demuestran que aquellos días existieron.
El hecho de que no fueran del todo realidad
no significa que fueran sólo un sueño.
Las manos sólo pueden agarrar presente,
pero todas las bocas callan en pasado.
Por eso Mario lleva sin hablar de Ana
todos los años que le aprietan el cuello.
Porque los finales, cuanto más definitivos,
son los muertos en que se reencarnan los principios.
Porque las puertas cerradas hasta nunca
dejan, para siempre, en el mismo sitio.
Un sabio definió a Mario una vez
como un hombre distinto cada día
cuya única característica inmutable
es el recuerdo enfermo y vivo de Ana.
Las ruinas de un beso bajo su bigote
completan el retrato de su sangre.
Lo que ha olvidado, como todas las estatuas,
es la causa del desastre.
Al rememorar aquel adiós, se topa con un desierto
en el que los buitres devoran la palabra culpable,
con las lágrimas que fluyen en las venas de su cerebro,
con una mujer de la que hace demasiado tiempo
que no sabe más que enamorarse.
Hoy Mario sueña lo que hará ayer.
Y ese camino lleva a una derrota peor
que la de quien pierde toda esperanza.
Mario, como todos los cadáveres,
se esfuerza en repetir que la vida sigue
mientras mira una foto de Ana cuando nadie le ve.
De los cinco, el único que conserva
es el sentido de la insatisfacción.
Qué inmenso cráter aparece en el pecho de alguien
al que le desaparece todo menos el amor que siente.
Y ese camino lleva a profundidades
a las que ningún mesías redentor desciende.
Del choque diario con su propia pequeñez,
Mario sale hecho un amasijo de versos escritos
en la lengua muerta que una vez habló con Ana.
Poemas que sólo existen cuando su fe ciega los lee.
El suelo de su casa, al retirarse la marea
del acordeón que lleva y trae este naufragio,
aparece lleno de interrogantes que ella
respondió mejor que Mario.
Aún se le desbordan las arterias coronarias.
Aún llora cuando la ve bajar del tren de la memoria.
Por eso Mario nunca habla de Ana.
Por eso Mario tiene la voz del alma rota.
Por eso Mario lleva sin hablar de Ana
todos los años que le aprietan el cuello.
Porque los finales, cuanto más definitivos,
son los muertos en que se reencarnan los principios.
Porque las puertas cerradas hasta nunca
dejan, para siempre, en el mismo sitio.
Un sabio definió a Mario una vez
como un hombre distinto cada día
cuya única característica inmutable
es el recuerdo enfermo y vivo de Ana.
Las ruinas de un beso bajo su bigote
completan el retrato de su sangre.
Lo que ha olvidado, como todas las estatuas,
es la causa del desastre.
Al rememorar aquel adiós, se topa con un desierto
en el que los buitres devoran la palabra culpable,
con las lágrimas que fluyen en las venas de su cerebro,
con una mujer de la que hace demasiado tiempo
que no sabe más que enamorarse.
Hoy Mario sueña lo que hará ayer.
Y ese camino lleva a una derrota peor
que la de quien pierde toda esperanza.
Mario, como todos los cadáveres,
se esfuerza en repetir que la vida sigue
mientras mira una foto de Ana cuando nadie le ve.
De los cinco, el único que conserva
es el sentido de la insatisfacción.
Qué inmenso cráter aparece en el pecho de alguien
al que le desaparece todo menos el amor que siente.
Y ese camino lleva a profundidades
a las que ningún mesías redentor desciende.
Del choque diario con su propia pequeñez,
Mario sale hecho un amasijo de versos escritos
en la lengua muerta que una vez habló con Ana.
Poemas que sólo existen cuando su fe ciega los lee.
El suelo de su casa, al retirarse la marea
del acordeón que lleva y trae este naufragio,
aparece lleno de interrogantes que ella
respondió mejor que Mario.
Aún se le desbordan las arterias coronarias.
Aún llora cuando la ve bajar del tren de la memoria.
Por eso Mario nunca habla de Ana.
Por eso Mario tiene la voz del alma rota.