El domingo en que la soledad
me averió todos los juguetes.
El chico mayor que me contó
quién estaba detrás del sacramento
de la eucaristía.
Las risas enlatadas que sonaban
mientras me daban de tortas
en el corazón.
Las derrotas que sufría
el adolescente con acné
en que me reencarné un verano.
La paz vergonzante
que le firmé a los capos del olvido.
La maldita puntualidad
que me permitió embarcarme
en el
Titanic.
La lluvia que deshizo el papel
en que estaba escrito mi mejor poema
antes de que nadie pudiera leerlo.
Las lágrimas en la almohada
las noches en que ya nada
se interponía entre uno
y la oscuridad del pasillo.
Viví todos esos acontecimientos
como dolores nuevos e irreductibles
para los que mi pecho
no disponía de defensa alguna.
Después, leí a los sabios
y comprendí que esos episodios
no fueron sino ensayos, experiencia,
que me prepararon para afrontar
el dolor imposible de esta tarde
en que los demás muertos viven
pero ella no está.
Hoy, ya con estas canas
y este bagaje en el conocimiento
de mi espalda, puedo deciros
que donde estuvo ella
hay un dolor nuevo e irreductible
para el que mi pecho
no dispone de defensa alguna.
Ni siquiera es capaz
de dejar de respirar.
Ni siquiera es capaz
de tirar estos latidos
a la basura.