Veintidós de mayo de mil novecientos setenta y nueve.
El piso parecía aún más pequeño. La tensión se comía los metros cuadrados con bocados eternos. Lola tenía las mejillas incendiadas y las manos rendidas al frío. Escuchar las palabras de su madre era la fuente de ese huracán térmico que le azotaba. Más que el volumen excesivo de su voz, le molestaba el tono de bofetón que empleaba. Le indignaba la injusticia. Su madre le recriminaba hechos de los que había tenido conocimiento tras cometer el peor de los crímenes que pueden cometerse en un hogar. Había leído el diario de Lola sin permiso.
De la boca de su madre, estaba saliendo una caricatura de Jose que le arañaba los oídos. Nunca se había sentido tan ofendida. ¿Por qué no iba a poder salir con él o con cualquier otro que le diera la gana si ya tenía dieciséis? Su madre respondía sin cesar esa pregunta con argumentos salidos de las garras y los dientes del miedo. Y no se detenía ahí. Tras esa puerta de entrada, se dedicó a formar el habitual inventario de faltas.
Por supuesto, le recordó que había suspendido dos asignaturas en la pasada evaluación. Con lo inteligente que era, según decía don Enrique. Ahora lo entendía todo, no aprobaba porque estaba pensando en las musarañas. En concreto en una musaraña gris: el toligo de Jose. Además, casi no ayudaba nada en casa. Se limitaba a cubrir el expediente haciendo su cuarto y cuatro cosas que le afectaban a ella directamente, pero no arrimaba el hombro con todo lo demás y su madre tenía que sacarlo todo adelante. Con el trabajo que daban su padre y su hermano. Qué decepción. Y como te pille otra vez fumando, le advirtió, te parto la cara.
Lola tiró de chulería para contestar la amenaza materna y, por consiguiente, recibió el tortazo. Magnitud cuatro en la escala de Richter. El contacto de la mano con su mejilla activó el mecanismo, entonces muy sensible, de sus lacrimales. Naturalmente, no lloró por el dolor. Se trataba del llanto que brota de la rabia ante lo que cualquier hija adolescente hubiera considerado una humillación intolerable. Balbuceó algo incomprensible y se fue, con paso firme, hacia su habitación. Antes de entrar en ella dando un portazo cinematográfico, volvió la cabeza y miró a su madre con la expresión más fiera que encontró.
Tumbada en la cama, mordió la almohada. Lloró durante un minuto y, después, fue poco a poco aplacando el ritmo de su respiración. En ningún momento de sus diecisiete días de relación, ni siquiera de los dos meses y medio que conocía a Jose, había dudado de que era el hombre de su vida. Estar con él era mucho más importante que cualquier asignatura. Su madre iba a tener que entender eso o, muy pronto, no le volvería a ver el pelo. Cerró los ojos y se acurrucó para abrazarse a sí misma. Empezó a pensar en Jose, luego se le vino a la mente el examen de historia, después... Después de estar así cuarenta minutos, se levantó. Caminó despacio hasta la puerta, la abrió y la atravesó con las ganas de hacer las paces con su madre haciéndosele fuertes en el pecho. Se preguntó cuánto tiempo podría reprimirlas.
Once de octubre de dos mil diecinueve.
El chalé se estaba deteriorando. Lola miraba el estado del suelo con fastidio al recordar las veces que había dicho a su marido que debían meter dinero y la abulia invariable de Luis como único resultado. Fue sólo un segundo de descanso tras el que volvió al calvario. El reloj avanzaba despiadado. Qué frialdad la suya. Se limitaba a constatar la hora sin importarle que ella se estuviera muriendo de desasosiego. Eran las cinco y trece de la mañana y la niña no había vuelto. Caminaba sobre ascuas por la habitación. Su imagen en el espejo le resultó ajena.
María entró tropezando con el felpudo, con ganas de hablar y devolviendo, con su presencia, la vida a su madre. Sin embargo, ésta no expresó sino todo lo contrario. Interrumpió bruscamente la perorata de la hija. ¿Se puede saber de dónde vienes? Sin esperar réplica alguna, le arrojó su indignación por el retraso sobre la hora fijada, ya de por sí tardía para una adolescente de dieciséis años. En realidad, no necesitaba que le dijera dónde había estado porque Lola tenía la rutina de revisar el teléfono móvil de María cada noche cuando ésta se dormía. Si su hija lo hubiera sabido, habría llamado a eso espionaje. Lola, sin embargo, lo llamaba maternidad responsable.
Lo que sí sabía la niña es que su hermano, a su edad, disponía de un horario de ocio nocturno notablemente más generoso y no tardó en utilizar, una vez más, ese argumento como descargo. No era lo mismo. Nunca fue lo mismo. Los peligros que acechan a un chico en la madrugada son menores. A Lola le molestaba tener que repetir lo evidente. A María le dolía tener que escuchar lo de siempre. Máxime, le dijo, cuando ella no había estado sola, sino con Pedro. Ahí terminó la discusión como terminaba todo. Interrumpida por el sonido de una llamada telefónica, evidentemente del susodicho, que María corrió a atender dejando atrás una estela de ilusión inconsciente que enternecía el suelo.
En lugar de volver a la cama, Lola se quedó recostada en el sofá. A medida que iba descendiendo su nivel de adrenalina, volvía a notar el dolor en el abdomen. La inmadurez que había demostrado su hija hacía un momento evidenciaba que la decisión de no contarle nada era la correcta. Al menos, mientras no dispusiera de una segunda opinión. Más que su enfermedad, le preocupaba que la cría no tuviera la cabeza en su sitio. Precisamente ahora, con lo responsable que había sido siempre. Pero, desde que andaba con el tal Pedro, no pensaba en otra cosa. Había descuidado sus estudios en una edad crucial y en casa, en fin... en casa estaba ausente. No sabía ya qué más hacer para conseguir que la niña no terminara mal. Las reprimendas no funcionaban. Tampoco le funcionó, al principio, tratar de entenderle y ponerse en su lugar. Es que empatizar le resultaba imposible. Cómo hacerlo, si ella a su edad había sido tan distinta. Más racional. Quizá demasiado. Qué fácil lo habían tenido, como la suya, algunas madres.
martes, 31 de diciembre de 2019
lunes, 30 de diciembre de 2019
EL CONTRATAQUE
Volver a tener sexo era una estupenda manera de celebrar su septuagésimo quinto cumpleaños. No sabía muy bien cómo había pasado. Todo empezó, a las cero horas diez segundos, con un beso raquítico de su mujer mezclado con las palabras feliz cumpleaños y, contra todo pronóstico, había acabado en, al menos para él, un orgasmo. Sin embargo, ese modo pluscuamperfecto de conmemorar la fecha vino a contrastar con el puñado rácano de felicitaciones que recibió el resto del día.
Él no le dio importancia. Hacía mucho tiempo que había dejado de llamarle la atención la drástica disminución de esta clase de detalles desde que dejó el fútbol cuarenta años atrás. Así que nada echó en falta durante toda la jornada hasta que, a las doce menos veinte, se metió en la cama y durmió sin mesura durante seis horas y media ininterrumpidas.
Sifrido Casas fue conocido durante sus dieciocho años de carrera en el fútbol profesional como Casas y Casas era todo el texto que figuraba en la cartelita identificativa del buzón de su piso de la calle Pérez Galdós, a pesar de que vivía en él, desde siempre, con Emilia y, antes, con su hijo. No tuvo que abrirlo para extraer la revista mensual del Real Valladolid, al bajar al bar, a primera hora de la mañana siguiente . Ese envío era un privilegio que le otorgaba le condición de socio del Pucela.
Nació en Alicante. Debutó en el Hércules. Se marchó. Recorrió media España. Triunfó en el Valladolid. Se casó con Emilia. Se marchó. Recorrió la otra mitad de España. Se retiró y regresó a Valladolid. Cómo no hacerlo si allí Casas era Casas. Si tres meses antes, en su visita con el Celta, el viejo Zorrilla le había despedido puesto en pie con una ovación violeta y blanca.
Durante el desayuno, escuchó en silencio al chaval que ocupaba el taburete fronterizo hablar con uno de los camareros sobre el partido del Pucela del domingo. Tuvo otra vez esa mala sensación. Ya deberían haberle llamado de la radio para confirmarle como el comentarista de la tarde. Quería mantener la esperanza de que el silencio se debiera a que, la segunda vez que uno va a comentar, le confirmaran con menor antelación. Pero debía reconocerse a sí mismo que, cuando salió por la puerta de la emisora al terminar el partido anterior, ya había temido que aquella primera vez fuera también la última. Nunca hubiera creído que aquello pudiera resultarle tan difícil. Nunca hubiera imaginado verse reducido a poco más que monosílabos. Estuvo, las dos horas que duró aquel trance, quitándose de encima la palabra como los malos centrocampistas se quitan de encima el balón cuando presiona el rival.
Arrastró ese incómodo recuerdo hasta casa de su hijo. No era extraño encontrarle allí a esa hora de la mañana desde que se quedó en paro. Le preguntó por su nieto y su hijo le contestó mecánicamente que estaba bien. Le contó que el equipo de fútbol sala de su colegio descansaba ese sábado. Sifrido se dio por enterado ocultando su disgusto por el vacío que aquello le empezaba ya a causar. Y poco más porque acabaron discutiendo cuando el padre dijo que el trabajo no iba a ir a buscarle a casa.
El cigarro que encendió nada más llegar a la calle no sirvió, claro está, para quitarle el mal sabor de boca. No había dado tres pasos cuando chocó con un joven con la camiseta de la selección española. Perdone. No importa. No era éste el primer golpe, ni mucho menos el más fuerte, que se llevaba de la selección. Casas entró en una convocatoria del equipo nacional en mil novecientos setenta. Al menos, así lo anunció el seleccionador. Sin embargo, un esguince en el último entrenamiento con el Valladolid antes de acudir a su llamamiento hizo que, en realidad, nunca llegara a entrar. Y, después, aunque atravesó algunos momentos de notable inspiración y forma sobresaliente, ni ése ni ningún otro seleccionador volvió a citarle más. Habría contado ese episodio a su nieto un millón de veces sin conseguir que éste lo creyera ni por un momento.
Bueno, ya estaba bien de darle vueltas al pasado. El presente también enseñaba los tacos. No había que ser una lumbrera para darse cuenta de que su hijo estaba lejos de encontrar trabajo y él ya no sabía cómo estirar su pensión para seguir ayudándole. Cuántos quebraderos de cabeza se habría ahorrado si hubiera salido bien alguna de las inversiones que hizo en los primeros años de ex futbolista. Eran seguras. Joder, seguras. Fiasco lo de los terrenos en San Vicente, fiasco la tienda deportiva, fiasco la exportación de vinos, fiasco, fiasco, fiasco...
Tuvo que llamar por teléfono a Emilia para que le recordara qué es lo que tenía que comprar exactamente. Era algo que ocurría con frecuencia. Sin embargo, ello no hacía considerar a Sifrido la posibilidad de hacer una lista en estos casos. Superado el obstáculo de la desmemoria, y al doblar por el pasillo de los congelados, vio de espaldas a Martínez. Le saludó tocando su hombro y, al volverse el saludado, la expresión de su cara no le dio buena espina a Sifrido.
Martínez era el exdirector de la sucursal bancaria donde Casas había tenido siempre el dinero que hizo con el fútbol. Él fue testigo, juez y parte del proceso en el que su cuenta se volvió cada vez más corriente. Semanas atrás, Sifrido le había pedido el favor de que hablara con la gente importante del banco en la ciudad con la que aún mantenía amistad tras la jubilación, por si tenían un hueco para su hijo. Lo peor no fue que no lo consiguiera, sino que pretendiera transmitirle unas vagas esperanzas de que la situación podría cambiar en el futuro apoyándose en unas supuestas oportunidades que era evidente que no existían. Otro fracaso. Operaciones parecidas, y con idéntico resultado, las había emprendido con todas las empresas de la ciudad en que creyó que, tal vez, aún podría tener mano. Para alguna de ellas, incluso, había hecho publicidad en tiempos.
No fue exactamente decepción el dolor que le entró en el cuerpo. Se consideró afortunado por el hecho de no tener ocasión de insimismarse demasiado gracias a la consciencia de que tenía ya el tiempo justo para dejar la compra en casa y coger un autobús que le llevara al colegio de su nieto, cuyo padre, a pesar de no mover un dedo para buscar empleo, tenía algo que hacer precisamente a la hora en que el niño salía de clase. Fue en la radio de ese autobús donde escuchó la promoción de la retransmisión del partido que iba a jugar el domingo el Valladolid. El comentarista iba a ser Rosón. Un antiguo compañero que, en todo el tiempo en el que coincidieron en el equipo, nunca logró ni siquiera disputarle la titularidad. Sifrido pidió al conductor que cambiara de emisora y éste le hizo caso sin imaginar, ni por asomo, el motivo de su petición.
El pequeño, nada más cruzar el umbral de la puerta del colegio, se sorprendió al verle. Le besó. Le exigió la merienda. Le pidió ir al parque. Él se negó. El niño insistió. Él volvió a negarse. El niño fingió un puchero. Él acabó aceptando. Y, allí, a qué iban a querer jugar los niños sino al fútbol en la pista anexa. Eran cinco en total. Faltaba otro jugador para ser pares. Su nieto le pidió que jugara. Él se negó. El niño insistió. Él volvió a negarse. El niño fingió un puchero. Él acabó aceptando y enrolándose en el equipo de su nieto como portero regateador. Lo sabía todo sobre fútbol, pero ignoraba que los niños de siete años se movieran tan rápido. Un disparo del equipo contrario al larguero le sacó del aturdimiento. El balón fue lentamente hasta él y, sin pararlo, con la zurda lanzó el contrataque con un pase en profundidad a su nieto, que controló como pudo y batió a su amiguito de vaselina. Corrió hacia su abuelo y se fundió con él en un abrazo. Sifrido cantó ese gol con la alegría de entonces. En ese momento, sonó el móvil. Sería Emilia para recordarle que debía ir ya a casa con el niño. No contestó. Sifrido no tenía intención de irse tan pronto del único sitio donde podía sentir que aún era Casas.
Él no le dio importancia. Hacía mucho tiempo que había dejado de llamarle la atención la drástica disminución de esta clase de detalles desde que dejó el fútbol cuarenta años atrás. Así que nada echó en falta durante toda la jornada hasta que, a las doce menos veinte, se metió en la cama y durmió sin mesura durante seis horas y media ininterrumpidas.
Sifrido Casas fue conocido durante sus dieciocho años de carrera en el fútbol profesional como Casas y Casas era todo el texto que figuraba en la cartelita identificativa del buzón de su piso de la calle Pérez Galdós, a pesar de que vivía en él, desde siempre, con Emilia y, antes, con su hijo. No tuvo que abrirlo para extraer la revista mensual del Real Valladolid, al bajar al bar, a primera hora de la mañana siguiente . Ese envío era un privilegio que le otorgaba le condición de socio del Pucela.
Nació en Alicante. Debutó en el Hércules. Se marchó. Recorrió media España. Triunfó en el Valladolid. Se casó con Emilia. Se marchó. Recorrió la otra mitad de España. Se retiró y regresó a Valladolid. Cómo no hacerlo si allí Casas era Casas. Si tres meses antes, en su visita con el Celta, el viejo Zorrilla le había despedido puesto en pie con una ovación violeta y blanca.
Durante el desayuno, escuchó en silencio al chaval que ocupaba el taburete fronterizo hablar con uno de los camareros sobre el partido del Pucela del domingo. Tuvo otra vez esa mala sensación. Ya deberían haberle llamado de la radio para confirmarle como el comentarista de la tarde. Quería mantener la esperanza de que el silencio se debiera a que, la segunda vez que uno va a comentar, le confirmaran con menor antelación. Pero debía reconocerse a sí mismo que, cuando salió por la puerta de la emisora al terminar el partido anterior, ya había temido que aquella primera vez fuera también la última. Nunca hubiera creído que aquello pudiera resultarle tan difícil. Nunca hubiera imaginado verse reducido a poco más que monosílabos. Estuvo, las dos horas que duró aquel trance, quitándose de encima la palabra como los malos centrocampistas se quitan de encima el balón cuando presiona el rival.
Arrastró ese incómodo recuerdo hasta casa de su hijo. No era extraño encontrarle allí a esa hora de la mañana desde que se quedó en paro. Le preguntó por su nieto y su hijo le contestó mecánicamente que estaba bien. Le contó que el equipo de fútbol sala de su colegio descansaba ese sábado. Sifrido se dio por enterado ocultando su disgusto por el vacío que aquello le empezaba ya a causar. Y poco más porque acabaron discutiendo cuando el padre dijo que el trabajo no iba a ir a buscarle a casa.
El cigarro que encendió nada más llegar a la calle no sirvió, claro está, para quitarle el mal sabor de boca. No había dado tres pasos cuando chocó con un joven con la camiseta de la selección española. Perdone. No importa. No era éste el primer golpe, ni mucho menos el más fuerte, que se llevaba de la selección. Casas entró en una convocatoria del equipo nacional en mil novecientos setenta. Al menos, así lo anunció el seleccionador. Sin embargo, un esguince en el último entrenamiento con el Valladolid antes de acudir a su llamamiento hizo que, en realidad, nunca llegara a entrar. Y, después, aunque atravesó algunos momentos de notable inspiración y forma sobresaliente, ni ése ni ningún otro seleccionador volvió a citarle más. Habría contado ese episodio a su nieto un millón de veces sin conseguir que éste lo creyera ni por un momento.
Bueno, ya estaba bien de darle vueltas al pasado. El presente también enseñaba los tacos. No había que ser una lumbrera para darse cuenta de que su hijo estaba lejos de encontrar trabajo y él ya no sabía cómo estirar su pensión para seguir ayudándole. Cuántos quebraderos de cabeza se habría ahorrado si hubiera salido bien alguna de las inversiones que hizo en los primeros años de ex futbolista. Eran seguras. Joder, seguras. Fiasco lo de los terrenos en San Vicente, fiasco la tienda deportiva, fiasco la exportación de vinos, fiasco, fiasco, fiasco...
Tuvo que llamar por teléfono a Emilia para que le recordara qué es lo que tenía que comprar exactamente. Era algo que ocurría con frecuencia. Sin embargo, ello no hacía considerar a Sifrido la posibilidad de hacer una lista en estos casos. Superado el obstáculo de la desmemoria, y al doblar por el pasillo de los congelados, vio de espaldas a Martínez. Le saludó tocando su hombro y, al volverse el saludado, la expresión de su cara no le dio buena espina a Sifrido.
Martínez era el exdirector de la sucursal bancaria donde Casas había tenido siempre el dinero que hizo con el fútbol. Él fue testigo, juez y parte del proceso en el que su cuenta se volvió cada vez más corriente. Semanas atrás, Sifrido le había pedido el favor de que hablara con la gente importante del banco en la ciudad con la que aún mantenía amistad tras la jubilación, por si tenían un hueco para su hijo. Lo peor no fue que no lo consiguiera, sino que pretendiera transmitirle unas vagas esperanzas de que la situación podría cambiar en el futuro apoyándose en unas supuestas oportunidades que era evidente que no existían. Otro fracaso. Operaciones parecidas, y con idéntico resultado, las había emprendido con todas las empresas de la ciudad en que creyó que, tal vez, aún podría tener mano. Para alguna de ellas, incluso, había hecho publicidad en tiempos.
No fue exactamente decepción el dolor que le entró en el cuerpo. Se consideró afortunado por el hecho de no tener ocasión de insimismarse demasiado gracias a la consciencia de que tenía ya el tiempo justo para dejar la compra en casa y coger un autobús que le llevara al colegio de su nieto, cuyo padre, a pesar de no mover un dedo para buscar empleo, tenía algo que hacer precisamente a la hora en que el niño salía de clase. Fue en la radio de ese autobús donde escuchó la promoción de la retransmisión del partido que iba a jugar el domingo el Valladolid. El comentarista iba a ser Rosón. Un antiguo compañero que, en todo el tiempo en el que coincidieron en el equipo, nunca logró ni siquiera disputarle la titularidad. Sifrido pidió al conductor que cambiara de emisora y éste le hizo caso sin imaginar, ni por asomo, el motivo de su petición.
El pequeño, nada más cruzar el umbral de la puerta del colegio, se sorprendió al verle. Le besó. Le exigió la merienda. Le pidió ir al parque. Él se negó. El niño insistió. Él volvió a negarse. El niño fingió un puchero. Él acabó aceptando. Y, allí, a qué iban a querer jugar los niños sino al fútbol en la pista anexa. Eran cinco en total. Faltaba otro jugador para ser pares. Su nieto le pidió que jugara. Él se negó. El niño insistió. Él volvió a negarse. El niño fingió un puchero. Él acabó aceptando y enrolándose en el equipo de su nieto como portero regateador. Lo sabía todo sobre fútbol, pero ignoraba que los niños de siete años se movieran tan rápido. Un disparo del equipo contrario al larguero le sacó del aturdimiento. El balón fue lentamente hasta él y, sin pararlo, con la zurda lanzó el contrataque con un pase en profundidad a su nieto, que controló como pudo y batió a su amiguito de vaselina. Corrió hacia su abuelo y se fundió con él en un abrazo. Sifrido cantó ese gol con la alegría de entonces. En ese momento, sonó el móvil. Sería Emilia para recordarle que debía ir ya a casa con el niño. No contestó. Sifrido no tenía intención de irse tan pronto del único sitio donde podía sentir que aún era Casas.
lunes, 16 de diciembre de 2019
EL POEMA QUE SE ESCONDE DE LOS VERSOS
Tierraescondida, 14 de diciembre de 2019.
No voy a saludarte porque dirían frío mis huellas dactilares. Tú leerías buenos días o ¿qué tal? y a mí se me caería la cara de vergüenza por hablarte como le hablo a cualquiera. Mira que me perdono cosas constantemente, pero eso no podría tolerármelo porque sería asesinarte de mi boca al mezclarte con un buenas tardes o un hola. Precisamente, en esta página en la que me he despertado siendo tú y yo juntos. En otro contexto me habrás oído hacerlo, pero no lo harás aquí. Aquí no puedo saludarte.
Cuando uno escribe aquí, viene a derramar su propia sangre. Viene a clamar la verdad por incierta que sea y, cuando yo me sincero, tú te liberas, tarde y temprano, de la cueva de tinta inadmisible que es mi garganta. Tú, ubicada en los cuatro puntos cardinales de mi completa desorientación.
Para comunicarte lo importante, necesitaba aprender un idioma que no entiendas. Ahora ya puedo entregarte en mano el amor. Ahora ya puedo desvelarte que, dentro del sobre vacío, hay un corazón que viene, como si estuviera llamado a latir entre tus pechos, de un lugar que nadie quiere ver escrito.
Si supiera describir qué significa estar contigo, puedes estar segura de que ni siquiera hubiese empezado esta carta. Sin embargo, yo soy quien no puede dejar de hacer aquello de lo que no es capaz y, claro, según el día y en lugar de explicar qué significas, me quedo en imaginar un mar para que no todo nos sea tierra firme, en reprimir una lágrima al notar en los ojos que te quiero o en hacer historia en alguna papelera de reciclaje.
Cómo deseo que los dioses me ofrezcan todas las victorias para poder escupirles a la cara que yo me largo allá donde sea posible perder contigo, donde el único acontecimiento sea que tú, de pronto, te has reído y yo sienta que el alma se me ha vuelto un cuerpo estrechado por ti.
Quiero dejarte claro que tengo nada que agradecerte porque lo importante me lo has dado sin voluntad ni consciencia. No sabes el sinfín de veces que he vuelto a la vida por ti, resucitado de entre los domingos, ni sabes que fuiste tú la que terminaste con la violencia que, impunemente, ejercían contra mí todos los veranos. No sabes nada de las causas de mi amor porque no existen y, a la vez, existen en todos los seres y en todos los objetos. Si alguna vez hiciste algo con la intención de que te quisiera por ello, quiero dejarte claro que de nada ha servido. Sabrás que alguien no conoce el amor si cree que quiere por algún motivo.
Razones, y sobradas, sí tengo para mancharme los dedos en defensa de tus manos, para llenarte la casa de la piedra sobre la que se edifican los abrazos y para acompañarte al peor lugar en el momento menos oportuno. De todas las cosas inútiles, elegí escribir porque no me importaba que se rieran de mis versos, pero luego apareciste tú y ahora quisiera ser capaz de hacer algo que te haga bien. Pero resulta que yo, de todas las cosas inútiles, elegí escribir.
He llegado a la conclusión de que el dolor de la calle es tan culpa de la gente como de noviembre al acercarme a la ventana y ver las gotas de monólogo llenando el cristal. Lo sabes mejor que yo. La noticia, buena y mala, es que sé que tú y yo podemos terminar juntos con la tormenta.
En fin, pareciera que la hora se nos ha echado encima, pero qué sabrá un reloj de lo que digo. Para comunicarte lo importante, aprendí un idioma en que no existe la palabra adiós.
Posdata: El punto final presume de un poder que, en realidad, no tiene. Ni el silencio es la muerte ni el cajón, una tumba. Nada podrá terminar con esta carta mientras conserve la esperanza de que vuelvas a releerla.
No voy a saludarte porque dirían frío mis huellas dactilares. Tú leerías buenos días o ¿qué tal? y a mí se me caería la cara de vergüenza por hablarte como le hablo a cualquiera. Mira que me perdono cosas constantemente, pero eso no podría tolerármelo porque sería asesinarte de mi boca al mezclarte con un buenas tardes o un hola. Precisamente, en esta página en la que me he despertado siendo tú y yo juntos. En otro contexto me habrás oído hacerlo, pero no lo harás aquí. Aquí no puedo saludarte.
Cuando uno escribe aquí, viene a derramar su propia sangre. Viene a clamar la verdad por incierta que sea y, cuando yo me sincero, tú te liberas, tarde y temprano, de la cueva de tinta inadmisible que es mi garganta. Tú, ubicada en los cuatro puntos cardinales de mi completa desorientación.
Para comunicarte lo importante, necesitaba aprender un idioma que no entiendas. Ahora ya puedo entregarte en mano el amor. Ahora ya puedo desvelarte que, dentro del sobre vacío, hay un corazón que viene, como si estuviera llamado a latir entre tus pechos, de un lugar que nadie quiere ver escrito.
Si supiera describir qué significa estar contigo, puedes estar segura de que ni siquiera hubiese empezado esta carta. Sin embargo, yo soy quien no puede dejar de hacer aquello de lo que no es capaz y, claro, según el día y en lugar de explicar qué significas, me quedo en imaginar un mar para que no todo nos sea tierra firme, en reprimir una lágrima al notar en los ojos que te quiero o en hacer historia en alguna papelera de reciclaje.
Cómo deseo que los dioses me ofrezcan todas las victorias para poder escupirles a la cara que yo me largo allá donde sea posible perder contigo, donde el único acontecimiento sea que tú, de pronto, te has reído y yo sienta que el alma se me ha vuelto un cuerpo estrechado por ti.
Quiero dejarte claro que tengo nada que agradecerte porque lo importante me lo has dado sin voluntad ni consciencia. No sabes el sinfín de veces que he vuelto a la vida por ti, resucitado de entre los domingos, ni sabes que fuiste tú la que terminaste con la violencia que, impunemente, ejercían contra mí todos los veranos. No sabes nada de las causas de mi amor porque no existen y, a la vez, existen en todos los seres y en todos los objetos. Si alguna vez hiciste algo con la intención de que te quisiera por ello, quiero dejarte claro que de nada ha servido. Sabrás que alguien no conoce el amor si cree que quiere por algún motivo.
Razones, y sobradas, sí tengo para mancharme los dedos en defensa de tus manos, para llenarte la casa de la piedra sobre la que se edifican los abrazos y para acompañarte al peor lugar en el momento menos oportuno. De todas las cosas inútiles, elegí escribir porque no me importaba que se rieran de mis versos, pero luego apareciste tú y ahora quisiera ser capaz de hacer algo que te haga bien. Pero resulta que yo, de todas las cosas inútiles, elegí escribir.
He llegado a la conclusión de que el dolor de la calle es tan culpa de la gente como de noviembre al acercarme a la ventana y ver las gotas de monólogo llenando el cristal. Lo sabes mejor que yo. La noticia, buena y mala, es que sé que tú y yo podemos terminar juntos con la tormenta.
En fin, pareciera que la hora se nos ha echado encima, pero qué sabrá un reloj de lo que digo. Para comunicarte lo importante, aprendí un idioma en que no existe la palabra adiós.
Posdata: El punto final presume de un poder que, en realidad, no tiene. Ni el silencio es la muerte ni el cajón, una tumba. Nada podrá terminar con esta carta mientras conserve la esperanza de que vuelvas a releerla.