Y, finalmente, murió.
Murió de una forma tan impersonal que las huellas de los dedos se le volvieron vulgares. Murió de un modo tan parecido a cualquiera que la enfermera que le observaba ni siquiera matizó su bostezo cuando el sol apuñaló la ventana para poner luz en el torso despojado de su última camisa.
Dos horas antes, había entrado en urgencias con el pecho descorazonado de dolor y la cabeza tan llena de luto que las piernas se las movía el color negro. Los fantasmas le vieron desear que los médicos hubieran hablado en otro idioma mientras la palabra soledad le daba picotazos. Nadie le hizo esperar para entrar rodando donde decenas de máquinas no valen ni la mitad de una esperanza.
Hacía un rato, su coche había demostrado ser una buena compra. Cuando subió, a pesar de mirarlo, no vio el pañuelo de Carmen en el asiento de al lado. A esa hora del domingo, el tráfico era sólo pasado y futuro, por lo que conseguía avanzar aunque tuviera que hacerlo arrastrando dos bloques de mármol sobre su ánimo. Como a todas las personas civilizadas, los domingos siempre le habían parecido insoportablemente aburridos pero, en ese momento, hubiera aceptado con euforia el peor tedio a cambio de la catástrofe íntima hacia la que se despeñaba.
Esa idea ya se le había pasado por la borrasca de la cabeza antes de salir de su casa. Mientras poblaba el pasillo de plegarias inútiles, de súplicas sin destinatario buscando que los síntomas del ocaso cesaran. Una bandada de pájaros asustados por un disparo iba apoderándose, poco a poco, de su voluntad. La incredulidad acabó desapareciendo como un misterio, como una marea que dejó a la intemperie de la tierra una certeza, hasta entonces, desconocida.
El desayuno de los domingos siempre era copioso porque nunca estaba llamado a satisfacer hambre alguna. Aquella vez, se tradujo sólo en café de ayer. Las molestias que le habían amanecido en ese órgano incomprensible no disminuían y empezó a preocuparse por causas naturales. Mientras, la televisión se esforzaba por mantener cierto contacto entre aquella casa y la opinión pública internacional.
Había invertido el primer momento de consciencia del día en encenderla desde la cama. La voz que salía despedida del reproductor causaba en él un desagrado soñoliento pero ni siquiera consideró la posibilidad de presionar el botón de apagado. Esa molestia pugnaba con un taciturno malestar en el tórax por llamar su atención pero la falta de agresividad de ambas hacía que se ocultaran la una a la otra. Hasta que, cobardemente, el dolor fue saliendo de su escondrijo.
Súbitamente, parecían haberse precipitado muchos inviernos desde las tres cuarenta y siete de la madrugada. A esa oscuridad en punto, Carmen había empezado a devolver a su bolso todo cuanto había extraído durante las horas que había permanecido en la casa. Mientras observaba su cara con fingida naturalidad, a él le pareció que las teóricas imperfecciones, a la vista una vez huido el maquillaje con el que había llegado, le volvían más guapa. No se lo dijo porque estaba seguro de que a ella no le hubieran parecido palabras sinceras. Carmen le dejó una explicación de por qué debía marcharse a esa hora y salió tras besar sus labios. A él le pareció que aquél era un beso en la mejilla que le daban en la boca.
Más aún si lo comparaba con el beso que había empapado de Carmen esa misma noche. Un beso que había llegado a sus bocas arrastrado por la inercia de tantos besos precedentes que se habían dado de bruces con la puerta de la realidad hasta derribarla. Un beso que era todos sus besos desde el primero hasta el último. Nunca se sintió tan abrazado como por los dientes de Carmen. Primero fue el sabor a ginebra, después todo le supo a puerta abierta. Después las fieras devoraron los botones y descubrió que los pechos de Carmen eran ciertos al fin y tembló al pensar que, desde el principio de su breve historia en común, bajo tantos saludos de cortesía, esos dos pezones probablemente siempre habían estado ahí. Un aullido le hizo volver la vista al mundo que sólo unas bragas saben crear cuando se van. La mera contemplación de la vagina desnuda de Carmen, cada vez más próxima, le pareció por sí sola un acto sexual. Después todo le supo a puerta abierta.
Se habían sentado en aquel sofá nada más llegar al apartamento veinte minutos después de que Antonio hubiera cerrado el bar. Él sirvió dos copas en una pequeña mesa que dormía frente a ellos. Un canal dedicado a la música de las tres últimas décadas del siglo pasado eligió ese momento, y no otro, para programar una canción del grupo favorito de Carmen. Con los primeros acordes, él no pudo evitar verbalizar el placer que le producía escuchar aquello. Y no mentía. Ni siquiera exageraba. Le dominaba una atracción caliza por todo lo que su cerebro relacionara con Carmen. Al alejarse de la pantalla cuando terminó la canción, sus miradas confluyeron y él creyó entender para qué narices tenemos ojos los seres humanos.
Ya antes, en el bar, le había sobresaltado el grito de los ojos de Carmen. Fue mientras Antonio, manchado siempre de mal humor, les contaba que cerraba la persiana definitivamente a final de año. Les dio detalle de las causas de su abandono del negocio y de sus planes de futuro pero él sólo registró en el cerebro el vago titular de la nueva. Lo único que conservó de ese relato fue que aquello tenía algo que ver con una casa rural en Otero de Herreros. Cuando volvieron a quedarse solos empezaron a tirar del hilo de la cerveza hasta aflojar los nudos de las primeras personas del singular y absorber la distancia. Después, cuando probó el primer gintonic, él fue repentinamente consciente de que ya habían cenado. Había pasado de puntillas por aquellos platos. Algo sumamente extraordinario en uno de esos tipos de los que damos una importancia capital a la comida.
De importancia capital. Había leído esa expresión en el cuadernillo que le entregaron al entrar al teatro referida a Amadeus, la obra que Carmen había elegido. El director de más éxito de aquellos días, Enrique Sánchez Serra, se presentaba en la ciudad con un montaje en el que había introducido algunas modificaciones sobre el texto de Shaffer. Don Enrique sabría por qué. La tarde enmudeció mientras él miraba la escena desde el lugar al que le había llevado el olor inalcanzable de Carmen.
Se sentía bien. Ni rastro del regusto agridulce de cuando estaba esperando a Carmen en la puerta del teatro. Algo, que no eran nervios ni inseguridad exactamente, le hacía sentirse tan incómodo en los momentos previos a un encuentro acordado con Carmen que, sin llegar a verbalizárselo a sí mismo, deseaba que ella no llegara a aparecer y poder permanecer en la pax romana que es la soledad para hombres que son como era él. Luego, apareció Carmen y un viento de nadie se llevó lejos aquellas soplapolleces.
Había empezado el sábado en el sofá de casa, con un portátil en el regazo en el que rellenaba documentos encabezados por el logotipo de su empresa. Mientras lo hacía de modo casi mecánico, pensó en su amigo Juan. Él también debió haberse hecho funcionario. Juan no tenía que trabajar fuera de su cómodo horario ni tenía más preocupación que elegir en qué sucursal bancaria recibiría su sueldo a final de mes. Él también debió haberse hecho funcionario. Si Juan había aprobado aquel examen... en fin. Se había hecho tarde para pensar en preparar nada para comer. Bajó al bar de Antonio, pidió un pincho de tortilla y reservó una mesa para dos para la noche.
Había terminado el viernes con el mismo portátil en el regazo en el que rellenaba documentos encabezados por el logotipo de su empresa. Cuando le venía a la mente la reunión que había mantenido con el resto de responsables de departamento y con el coordinador general, la ira dominaba sus mejillas. Era una injusticia. Era una puta injusticia. Era una put... de pronto se sobresaltó al ver en la esquina inferior derecha del ordenador lo tarde que era, apuró la cerveza que le acompañaba y se levantó para acostarse. Mientras caminaba por el pasillo, sintió febrero en todo el cuerpo. Se metió deprisa en la cama y se contrajo bajo las sábanas y la manta. Cuando entró un poco en calor, se masturbó extrayendo mínimamente el pene por el hueco que dejaban los botones abiertos del pantalón de su pijama. Cuando terminó, pensó que estas cosas, antes, las hacía contemplando imágenes pornográficas salidas de páginas web pero, desde que admitió ante sí que estaba enamorado de Carmen, sólo se masturbaba evocándola. Le pareció algo terriblemente romántico y se durmió dudando si a Carmen se lo parecería si lo supiera.
Prácticamente todas sus noches tenían un final similar. Por eso, le llamaban la atención noches como la del jueves. Esa noche entró en la cama arrastrando un ánimo incompatible con el onanismo. Incluso con el practicado por amor. Había pasado la tarde con su madre. Todo lo que vio en ella, todo lo que salió de su boca le sumió en la evidencia de que sus padres se habían hecho viejos. Ese convencimiento, unido a la contemplación de las canas propias en el espejo, provocó que la ceniza llegada de un estallido sordo llenara las palmas de sus manos. Volvió a demostrarse que nada deja más aturdido al ser humano que la llegada de algo que ya sabía inevitable.
La previsión meteorológica del miércoles dejaba la ciudad en mal lugar. Después, todo fue a peor con el resumen de noticias del día que el programa de radio que frecuentaba repetía cada hora en punto. El paro había subido. Su equipo se acercaba al descenso de categoría. La tensión territorial de su país se acercaba a la ebullición. La tasa de criminalidad constituía otro máximo histórico. La recesión se multiplicaba. Una guerra preventiva parecía necesaria. Escuchando aquello, él no salía de su zozobra: el mensaje que había enviado la noche anterior a Carmen tenía las dos marcas azules desde hacía horas pero ella todavía no le había contestado.
Ahora se arrepentía de haberlo enviado pero, cuando la concibió, la idea de aquel mensaje le pareció una genialidad abracadabrante. Había pulido el texto durante una hora y diecisiete minutos. Qué cantidad de matices era capaz de advertir su cerebro en un "Hola Carmen. ¿Hace un cine el sábado? Yo invito". Qué cantidad de matices era capaz de advertir su cerebro en la palabra Carmen. Un nombre que, hasta hacía bien poco, ni siquiera le gustaba y que ahora repetía en silencio como la única manera posible de ser sincero. Un nombre que, desde hacía bien poco, temía verbalizar en público porque le parecía imposible que el resto del mundo no advirtiera el significado extremo que para él tenía ese vocablo.
Por eso, a pesar de estar completamente solo, experimentó un calor parecido al rubor cuando introdujo Carmen - Chunguitos en el buscador de los archivos musicales de su teléfono nada más salir del trabajo. Con esa canción ardiendo en sus auriculares, atravesó deprisa la avenida José García Mármol. Al pasar cerca de la puerta de la iglesia que hacía de frontera entre el norte y el sur de la calle, percibió el olor a incienso que escapaba con disimulo del templo. Aquello le agradó, principalmente, porque le transportó a su infancia pero ni siquiera eso le hizo plantearse entrar en aquel recinto a resguardarse del frío. Estaba bautizado, comulgado y confirmado pero descreía de cualquier idea de Dios sin el menor atisbo de duda. Se interrogó en ese momento si, cuando fuera viejo y sintiera que la muerte fuera una posibilidad real e inmediata, no le entraría alguna duda. No respondió él sino la voz de Los Chunguitos... voy a tener que emborracharme.
Hacía una eternidad que no se emborrachaba. Durante la comida, Corrales, uno de los becarios, narró toda una serie de peripecias que le acontecieron durante la borrachera de su último fin de semana. Un derramar de risas iba trasladándose de uno a otro lado de la mesa mientras hablaba. Él observaba a Corrales con un ojo a la vez que, con el otro, echaba la vista hacia tantos sábados idénticos al que salía de la boca de su compañero. Echó de menos estar borracho rodeado por otros igualmente borrachos. Por más tiempo que pasara nunca superaría la adicción a tener risas derramándose alrededor de una mesa.
La Alegría es una taberna destartalada situada frente al supermercado al que, cada lunes, acudía a hacer la compra semanal. Atravesó la puerta a la mayor velocidad que le permitió la amplitud de su zancada, consciente de que la hora de cierre estaba próxima. No había llegado a introducir en la cesta el tercer artículo de la lista que traía preparada, cuando a lo lejos, creyó ver a Carmen esperando turno en la pescadería. Al fijarse mejor, comprobó que, una vez más, se trataba de un espejismo y recuperó el desaliento. Terminó la compra dejando para la semana siguiente lo más pesado. En la caja registradora se encontró con la misma pregunta de siempre. ¿Cuántas bolsas necesita? Volvió a indignarse en silencio como cada vez que le planteaban ese interrogante. Era incapaz de comprender por qué debía hacer un pronóstico de cuántas bolsas serían necesarias. ¿Por qué no podía aguardarse a que los hechos demostraran cuántas bolsas eran precisas?
Sabido es que la ducha suele ofrecer respuestas que no se buscan. No sucedió entonces. Abrió los grifos y el lunes cayó a veinticinco grados sobre su espalda. Fijó la atención en la etiqueta del bote de champú. Sabido es que existe un estado en el que uno no está ni siquiera solo. Existe un estado en el que el corazón percibe una carencia mayor que cuando siente soledad.
Todo empezó demasiado pronto. Despertó con el cansancio propio de quien se despierta antes de empezar a soñar.