Los cuatro habían llegado a Arroyofrío con la ilusión forzada de unos días de fiesta antes de que se precipitaran en lo desconocido. Habían salido, nada más empezar su permiso del viernes, de San Gregorio. Todos ostentaban una graduación militar suficiente para saber tanto que las maniobras de las últimas semanas eran, en realidad, el adiestramiento para una operación relámpago que iniciara la guerra contra el enemigo, como que los políticos habían decidido que ésta tuviera lugar el lunes.
Sin pensarlo demasiado, siguieron su impulso de pasar juntos en la finca de otras veces el último fin de semana de paz. La superioridad sobre el enemigo era indiscutible, pero a saber cuánto tiempo tendrían que esperar para la próxima francachela. Unos pocos meses atrás, ninguno de los cuatro hubiera pronosticado que decidiría pasar con los otros momentos como ésos. Y, sin embargo, allí estaban. Nada une tanto como un disparate común.
No todos los días se está al borde de una guerra. ¿Cómo iba a poder pensar en otra cosa? Toda la información de los servicios secretos llevaba a la conclusión de que la contienda estaría bien encaminada desde el primer momento gracias a la gigantesca sorpresa que el ataque iba a suponer para ellos. Pensaba en aquello de un modo aséptico. La aparente facilidad no mitigaba su voluntad sin matices de cumplir con su deber.
Cuando regresó a la casa, todos sus ocupantes estaban desayunando. ¿Dónde cojones estabas, Tejada?, le preguntó uno de ellos al verle atravesar la puerta de la cocina. Le contestó elevando el dedo corazón de la mano derecha mientras sonreía y caminó lentamente hasta la cafetera. Le supo tibio como el olvido, pero se abstuvo de decir nada en contra de un café que, al fin y al cabo, le había llovido del cielo.
Debido seguramente a sus años de entrenamiento castrense, les pareció natural pasar la resaca corriendo por deporte, pero la mirada que vieron en los ojos del octogenario con el que se cruzaron cuando apenas llevaban cien metros de recorrido dejó bien a las claras que existía una fuerte corriente de opinión contraria. Tejada oía, en su silencio, el ritmo calculado de su respiración, pero ese soniquete no impedía el devenir de su pensamiento. Se vio transportado unos años atrás, cuando entró como cadete en la academia militar (él evocaba en mayúsculas la institución) de Zaragoza. No era capaz de recordar por qué quería ser militar en aquel momento lejano. En ese instante mismo, incluso, se le ocurrían vaguedades para explicárselo a sí mismo. Lo que sí sabía es que era lo que siempre había querido ser.
Desde niño había oído historias sobre el enemigo, pero en los últimos tiempos las noticias de sus atropellos a los nuestros se habían hecho mucho más frecuentes. En otras épocas, estos hechos pasaban casi desapercibidos, pero en ésta los medios de comunicación traían la verdad a todos los rincones del país. La intervención armada era ya una demanda de la sociedad. Una exigencia, decían algunos editoriales, que a él le resultaba indiferente. Estaba entrenado para cumplir con su obligación y es lo que pensaba hacer dijeran lo que dijeran los paisanos en las barras de los bares. Al fin, su monólogo interior quedó interrumpido. Habían alcanzado la cumbre de la Cruz de Lázaro. Los cuatro se vieron empapados de la incontenible euforia que únicamente producen las hazañas que no sirven de absolutamente nada.
La comida fue evolucionando desde una ración colosal de queso a otra de setas y, de ahí, a un guiso de toro. El vino tinto permaneció de invariable compañero. Ideológicamente, eran cuatro gotas de agua. Les separaban pequeños matices pero los exageraban, más que nada, para entretenerse en situaciones como ésa. Pasaron buena parte de la sobremesa metidos en una discusión acerca de ese tipo de detalles. Cuando el mediodía acababa de desaparecer en el bostezo del perro que les observaba, una sentencia salió de la boca de Tejada: como dijo Churchill, el patriotismo no es un deber, el cumplimiento del deber es el patriotismo. Era una técnica de debate que empleaba mucho. Resumía su opinión en una frase, trataba de darle forma de cita y, por último, se la atribuía gratuitamente a Winston Churchill para hacer que fuera mejor acogida por los incautos que la escuchaban. Era un proceder arriesgado, pero lo cierto es que nadie nunca pareció darse cuenta de aquel tocomocho. Vete a tomar por el culo, Tejada fue la respuesta que recibió a su aserto justo cuando desfilaron los licores para llevarse a rastras hora tras hora.
Cuando despertó el domingo, quedaban poco más de veinticuatro horas para la hora señalada para el comienzo de la operación según los planes del estado mayor. Es decir, estaba a poco más de veinticuatro horas de lo que los horteras llamarían la hora H. Trató de combatir el mal sabor de boca con pasta de dientes, que introdujo directamente en la boca y que expandió haciendo gárgaras ayudándose de un chorrito de agua del grifo del baño más cercano a su dormitorio. Salió de la casa tratando de hacer el menor ruido posible. Le recibió el frío que mora por el monte a esas horas tan tempranas. Entró en el coche e introdujo en el GPS las coordenadas de la iglesia de los santos Abdón y Senén en Toril.
Todos los datos, gráficos e imágenes que había visto en las últimas semanas estaban vivos en su cabeza. No obstante, le acompañaban ahora en el interior de una carpeta en el asiento del copiloto. El trabajo había sido muy intenso en su unidad. A veces hay que ayudar al río a que se encauce con ingeniería. Eso habían hecho. No habían inventado nada. Todo el contenido respondía a la infame realidad del enemigo. Lo único que había hecho la unidad era narrar los acontecimientos de forma más fácilmente comprensible para nuestros compatriotas y para el resto de la comunidad internacional. Ése era el trabajo de la unidad: explicar. Si un hecho se estaba produciendo a espaldas del mundo, ellos recreaban una situación idéntica ante una cámara y distribuían el vídeo o la fotografía para darla a conocer. Nada más.
La unidad había recibido la felicitación de todos sus superiores. Consideraban que su labor había sido básica para mostrar al pueblo que sobraban los motivos para la guerra. Sólo quedaban veinticuatro horas. No se había producido ni una sola filtración. De haberla habido, sin efecto sorpresa, la invasión hubiera tenido que ser descartada. Tejada nunca había creído que pudiera mantenerse el secreto tanto tiempo.
Cuando apagó la radio para bajar del coche estaba sonando Masculino singular. Cerró la puerta y empezó a caminar con la carpeta en la mano. En la puerta de la iglesia, le esperaba ya el redactor del diario El Tesón. Le acercó la carpeta y, cuando se marchaba, le recordó que todo debía destaparse esa misma mañana. Tejada se alejó de allí a veinte por hora. Había tirado una victoria segura por la borda, pero en el fondo de ese mar no había ni un rastro de derrota. Había estado temiendo que, cuando llegara el momento de cumplir su deber de evitar esa barbaridad, pudiera sentirse un traidor. Al contrario. Se dio cuenta de que aquello era lo más cerca que iba a estar nunca de ser un héroe de guerra.
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