sábado, 23 de mayo de 2020

LOS CUENTOS DE ÉDGAR

Llevaba tres días en Santiago Atitlán cuando conseguí, por primera vez allá, que estar sentado en el váter me resultara productivo. La cerrazón que ahora terminaba había tenido causa en una pluralidad de factores, relacionados con el traslado a un lugar tan diferente y lejano, que Marina, mi mujer, me había detallado cada vez que me lamentaba de mi condición de víctima del estreñimiento. A mí la explicación, además de indiferente, me resultaba confusa pero a Marina, la doctora Cuevas, debía parecerle obvia.         

Yo formaba parte del equipaje que Marina había traído desde Oviedo. Ella tenía el detalle de hacerme saber con frecuencia que no me consideraba así, pero yo me veía como un trasto inútil. No sé, venir a Sololá a combatir la desnutrición infantil y arrastrar a un marido en paro me parecía que era cargar un peso innecesario. No sé.

Accioné el mecanismo universal de la cisterna, me lavé las manos, las sequé y recorrí el corto camino hacia la sala de estar. Encima de la mesa me esperaba paciente el portátil sosteniendo, en el tiempo irreal de su pantalla, la bandeja de entrada de una de mis cuentas de correo electrónico. F5 y el puto ordenador como quien oía llover. Ni una mínima variación en la imagen que mostraba.

En aquel momento tenía pendientes de próxima, casi inmediata, resolución dos concursos de relatos y tres de poemas. Traté de explicarme ese silencio de una manera alternativa a la que más razonablemente podía explicarlo: que aquello no le interesaba a nadie, por muy difícil (imposible) de entender que a mí me resultara. Pero me había mentido tantas veces que fui incapaz siquiera de escucharme. 

Fíjate que perder mi empleo en el banco no me causó ni un rasguño en la autoestima. Me lo tomé con deportividad y, más o menos, ale, a otra cosa... Nos ha jodido, pensarás y no te quito la razón, qué fácil es no ponerse nervioso teniendo al lado el sueldo de Marina pero, en fin, sea por lo que sea, aquello no me movió un pelo y, en cambio, esa ausencia constante de respuesta a todo lo que había venido escribiendo durante años, de pronto, me perseguía acosando incluso las zonas menos sensibles de mí.

Después de tanto tiempo, fui a darme cuenta de que siempre había estado mudo. Una voz que no logra ningún eco no es que no se oiga, es que no es voz. Mi obra vivía un piso por debajo del fracaso y yo sentí que tuve que haber muerto de bochorno hace años. Sin embargo, ahí estaba vivito y tratando de hacer rima jotabé. Me desprecié como nunca antes. No por ir por todas partes mendigando un elogio, cosa que ya daba asco, sino por ser incapaz de obtenerlo. Cerré a toda prisa mi correo electrónico vacío y me quedé frente a la última entrada de mi blog. Al verme ante los dos últimos versos que había escrito el día anterior tuve que enfrentarme a las ganas de vomitar más justificadas que había tenido en la vida.

Era demasiado temprano para hacerlo, pero decidí calmar las náuseas con una cerveza y dos cigarros. ¿O fue al revés? Fuera como fuese, al menos, sirvió para generar las endorfinas necesarias para salir de la casa. Estuve con Marina poco más del tiempo necesario para entregarle la documentación que me había pedido. Algo para el visado, creo recordar. Al volver a la calle, arrastraba los pies y estoy seguro de que eran más pequeños que antes de entrar. Todo yo era aún más pequeño a mis ojos por comparación con la tarea que mi mujer estaba llevando acabo. El orgullo que sentí no impidió que se hiciera la luz en la breve oscuridad en que la dosis matutina de alcohol había envuelto mi propia mediocridad.

Unas cuadras más allá, llegué a una canchita donde siete u ocho patojos jugaban al fútbol con el cadáver de una pelota. Me quedé mirando atraído por el poder hipnótico del balón. No transcurrió mucho tiempo hasta que, poco a poco, los niños se fueron marchando. Todos menos el de la camiseta verde, que vino hacia mí y me preguntó por qué fumaba. Como no existe respuesta para esa pregunta, me apresuré a cambiar el tema de la conversación y le dije que había hecho un partidazo. La reacción de su rostro a mis palabras me mostró que, a diferencia de mí, él no era de los que van mendigando los elogios, así que le maticé que lo que quería decir es que había sido un partidazo para su edad. Diez años dijo que tenía y, quizá para demostrarlo, salió corriendo para terminar la charla como si tal cosa. Esa mañana no supe que se llamaba Édgar.

Me dijo su nombre al día siguiente. Había vuelto a quedarme mirando jugar a los chavales cuando pasé por la canchita al volver de la ferretería. Esta vez fui yo quien me acerqué a él para felicitarle por el gol que había metido en el último minuto del partido. Sonrió levemente y se acercó a recoger la camiseta que se había quitado para que hiciera las veces de poste de una de las porterías. Me di cuenta de que, junto a ella, se llevaba un libro que había estado debajo de la prenda en lo que había durado su rol de poste. Le pregunté por el título. Con un movimiento, me enseñó la portada. El brujo serrano. Aburrido, sentenció. No puede ser. Yo conozco al brujo serrano y es un tipo verdaderamente divertido. Ya, claro. No lo conoces y es aburrido. Te juro -siempre lo hago en vano- que le conozco y lleva una vida trepidante. Pues este libro es un rollo. Eso es culpa del que ha escrito el cuento, que no sabe. ¿Y tú qué sabes? Yo soy escritor, Édgar.

No hubiera tenido huevos para decirle esa frase a nadie que no fuera un pendejo de diez años y, aun así, al hacerlo me ruboricé lo más disimuladamente que pude. En honor a la verdad, él no pidió nada pero dejé la canchita sabiendo que no iba a ser capaz de hacer otra cosa hasta que tuviera escrito un cuento sobre el brujo serrano que limpiara la imagen que Édgar tenía de él. Con él, me presenté otra vez allí al día siguiente. Me costó, no creas, conseguir dejar los tres folios en sus manos. Fijó la vista con cierta pereza en el papel y empezó a mover las pupilas y los labios en silencio. Se le cayeron pequeñas sonrisas sobre algunos momentos de la lectura y, colorín colorado, una más grande al terminar. Creo que no tienes duda sobre qué respondí cuando me preguntó si tenía más cuentos.

Como si me hubieran crecido nuevas manos, me puse a escribir. El niño junto al río, El diente perdido, La bicicleta mágica, El maestro del mar, La pintora de calor, El misterio de la barba, La casa de las fiestas, La azotea de Mónica... y otras frutas de aquel tiempo fueron desprendiéndose de mi puño y letra a lo largo de los tres meses del verano intransigente de Guatemala.

La tarde en que escribí Los campeones de la copa rota estaba lleno de la euforia (incluso llegué a sorprenderme murmurando la melodía de un villancico a pesar de que la navidad hacía mucho que había sido purgada de la nomenclatura del calendario) que sólo conocen los que han estado buscando una palabra y creen haber dado con ella. El mundo brotaba de mi alegría y, como su hijo incontrolable, en la calle sonó el sonido exuberante de un petardo seguido del griterío de la gente que se afloja el nudo de la cordura. La tarde en que escribí Los campeones de la copa rota estaba lleno de la euforia de quien cree haber encontrado exactamente la palabra que su lector tenía en la punta de la lengua.

A la mañana siguiente pagué mi impaciencia con la soledad. Llegué demasiado pronto a la canchita y allí no había ninguno de los niños habituales. Ni ellos ni nadie, la verdad. Nadie apareció a pesar de que las manecillas del reloj no escatimaron esfuerzos en hacer lo de siempre. De pronto, me preocupó la imagen poco favorecedora que ofrecería mi estampa de gallego talludito parado solo en una instalación de uso claramente infantil. Como sabes, el hospital de Marina estaba cerca, así que decidí ir a saludarle, dejar pasar un rato, y volver más tarde.

Nada más cruzar la puerta, vi a Marina trotando por el vestíbulo de recepción hacia un pasillo que no respondía ningún interrogante. Dije su nombre con voz suficiente, se volvió hacía mí, me miró con sorpresa y me hizo un gesto que interpreté, a la vez, como una declaración de imposibilidad de verme y una promesa de regresar pronto. Todo eso saqué de un solo gesto de la mano derecha. Así de listo es uno.

Efectivamente, volvió tres o cuatro minutos después. A la vez que besaba mis labios, me explicó que tenía mucho trabajo. Sin darle tiempo a decir nada más, un hombre vestido con una bata blanca dotada de un bordado azul en el pecho que le identificaba como el doctor Zarco, le abordó por la espalda y le dijo al oído que el niño había fallecido. Esa frase hizo caer sobre mí todo el frío del que había conseguido huir en toda mi existencia anterior, a pesar de que aún faltaban unas horas para que me enterara de que ese médico estaba hablando de Édgar y de que había muerto en la explosión de la cocina de gas de su casa y a pesar de que aún faltaban unos días para que un perito reflejara en un informe que el estallido se debió a un fallo en la instalación cuya resolución hubiera costado unas pocas decenas de euros. Todavía estuve unas semanas más en Santiago Atitlán. Pensé en darle a sus padres los cuentos que escribí como una especie de homenaje pero, cuando me dirigía a hacerlo, se me cayó la cara de vergüenza. Todavía hoy escribo de vez en cuando, pero nunca más he vuelto a tomar parte en un premio literario.

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