- La reserva está a mi nombre, Isabel Quijano, pero la hicimos de dos habitaciones individuales. Una para mí y otra para mi padre.
- Recesvinto Quijano, ¿no?
- Exactamente.
Superado el pequeño malentendido en la recepción, subimos a las habitaciones que nos asignaron en la octava planta del hotel Poseidón de Benidorm. La insistencia de mi padre durante los cinco años que llevaba jubilado de su conserjería me había llevado allí. Había sido huésped de ese hotel la última semana de cada mes de junio de ese lustro. Tanto nos pidió que le acompañáramos alguna vez que..., en fin, lo hice. Eso sí, ni siquiera me atreví a plantearle a mi marido la posibilidad de que tomara vacaciones en esa época del año y, en el río revuelto de ese cisma, mi hija decidió caminar las aguas que llevaban a quedarse en casa con su padre. Tenía ante sí un verano recién hecho y pensaba empezar a comérselo en Madrid con unas amigas que, como ella, se encontraban en el trance de haber cumplido trece años.
Una vez abiertas y destripadas las maletas y repartido su contenido por los cajones del armario sin pretensiones que habitaba cada habitación, bajamos al comedor. Quien no haya estado en un bufé libre no conoce una parte salvaje del ser humano. La visión de las abarrotadas mesas me reveló que yo iba a ser un ave extraña en aquel hotel. Los huéspedes eran de dos tipos. Estaban los de la quinta de mi padre y estaban los niños. No era necesario ser detective, aunque tal era y es mi profesión, para deducir que los segundos eran los nietos sin colegio de los primeros. La realidad que me esperaba se me presentó en la forma cruda de los dos niños que, por llamarlo de alguna manera, comían en la mesa que teníamos unos, muy pocos, metros a la derecha. Sólo pude entender que se llamaban Ángela, ella, y Eduardo, él, que tenían un tono de voz capaz de hacer que cualquier estatua hubiera echado a correr y que pleiteaban por el uso y disfrute del móvil de su madre.
- Coño, Reces, qué alegría.
Mi padre, a la sazón, era el chico más popular de la clase. Perdí la cuenta de las personas que vinieron a saludarle. El veraneante es un animal de costumbres y todos volvían allí por las mismas fechas y eso había cimentado entre ellos algo que llamaban amistad. Las siguientes horas me dieron a conocer una galería inesperada de personajes que, sin duda, habían encontrado su contexto irrepetible en las distintas estancias del Poseidón. Aunque desfilaron por escena muchos más, en la memoria de hoy sólo conservo a Angustias y Manolo, un matrimonio de orondos zamoranos, Maravillas, una abuelita asturiana de sonrisa indeleble, Ismael, un vizcaíno que se hacía pasar por guipuzcoano, Miguel y Azucena, madrileño y murciana que se arrejuntaron el verano anterior, y Mariano, un leonés colorado al que mi padre otorgó el título del mejor amigo que había tenido en la vida sin despeinársele una ceja. Resultaba llamativo, al menos para alguien que, como yo, vivía sus primeros momentos de experiencia en un hotel de esta idiosincrasia ver a todos estos veteranos relacionarse de una forma tan armónica con los chavales que formaban el equipo de animación. No había paso de baile, juego de azar o pasatiempo que no terminara en la más sincera e incomprensible risotada.
- Papá, tú verás. Te vienes o te quedas. Yo tiro ya para la playa, que luego se pondrá hasta arriba.
A la mañana siguiente, mi padre resolvió quedarse en el hotel en lugar de acompañarme porque, argumentó, esperaría a Mariano para dar un garbeo por el pueblo. A pesar de haber hecho cientos de kilómetros para ir allí, no pensaba pisar la playa salvo que las autoridades municipales decidieran sustituir la arena por hierba. Cuando regresé, una vez puesta la primera piedra de mi bronceado, encontré a mi padre y a Maravillas tomando una cervecita (sin alcohol, alegaron) bajo una de las sombrillas del quiosco de la piscina. Al borde de la pileta, Lolo, el morenazo que dirigía el equipo de animación del Poseidón, marcaba el paso al que debía moverse la concurrencia a la clase de pilates acuático.
- No, hija, siéntate aquí, que yo ya me iba, que si se hace más tarde el bufete ese está de bote en bote -dijo Maravillas, abortando mi acción de unir una tercera silla a la mesa.
En cuanto nos quedamos solos, mi padre apuró el vaso y me dijo sin transición alguna:
- Aquí hay un problema muy grave, Isabel.
- ¿Perdona?
- Mariano ha desaparecido. O lo han hecho desaparecer. No sé, me da muy mala espina.
- ¿Cómo?
- Esta mañana no bajaba y no contestaba al teléfono. Le habré llamado cien veces. He subido a su habitación y la estaba limpiando Marisol (mi padre parecía ser uña y carne también del personal del hotel). Me ha contado que, en la orden de trabajo, junto al número de habitación aparecía un triángulo azul.
- ¿Qué?
- Es el código de limpieza a fondo por ser el día de salida del huésped. Me he quedado de piedra. He bajado a la recepción y, por suerte, estaba Juanjo. Dice que ha llamado esta mañana una señora contando que era la hermana de Mariano y que llamaba de su parte para comunicar que había tenido que marcharse de urgencia anoche. No había tenido tiempo ni de pasar por el hotel y se había marchado a León a toda leche desde la sala de fiestas.
- ¿Qué sala de fiestas?
-
La tercera luna. Va mucho. Me preguntó si me apuntaba, pero estaba muerto de sueño. ¡Seré mamón! No se sabe nada más de él. Al principio, el teléfono daba señal pero no lo cogía. Desde hace horas, una voz dice que está apagado o fuera de cobertura. Estoy acojonado. Nunca se habría ido sin enviarme un mensaje o algo así. Le hubiera costado diez segundos. Aquí hay gato encerrado. Sólo tú puedes ayudarme, hija. Tenemos que encontrar a Mariano. Alguien le ha hecho algo malo.
Si le dije que le ayudaría, no fue porque pensara ni por un segundo que esos delirios de mi padre pudieran tener un ápice de fundados. Como mucho, el tal Mariano podría haber tenido un accidente causado por el sueño propio de quien conduce de noche tantos kilómetros y, lo más probable, es que, si había viajado por causa de alguna urgencia, estuviera en el fragor de la batalla por solucionarla y no pendiente del teléfono. Le dije que sí porque me pareció que mi padre estaba montando toda aquella escenita para llamar mi atención. Ya el hecho de planear que nos fuéramos juntos de vacaciones no era propio de él. Me pareció que lo hacía porque se sentía solo o mayor o ambas cosas y alguna más y me generó una ternura incontenible. Y esto de la misteriosa desaparición de Mariano iba en la misma línea. Quería acercarse a mí y lo hacía por la orilla de mi profesión.
Otra cosa es que mi padre viera mucha televisión y pensara que yo curro de Sherlock Holmes. Hasta el caso Mariano, como desde el principio empecé a llamar yo a este asunto para mosqueo de mi padre, que no entendía por qué me tomaba a guasa tan grave acontecimiento, jamás había investigado una desaparición. Mi día a día lo ocupan las infidelidades, las bajas fingidas y, a veces, algún tema de competencia desleal. En fin, tampoco se necesitaba mucha práctica para hacer lo que yo pensaba hacer.
Mi padre, Maravillas y yo nos repartimos la tarea de llamar a todos los hospitales que identificamos en las rutas que nos parecieron utilizables para ir desde Benidorm a León. En ninguno de ellos había ingresado nadie con el nombre de Mariano, ni había ningún ingreso de persona pendiente de identificar. Por otra parte, las reiteradas llamadas a su número de teléfono seguían cayendo en el saco, roto como el corazón de un adolescente con granos, del apagado o fuera de cobertura.
El ímpetu de mi padre, auténtico director de la investigación, nos llevó a
La tercera luna. A las siete de la tarde la sala de fiestas tenía cubiertos ya tres cuartos de su aforo.
- ¡Vuelve el hombre! Dichosos los ojos, Reces - dijo el barman tres segundos antes de fundirse en un abrazo con mi padre.
En ese momento, me pregunté si habría alguien en Benidorm del que el hombre (perdón, quería decir mi padre) no fuera íntimo. Para hacerle gasto a Julián, que así se llamaba el barman, y tenerlo más receptivo a dar información, juzgué necesario consumir algo. Mi padre y yo pedimos una pinta de cerveza
per cápita y, para mi estupor, Maravillas, un gin-tonic. La facilidad con la que gobernaban su copa desmentía claramente la versión de la cerveza sin alcohol que me dieron en la piscina. Cuando entramos en faena, Julián nos confirmó que Mariano había estado en el local la noche anterior, había pedido lo de siempre, había intentado chapurrear inglés con un grupo de súbditas del Reino Unido y se había marchado, tras despedirse de él, tranquilamente y a eso de la una.
- Vamos que de emergencia, nada.
- O le surgió después de salir, papá.
- ¿A la una? No me jodas, Isabel.
Como si de madrugada fueran imposibles las emergencias... Seguimos la discusión con la segunda ronda, a la que llegamos después de que mi padre retorciera el argumento de hacer gasto a Julián, esta vez como agradecimiento por la información que nos había dado. Antes de llegar a conclusión alguna, nos quedamos parados en la casilla de cierto abotargamiento etílico y regresamos a nuestro hotel. Allí, el horario de la cena había llegado a su fin y no pudimos entrar en el comedor, por lo que decidimos irnos a dormir. Maravillas y mi padre entraron en sus habitaciones respectivas. Cuando estaba a punto de cruzar yo el umbral de la puerta de la mía, no pude, animada por un nivel de alcohol en sangre al que no estaba habituada, resistir la tentación de tomar la última copa y volví sobre mis pasos hasta el bar del Poseidón.
Al llegar, me encontré allí a no menos de treinta jubilados moviéndose al ritmo de la Macarena y enardecidos por el ejemplo del personal de animación del hotel. Desde la barra, me entretuve mirando sus evoluciones en lo que duraron tres o cuatro canciones más. Después, ese espectáculo cedió el paso a la, siempre más civilizada, música enlatada. La suma de todo lo bebido desde la tarde hizo despertar en mí el deseo de fumar que había permanecido oculto durante meses. En el mostrador me hicieron saber que no disponían de máquina dispensadora de tabaco, así que decidí salir a la puerta y apelar a la generosidad de algún fumador. Lolo, cuya jornada laboral acababa de terminar, fue esa alma caritativa. Empezamos una conversación con el único fin de combatir la incomodidad de fumar juntos en silencio, pero la charla fue tomando vida propia hasta el punto de hacer necesario un segundo cigarro y otra copa sólo por que sirviera de excusa para seguir hablando. Había una cosa que me sorprendía aún más que sentirme atraída por un chaval de veintitantos. Era sentir que también yo le a atraía a él. Me alagó, pero juré por
lo bajini que no iba a pasar nada esa noche. Sin embargo, veinte minutos después estaba en mi habitación con su pene en la boca. Tenerlo ahí me causó tanta excitación que no pude resistir el deseo de masturbarme mientras proseguía, enérgica, con la felación. Después penetró mi vagina y, al notar dentro el derrame de su semen, estallé en un violento orgasmo.
No noté nada en el lenguaje corporal de mi padre, cuando me reencontré con él a la mañana siguiente, que me hiciera pensar que se hubiera enterado de nada y me sentí aliviada. Con cierto rubor en las mejillas, pensé con qué cara iba a decirle a mi hija que hiciera las cosas con cabeza después de aquello. Había olvidado completamente el caso Mariano hasta que mi padre volvió con la burra al trigo. El teléfono del desaparecido seguía
in albis.
- ¿Qué hacemos, nena? ¿Vamos a la policía?
- Frena, papá.
Con el primer trago de café, se presentó ante mí la idea de que el hecho de que no hubiera ningún ingreso en el hospital no descartaba del todo que hubiera tenido algún percance con el coche. Pensé sin mucha esperanza que Jose tal vez pudiera darnos alguna noticia. Jose, mi primo funcionario de tráfico, me prometió mirar
de extrangis una aplicación conectada con las de la policía en la que se registran centralizadas las incidencias de toda España.
Dejé la pelota en ese tejado y, por segundo día consecutivo, volvió a tocarme la lotería de poder estar un rato sola en la playa. Me puse, en biquini, a disposición del sol, me coloqué los auriculares y escuché la versión para audiolibro de
Tiempo de manzana en el corazón del gusano. En mi peregrinación a la ducha para refrescarme antes de comer, me crucé con Lolo en el vestíbulo del hotel. Estaba en el centro de un corrillo de huéspedes que charlaban animadamente, pero se las arregló para sonreírme por una rendija y, de nuevo, me ruboricé.
Ya en mi habitación, fui derecha a encender la tableta. Después de echarle un ojo a las páginas web de un par de periódicos, abrí el correo electrónico. Mi primo me había servido en la bandeja de entrada un mensaje de asunto
incidencia coche. El vehículo con la matrícula cuya numeración le había dado por teléfono se lo había llevado la grúa y estaba en el retén de Benidorm.
- ¿Cómo? ¿No ha salido de Benidorm? -dije a pesar de estar sola.
Continuaba con un extra, decía adjuntar a su, entonces, presente correo un archivo que contenía una fotografía que había realizado automáticamente el dispositivo de control de velocidad a la una y doce de la madrugada de la desaparición. Lo extraño, añadía, es que en el coche había dos ocupantes. Hice ademán de abrir el archivo con el dedo índice derecho cuando note que presionaba mi nariz la mano portadora de un pañuelo empapado en cloroformo.
No sé cuánto tiempo dormí, pero hace un rato he despertado, incapaz de mover ni uno solo de mis miembros, aquí, en la habitación de Maravillas. Llevando al límite el esfuerzo de mi visión periférica, consigo ver el cadáver de Mariano cubierto por una mortaja de plástico. Me noto desvanecer por momentos. Trato de hacer un último esfuerzo, pero no encuentro voz en mi garganta que me permita gritar.