido resistir
la soledad de no poder decirte
qué me sucede, qué pienso, qué siento
todos los días y las noches de mi boca.
Me sentía tan yo siendo aquello
que sumaba contigo entre esas paredes
que mis dedos dejaron extremadamente
dibujada la silueta de tu vulva
en cada página del diario
que he llevado desde entonces
y, desde aquella vez, te anda persiguiendo
la furia cobarde de mis abrazos
como prueba de que mis labios
son lo que son para subrayarte los pezones.
Reías en aquella sala
y, si hubiese estado en mi mano,
seguiría conteniendo la tristeza
para que jamás nada te detuviese.
Pero, sin embargo, en tu mano estaba
el poder de estremecerme en un leve contacto.
En tu mano estaba el sentido de mi tacto.
Porque yo no soy suficiente para mí
y, en aquella sala, tú me desbordabas
y yo te acariciaba ahí,
donde tenías los sentimientos desabrochados.