lunes, 10 de abril de 2023

TIENE LA PALABRA EL JEFE DE LA OPOSICIÓN

Ignoro cuáles eran los concretos motivos del consejo editorial del diario El País para negarle el pan y la sal al presidente Gutiérrez, pero lo que sí puedo asegurarles es que, desde luego, razones no le faltaban para ello. Y, cuando digo esto, no hablo desde el rencor, la envidia o el sectarismo sino desde el más profundo patriotismo constitucional que siempre, ni los más enconados de mis enemigos lo discuten, ha guiado mi accionar político y mi quehacer literario y desde el conocimiento de primera mano que me otorga el hecho de haber tenido el frustrante honor de ser el jefe de la oposición en el curso del primer gobierno Gutiérrez.

Ayusista de la primera hora, David Gutiérrez consiguió sobrevivir en política cuando Isabel tuvo que dimitir de todos sus cargos en dos mil veintiséis. Se hizo el muerto durante siete meses hasta que una tarde reapareció dando una conferencia en el club Siglo veintidós y comprobó que ya nadie parecía acordarse de que él, casi más que la propia presidenta, había sido la cabeza pensante del proyecto Ensanche Madrid - La peseta, que había provocado la caída de su hasta ese momento lideresa. Yo estuve en esa conferencia porque a mi secretario general se le puso en las pelotas que me pasara por allí a hacerme unas fotos para ver si colaba y Rubén Amón escribía que teníamos espíritu multipartidista. En aquella conferencia escuché por primera vez eso del centrorreformismo, la personal aportación de Gutiérrez a la tradición ancestral de la derecha española de negar su propia existencia. A la mañana siguiente, Rubén Amón escribió de la vuelta de los octavos de final de la copa de la reina. 

Yo siempre había tenido una relación fluida con David Gutiérrez. Me entendía bien con él y creo que él se entendía bien conmigo, a pesar de que estábamos en las antípodas del pensamiento del otro. Lo que no imaginábamos ninguno de los dos es que esa cercanía iba a catapultar nuestras respectivas carreras políticas en la legislatura constituyente. 

Sí, sí. Como se lo digo. La cuestión es que, durante los trabajos de la comisión del congreso que tenía encomendada la tarea de presentar un texto de constitución -la que hoy conocemos como constitución de dos mil veintiocho- al pleno para su votación, pronto se puso de manifiesto que las posiciones antagónicas de los distintos representantes de los partidos estaban haciendo imposible avanzar por el camino de un mínimo acuerdo indispensable que permitiera alumbrar una propuesta de texto constitucional. Pues bien, los ilustres líderes de nuestros grupos parlamentarios pensaron que nuestra buena relación podría desatar el nudo y facilitar el consenso. Y funcionó. Joder que si funcionó. La mecánica era sencilla. Cada día, al caer la tarde, Gutiérrez y yo discutíamos al calor de unos negronis el contenido de los artículos que al día siguiente debían aprobarse en el seno de la comisión constitucional y así, al ser nuestros grupos parlamentarios las dos minorías mayoritarias, las formulaciones que don David y yo acordábamos en el reservado del Paquita eran posteriormente aprobadas sin mayor problema por nuestros correligionarios en el pleno del congreso a la mañana siguiente.

Cuando el pueblo español refrendó la constitución el treinta de febrero de dos mil veintiocho, la canallesca repitió por tierra, webs y aire que nosotros dos habíamos sido los grandes artífices del hito histórico alcanzado hasta instalar esa idea en el inconsciente colectivo patrio. Por consiguiente, cuando la reina firmó el decreto de disolución de las cámaras constituyentes dando el pistoletazo de salida en la carrera hacia unas nuevas elecciones, ni Gutiérrez ni yo tuvimos rival en las primarias de nuestros partidos y fuimos proclamados candidatos por aclamación. 

El enfrentamiento estaba servido. Íbamos a medirnos en las urnas. A pesar de la buena imagen que, como he dicho, teníamos ambos, yo lideraba con holgura los sondeos. Tanto los de la demoscopia privada como los del CIS de Basalo. Los dos candidatos disponíamos de un enorme caudal político tras los sucesos de febrero del veintiocho, pero un factor estaba haciendo la diferencia a mi favor en las encuestas: mi belleza física. Yo siempre he tratado de disimularla porque me parece que es un débil basamento sobre el que edificar un liderazgo político. Siempre se corre el riesgo de aparecer como insustancial o, al menos, como poco profundo ante el electorado cuando se tiene una cara como la mía. Pero el caso es que aquello estaba funcionando.

Entonces, llegó el momento del debate. El único que mis asesores de campaña -la madre que los parió a todos- me dejaron celebrar. La estrategia de los gurús del partido era sencilla. Con no cagarla era suficiente. No entrar a fondo en ningún tema. No arriesgar. La ventaja que tenía era suficiente… Es todavía hoy que cuando me topo con las imágenes de aquel debate siento unas terribles ganas de vomitar. Tanto me comieron el tarro con aquellas ideas defensivas que este brillante orador socialdemócrata sostuvo durante aquellas dos largas horas un discurso tan indeciso y balbuceante que, a pesar de lo que defendieron al unísono las terminales mediáticas amigas, me retrató con la indisimulable mueca del perdedor del debate en el rostro. Y ya no hubo forma de levantar eso en lo que quedaba de campaña. Ni mítines, ni entrevistas, ni besos a bebés… Nada sirvió. Nada fue suficiente para remontar aquel desastre. La fiesta de la democracia me pasó por encima y perdí las elecciones. 

Mientras David Gutiérrez tomaba posesión como presidente del gobierno, a mí los hijos de la gran puta de la federación valenciana del partido me intentaron mover la silla en el primer comité federal que convoqué. No me tocaron un pelo porque nunca han tenido ni media hostia política, pero ya nada era lo mismo. Me costó denodados esfuerzos mantener a flote el barco de la socialdemocracia rumbo a una oposición constructiva. Pero, ¿creen ustedes que me lo agradeció David Gutiérrez? 

Estaba ensoberbecido al verse con la púrpura de un cargo que la historia había escrito para mí. En el congreso, aplicaba el rodillo de su mayoría a mis iniciativas parlamentarias que trataban de poner a salvo al ciudadano medio de su despiadada ortodoxia centroreformista. En privado, lejos de las cámaras, aún era peor. Tuvo el gesto, tengo que reconocérselo, de invitarme al ala privada de Moncloa en… no me acuerdo de la fecha exacta, pero debió ser abril del veintinueve porque lo que sí recuerdo es que Gutiérrez, al saludarme, no pudo evitar presumir, como de pasada, que venía de la entrega del premio Cervantes a Álvaro Trece. Bueno, tampoco la fecha exacta es excesivamente relevante. Lo fundamental que quiero transmitirles es que yo acudí de buena fe. Traté de aconsejarle como mejor me pareció porque el éxito de su presidencia iría en bien de los españoles. Compartiendo unas mahous verdes, le hablé de economía. No pecaré en este foro de usar detalles excesivamente técnicos para el lector, pero básicamente le dije que, para combatir la subida reciente del Euribor, debía dirigirse al país para dejar claro el mensaje de que lo que había que hacer era amortizar de golpe los préstamos hipotecarios. Así, a tocateja. Sin una cuota más. Pero no me escuchó. Ni a mí ni a nadie. Después de aquel día, no volví más a la bodeguilla. 

Aquella legislatura sólo duró tres años. Los buenos datos demoscópicos que debía tener, llevaron a Gutiérrez a adelantar los comicios. Esta vez me lancé a la campaña electoral a degüello, pero ya no había nada que hacer. Los años en el poder, con el BOE a su disposición, habían permitido al presidente crear unas redes de contactos en todos los niveles del tejido empresarial y económico que le volvieron inmune a mis andanadas dialécticas. Además, había ganado en aplomo y seguridad. Hostia, si hasta parecía que el guapo era él…

De aquella derrota ya no conseguí recuperarme. Al primer comité federal que convoqué después de las legislativas, sólo fui para dimitir de forma irrevocable. La federación valenciana del partido intentó colocar a uno de los suyos en la secretaría general, pero el actual presidente Muñoz Expósito les dejó con el molde. A mí me buscaron una puerta giratoria en la industria conservera, un campo ideal para poner mi trabajo al servicio del ciudadano. Me siento realizado, pero confieso que, a veces, al caer la tarde, me sirvo un negroni, abro la constitución de dos mil veintiocho y me pongo a leer con nostalgia el título octavo. 


viernes, 6 de enero de 2023

EL CASO DEL MAR AMARGO

Éste es tonto, dijo Enrique Sánchez apartando con incredulidad la mirada de la televisión. Pedro Delgado, aún con el amarillo del verano pasado encima,  había llegado tarde -él sabría por qué- a la etapa prólogo cronometrada con la que empezaba el Tour de Francia y había tomado la salida cuando el cronómetro llevaba contándole ya dos minutos y pico. Asentí con la cabeza. No sirvió de mucho porque Enrique Sánchez tenía la suya agachada y, además, mantenía los ojos cerrados. 

Daniel Rivera derivó (otra vez) la conversación hacia el asunto de las perforaciones. No entendía por qué era necesario bombardear el fondo marino para averiguar, primero, a qué especie pertenecían los extraños animales cuyos cadáveres llevaban semanas apareciendo en las playas de Alicante cada vez que se retiraba la marea y, después, cuál era la causa de aquellas muertes múltiples. Enrique Sánchez repuso (otra vez) que, desde el punto de vista de la biología, era evidente la respuesta. Nos recordó, exagerando, que nos lo había explicado ya mil veces y que, si no lo habíamos entendido ya, no íbamos a entenderlo jamás. Y, además, tampoco era necesario hacerlo. Nosotros éramos sus abogados y nuestro trabajo era hacer todo lo posible por evitarle sufrir consecuencias jurídicas por sus actos, no intentar entender las razones que le llevaban a llevarlos a cabo.   

Tenía razón, sin duda, el condenado pero no era menos cierto que, siendo éste el primer caso en el que trabajábamos Daniel Rivera y yo y siendo Enrique Sánchez tan entrañable amigo nuestro, no nos hacía ni puta gracia dejar tantos cabos sueltos. Nos temíamos muy mucho que la administración, antes o después, le iba a soltar un buen soplamocos a nuestro cliente por meterle explosivo al mar, pero nunca había sido sencillo quitarle una idea de la cabeza , por peregrina que ésta fuera, a Enrique Sánchez.

La reunión, si es que podía aplicársele a aquel encuentro un sustantivo tan formal, había terminado mucho antes de que Enrique Sánchez le pusiera fin saliendo por la puerta mientras nos recordaba que habíamos quedado la tarde siguiente en el Mercado Central. 

Cuando llegué allí, Daniel Rivera estaba sentado en el cuarto peldaño de la escalera que, aún hoy, lleva a las puertas del mercado. Le reconocí por sus célebres zapatos de ante porque no podía verle la cara. Se la tapaba el ejemplar del diario Información que estaba leyendo. "El mar sigue escupiendo muerte" era el titular. Más arriba, el antetítulo completaba la noticia. "El Postiguet vuelve a amanecer con cientos de cadáveres de peces interrogante amontonados en la orilla". Eran días de esplendor del periodismo alicantino.

Cuando escuchó mi saludo, Daniel Rivera empezó a incorporarse. Aún no lo había hecho del todo cuando reparamos en que Enrique Sánchez se había unido a nosotros. Todavía era pronto para ir a la sede de la asociación, nos dijo. Enma no llegaría hasta las cinco. Así las cosas, acordamos ir al bar de Luis para hacer tiempo. Fue de camino allí cuando Enrique Sánchez nos informó de que había recibido carta de Eduardo Prada. Había conocido a Françoise. En ese momento, ninguno de los tres dimos a aquello la menor importancia y sin embargo... En fin, ésa es otra historia.

El bar estaba vacío. Luis miraba la televisión cuando entramos. Retransmitían la contrarreloj por equipos del Tour. Perico no era capaz de seguir el ritmo de sus gregarios y luchaba por no descolgarse. Iba a llevarse otro capazo de minutos. Dos días de carrera y ya no había nada que hacer. Aun así, a Luis le contrarió visiblemente tener que apartar la vista del televisor para servirnos.  Me gustaría poder decir que pedimos café, pero la comanda se compuso de alcoholes de alta graduación combinados con refrescos cuya marca comercial no revelaré por no hacer publicidad gratuita a quien no merece tal deferencia.

Aun en verano, poquitos errores tan groseros como poner demasiado hielo a un cubata. Pero a ver quién era el guapo que se lo hacía notar a Luis…Así que los tomamos como estaban y nos dirigimos, lamentando profundamente no poder quedarnos a una deseadísima segunda copa, a la sede de Cuenta conmigo

Hoy diríamos que Cuenta conmigo era una oenegé pero, entonces,  no manejábamos ese tipo de vocabulario. El caso es que, como adelantaba antes en boca de Enrique Sánchez, era una asociación (no disertaré más en detalle sobre su forma jurídica por no resultar inaccesiblemente técnico) que ayudaba a personas que tenían cualquier clase de problema. Sin más. Sin menos. Ibas allí, pedías ayuda y Enma y los demás voluntarios movían cielo y tierra para echarte un cable.

En ese colectivo de "los demás voluntarios" podríamos incluir a Enrique Sánchez. Esa tarde nos llevaba a Daniel Rivera y a mí para que estudiáramos la situación de Araceli. Araceli era una chica de dieciséis años, huérfana y con un crío recién nacido. Estaba viviendo con unas monjas y Enrique Sánchez quería que encontráramos la manera de conseguirle alguna especie de vivienda social. Sí, por aquel entonces, Enrique Sánchez ya hacía estas cosas. El problema con ello, sin embargo, era el mismo obstáculo con el que nos encontrábamos en la práctica totalidad de las ramas del Derecho: que Daniel Rivera y yo no teníamos ni puta idea. Por consiguiente, balbuceamos tres ó cuatro vaguedades y quedamos en que nos entrevistaríamos con un par de autoridades municipales que, ni que decir se tiene, no existían.

Unos cuantos días después, disculpen la imprecisión motivada por el enorme tiempo transcurrido, cuando Enrique Sánchez se metió en el mar hasta las rodillas para colocar esos pequeños artefactos bajo la arena, Daniel Rivera y yo no necesitamos decirnos el uno al otro lo que ambos sabíamos perfectamente. De eso no íbamos a salir soltando vaguedades. Mirábamos a izquierda y derecha esperando que apareciera en cualquier momento la madera para detenernos a  todos, mientras Enrique Sánchez continuaba trabajando. Era sorprendente que no pareciera tener más de sesenta pulsaciones a pesar de la conversación de la que Daniel Rivera y yo habíamos sido testigos la noche anterior. Las cuentas del primer edil de la ciudad era claras. Días agujereando el fondo oceánico: quince. Avances: cero. Posibilidades, y cito textualmente, de que le diera de hostias: noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento. 

Por ello, cuando me había llamado para citarnos esa tarde en el Postiguet, pensé que iba a decirnos que lo dejaba. Una especie de retirada ¿a tiempo? Tan convencido estaba de ello que le trasladé esa sensación a Daniel Rivera cuando le hice partícipe de la cita. Sin embargo, cuando Enrique Sánchez salió del agua y se dirigió a paso firme hacia nosotros, lo que hizo antes de pronunciar palabra fue rodearnos a los dos en un sorprendente y, por qué no decirlo, un tanto inquietante abrazo. Todavía sin soltarnos, y con esa expresión florida de la que a ratos hacen gala los científicos que han leído bien a Álvaro Trece, por fin nos susurró en el oído:

La reputa madre. Lo tengo. Me lo merezco. Me lo merezco.

Creo que Daniel Rivera convendrá conmigo en que en ese momento los dos pensamos que la presión vivida, a pesar de la aparente tranquilidad que mostraba, había pasado factura a la estabilidad psicológica de Enrique Sánchez. Sin embargo, ni la mañana siguiente al referido abrazo, ni la posterior, ni la posterior a la posterior, ni jamás nunca la marea volvió a arrojar cadáveres de lo que el cuarto poder alicantino había llamado peces interrogante. 

A pesar de nuestros temores iniciales, la comunidad bióloga internacional recibió con elogios los trabajos mediante los que Enrique Sánchez expuso cómo identificó, primero, la especie y cómo, después, creó las condiciones óptimas para su supervivencia en la Costa Blanca. ¿Cómo demonios había descubierto tantas cosas de la noche a la mañana? ¿O es que tenía la información antes y la había ocultado hasta ese momento por algún  enriquesanchezco motivo? Recuerdo haberme hecho estas preguntas en aquel momento, pero el alivio de haber pasado página hizo que ni siquiera me parara a esperar una respuesta. 

Es curioso cómo acontecimientos que, en un momento determinado, constituyen el único objeto de ocupación y preocupación de lo que los redichos llaman opinión pública, pasan, una vez que son expulsados del centro del escenario por una nueva noticia, al más absoluto de los olvidos. Y ahí es exactamente donde han permanecido durante todos estos años los hechos aquí relatados hasta esta mañana, cuando Daniel Rivera y yo hemos recibido una visita en el despacho. Araceli Campos. Algo de poca monta. Sólo una consulta. ¿Cuándo prescribe la apropiación indebida de un tesoro encontrado en el mar? ¿Cuándo puede inscribirse en el registro de la propiedad una finca adquirida con dinero de dicha procedencia? El problema no es ése. El problema, señora, es el mismo que nos encontramos en la práctica totalidad de las ramas del Derecho. El problema es que Daniel Rivera y yo no tenemos ni puta idea