cuando monstruos cobardes con mi nombre nos separan.
Alcanzo a ver mis huellas sobre la llave que gira
para encerrar mi corazón en la tormenta.
Se mueve el suelo bajo mi sueño de caminar
y un perro de helio me ladra cuando despierto.
También las máquinas generadoras de la primavera
saben que mi ser se sostiene únicamente ya
en las cosas que no soy por serlas demasiado.
Corre como un secreto a voces
que la luna detesta a los lunáticos
pero mi caso es el de los labios
que asesinaron a su boca.
Cómo no iba a perderme si jamás
había estado tan distante de la bondad.
Aquel día mi cadáver apareció repartido
entre las páginas de un libro
y la voz que ya no oías
rompió todos los espejos de mi garganta.
Durante setecientos sesenta y seis días
deseé que te definieras
con aquellas exactas palabras
y, sin embargo, no supe más que incendiar
el único puente que llevaba
al hombre que había salvado de mí mismo.
La culpa no agarra en estos jardines.
Por aquí abundan los bosques de desolación
donde el ave inanimada vuelve a morirse.
Pero ni siquiera esa muerte repetida
termina con el dolor de los abrazos amputados.
Cuando se hace de noche, nada ha terminado
para las flores enfermas de luz del día.
La rosa precisa decirle al sol,
en idioma de estrella, que es él quien
distingue de la sombra su existencia
mientras el silencio fluye en sondas de quimioterapia.
No lo sabían. Nadie dijo a los ríos
que el mar desemboca en un callejón sin salida.
Tras el impacto de las olas,
bajan gotas de este mismo instante por el muro.
Tú y yo, inciertos porque verdaderos,
huimos del rencor de una unidad de tiempo.
No lo sabía. El mar nunca supo
que aquellos dos ríos se querían.
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