Hizo preocupado
el camino hasta el espejo.
Al llegar, comprobó
en su rostro de cristal
que lo que había visto
en el mismo sitio
cinco minutos antes
no había sido producto
de un efecto óptico.
Efectivamente,
su propia barbilla,
su propia nariz,
su propia boca
habían dejado de ser
lo que habían sido
hasta unos días antes.
Ahora, sumaban
las facciones de un hombre
Efectivamente,
su propia barbilla,
su propia nariz,
su propia boca
habían dejado de ser
lo que habían sido
hasta unos días antes.
Ahora, sumaban
las facciones de un hombre
que no quería ser.
Qué hacer era la pregunta
que no hubiera tardado
en responder el cerebro
al que estaba acostumbrado.
Sin embargo, esa tarde
su cabeza era incapaz
de emitir señal alguna
del camino que debía seguir
para escapar de la niebla.
Ni siquiera tenía sitio
para la esperanza
de encontrar la salida
ni dedicando a ello
el resto de su vida.
Ya no creía en él,
en tres semanas
había perdido diez Kilos
de confianza.
Se hacían las ocho
cuando tropezó
con una mesita
que, aun llena de objetos,
estaba completamente vacía.
El contacto con su rodilla
hizo que el mueble
escupiera al suelo la fotografía.
Sí, la fotografía de ella
con el rictus, ya perpetuo,
y los ojos quemados de negro.
Entonces, comprendió.
Ya no volvería a ver más
a través de la mirada
de esa mujer
su propia barbilla,
su propia nariz,
su propia boca,
su propio cerebro.
La soledad no era temer
que ella se hubiese ido
para siempre,
la soledad era saber
que él mismo
ya no iba a volver jamás.
Qué hacer era la pregunta
que no hubiera tardado
en responder el cerebro
al que estaba acostumbrado.
Sin embargo, esa tarde
su cabeza era incapaz
de emitir señal alguna
del camino que debía seguir
para escapar de la niebla.
Ni siquiera tenía sitio
para la esperanza
de encontrar la salida
ni dedicando a ello
el resto de su vida.
Ya no creía en él,
en tres semanas
había perdido diez Kilos
de confianza.
Se hacían las ocho
cuando tropezó
con una mesita
que, aun llena de objetos,
estaba completamente vacía.
El contacto con su rodilla
hizo que el mueble
escupiera al suelo la fotografía.
Sí, la fotografía de ella
con el rictus, ya perpetuo,
y los ojos quemados de negro.
Entonces, comprendió.
Ya no volvería a ver más
a través de la mirada
de esa mujer
su propia barbilla,
su propia nariz,
su propia boca,
su propio cerebro.
La soledad no era temer
que ella se hubiese ido
para siempre,
la soledad era saber
que él mismo
ya no iba a volver jamás.
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