Volver a tener sexo era una estupenda manera de celebrar su septuagésimo quinto cumpleaños. No sabía muy bien cómo había pasado. Todo empezó, a las cero horas diez segundos, con un beso raquítico de su mujer mezclado con las palabras feliz cumpleaños y, contra todo pronóstico, había acabado en, al menos para él, un orgasmo. Sin embargo, ese modo pluscuamperfecto de conmemorar la fecha vino a contrastar con el puñado rácano de felicitaciones que recibió el resto del día.
Él no le dio importancia. Hacía mucho tiempo que había dejado de llamarle la atención la drástica disminución de esta clase de detalles desde que dejó el fútbol cuarenta años atrás. Así que nada echó en falta durante toda la jornada hasta que, a las doce menos veinte, se metió en la cama y durmió sin mesura durante seis horas y media ininterrumpidas.
Sifrido Casas fue conocido durante sus dieciocho años de carrera en el fútbol profesional como Casas y Casas era todo el texto que figuraba en la cartelita identificativa del buzón de su piso de la calle Pérez Galdós, a pesar de que vivía en él, desde siempre, con Emilia y, antes, con su hijo. No tuvo que abrirlo para extraer la revista mensual del Real Valladolid, al bajar al bar, a primera hora de la mañana siguiente . Ese envío era un privilegio que le otorgaba le condición de socio del Pucela.
Nació en Alicante. Debutó en el Hércules. Se marchó. Recorrió media España. Triunfó en el Valladolid. Se casó con Emilia. Se marchó. Recorrió la otra mitad de España. Se retiró y regresó a Valladolid. Cómo no hacerlo si allí Casas era Casas. Si tres meses antes, en su visita con el Celta, el viejo Zorrilla le había despedido puesto en pie con una ovación violeta y blanca.
Durante el desayuno, escuchó en silencio al chaval que ocupaba el taburete fronterizo hablar con uno de los camareros sobre el partido del Pucela del domingo. Tuvo otra vez esa mala sensación. Ya deberían haberle llamado de la radio para confirmarle como el comentarista de la tarde. Quería mantener la esperanza de que el silencio se debiera a que, la segunda vez que uno va a comentar, le confirmaran con menor antelación. Pero debía reconocerse a sí mismo que, cuando salió por la puerta de la emisora al terminar el partido anterior, ya había temido que aquella primera vez fuera también la última. Nunca hubiera creído que aquello pudiera resultarle tan difícil. Nunca hubiera imaginado verse reducido a poco más que monosílabos. Estuvo, las dos horas que duró aquel trance, quitándose de encima la palabra como los malos centrocampistas se quitan de encima el balón cuando presiona el rival.
Arrastró ese incómodo recuerdo hasta casa de su hijo. No era extraño encontrarle allí a esa hora de la mañana desde que se quedó en paro. Le preguntó por su nieto y su hijo le contestó mecánicamente que estaba bien. Le contó que el equipo de fútbol sala de su colegio descansaba ese sábado. Sifrido se dio por enterado ocultando su disgusto por el vacío que aquello le empezaba ya a causar. Y poco más porque acabaron discutiendo cuando el padre dijo que el trabajo no iba a ir a buscarle a casa.
El cigarro que encendió nada más llegar a la calle no sirvió, claro está, para quitarle el mal sabor de boca. No había dado tres pasos cuando chocó con un joven con la camiseta de la selección española. Perdone. No importa. No era éste el primer golpe, ni mucho menos el más fuerte, que se llevaba de la selección. Casas entró en una convocatoria del equipo nacional en mil novecientos setenta. Al menos, así lo anunció el seleccionador. Sin embargo, un esguince en el último entrenamiento con el Valladolid antes de acudir a su llamamiento hizo que, en realidad, nunca llegara a entrar. Y, después, aunque atravesó algunos momentos de notable inspiración y forma sobresaliente, ni ése ni ningún otro seleccionador volvió a citarle más. Habría contado ese episodio a su nieto un millón de veces sin conseguir que éste lo creyera ni por un momento.
Bueno, ya estaba bien de darle vueltas al pasado. El presente también enseñaba los tacos. No había que ser una lumbrera para darse cuenta de que su hijo estaba lejos de encontrar trabajo y él ya no sabía cómo estirar su pensión para seguir ayudándole. Cuántos quebraderos de cabeza se habría ahorrado si hubiera salido bien alguna de las inversiones que hizo en los primeros años de ex futbolista. Eran seguras. Joder, seguras. Fiasco lo de los terrenos en San Vicente, fiasco la tienda deportiva, fiasco la exportación de vinos, fiasco, fiasco, fiasco...
Tuvo que llamar por teléfono a Emilia para que le recordara qué es lo que tenía que comprar exactamente. Era algo que ocurría con frecuencia. Sin embargo, ello no hacía considerar a Sifrido la posibilidad de hacer una lista en estos casos. Superado el obstáculo de la desmemoria, y al doblar por el pasillo de los congelados, vio de espaldas a Martínez. Le saludó tocando su hombro y, al volverse el saludado, la expresión de su cara no le dio buena espina a Sifrido.
Martínez era el exdirector de la sucursal bancaria donde Casas había tenido siempre el dinero que hizo con el fútbol. Él fue testigo, juez y parte del proceso en el que su cuenta se volvió cada vez más corriente. Semanas atrás, Sifrido le había pedido el favor de que hablara con la gente importante del banco en la ciudad con la que aún mantenía amistad tras la jubilación, por si tenían un hueco para su hijo. Lo peor no fue que no lo consiguiera, sino que pretendiera transmitirle unas vagas esperanzas de que la situación podría cambiar en el futuro apoyándose en unas supuestas oportunidades que era evidente que no existían. Otro fracaso. Operaciones parecidas, y con idéntico resultado, las había emprendido con todas las empresas de la ciudad en que creyó que, tal vez, aún podría tener mano. Para alguna de ellas, incluso, había hecho publicidad en tiempos.
No fue exactamente decepción el dolor que le entró en el cuerpo. Se consideró afortunado por el hecho de no tener ocasión de insimismarse demasiado gracias a la consciencia de que tenía ya el tiempo justo para dejar la compra en casa y coger un autobús que le llevara al colegio de su nieto, cuyo padre, a pesar de no mover un dedo para buscar empleo, tenía algo que hacer precisamente a la hora en que el niño salía de clase. Fue en la radio de ese autobús donde escuchó la promoción de la retransmisión del partido que iba a jugar el domingo el Valladolid. El comentarista iba a ser Rosón. Un antiguo compañero que, en todo el tiempo en el que coincidieron en el equipo, nunca logró ni siquiera disputarle la titularidad. Sifrido pidió al conductor que cambiara de emisora y éste le hizo caso sin imaginar, ni por asomo, el motivo de su petición.
El pequeño, nada más cruzar el umbral de la puerta del colegio, se sorprendió al verle. Le besó. Le exigió la merienda. Le pidió ir al parque. Él se negó. El niño insistió. Él volvió a negarse. El niño fingió un puchero. Él acabó aceptando. Y, allí, a qué iban a querer jugar los niños sino al fútbol en la pista anexa. Eran cinco en total. Faltaba otro jugador para ser pares. Su nieto le pidió que jugara. Él se negó. El niño insistió. Él volvió a negarse. El niño fingió un puchero. Él acabó aceptando y enrolándose en el equipo de su nieto como portero regateador. Lo sabía todo sobre fútbol, pero ignoraba que los niños de siete años se movieran tan rápido. Un disparo del equipo contrario al larguero le sacó del aturdimiento. El balón fue lentamente hasta él y, sin pararlo, con la zurda lanzó el contrataque con un pase en profundidad a su nieto, que controló como pudo y batió a su amiguito de vaselina. Corrió hacia su abuelo y se fundió con él en un abrazo. Sifrido cantó ese gol con la alegría de entonces. En ese momento, sonó el móvil. Sería Emilia para recordarle que debía ir ya a casa con el niño. No contestó. Sifrido no tenía intención de irse tan pronto del único sitio donde podía sentir que aún era Casas.
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