Terminó
la consulta con un caso de bradicardia. Simpatizaba con los pacientes que
presentaban esta característica. Su padre y su mejor amigo la tenían también.
Llegó al aparcamiento. Subió al coche. La radio informó de la caída del
gobierno italiano hasta que el sonido del teléfono la interrumpió y fue
sustituida por la voz de Barros, que entraba a través del dispositivo manos
libres.
Barros,
antiguo sacerdote que dejó el ministerio para casarse (y divorciarse seis meses
después) con una feligresa, era su vecino. Justificó su llamada en que había
golpeado su puerta varias veces sin resultado. El cartero, otra vez, había
confundido los buzones y había dejado en el de Barros una carta para él. Dejó
constancia, innecesaria como toda la llamada, de que la introducía en su casa
por debajo de la puerta y colgó.
Llevaba
un rato en la ducha cuando recordó la monserga de Barros. Supuso que habría
pisado el sobre al entrar sin reparar en él. Aún vestido de gotas, lo abrió
para descubrir que encerraba un tríptico publicitario. Sólo ese pobre infeliz
podía pensar que, a estas alturas, se comunicara algo importante por carta.
Donde sí encontró algo que llamó su atención fue en la bandeja de su correo
electrónico al abrirlo tras el intrascendente episodio epistolar.
El asunto
del email era Fin de semana de singles en
Salamanca. Leyó muy por encima las condiciones antes de inscribirse porque,
aunque no había asistido a ningún evento de ese tipo, hace tiempo que tenía
decidido aceptar la primera propuesta similar que le realizaran. Ni siquiera la
precipitación, era jueves y la cita era al día siguiente, le hizo dudar.
No voy
relatar lo acontecido hasta las nueve de la noche del viernes por no violar el
derecho a la intimidad de sus pacientes más de lo estrictamente necesario. A
esa hora, salió en coche hacia Salamanca provisto de una pequeña maleta y una
emoción íntima de la que le hubiera sido muy difícil explicar su naturaleza.
No tardó
en dedicar su pensamiento a la preparación de una táctica para el fin de
semana. En esa época del año ya era noche cerrada, por lo que sus ideas se
cruzaban continuamente con los faros de los vehículos que circulaban en sentido
contrario. Sin embargo, eso no les impedía avanzar. Se le acumulaban en la
mente frases que aplicar según las distintas circunstancias en las que pudiera
verse envuelto, temas de conversación en que pudiera sentirse cómodo y pautas
de comportamiento que le acercaran al objetivo.
¿Cuál era
el objetivo? Ni que decir tiene que el sexo siempre lo es, pero no exclusivamente.
Buscaba algo más. ¿Amor? Mucho pedir. ¿Amistad? ¿Compañía? No se respondió.
Había temas, delicados como ése, que no trataba consigo mismo. Además, sintió
en el estómago un retortijón de dimensiones gigantescas. Un hachazo del
intestino que le dobló como al olmo viejo y le dibujo un riptus penoso en la
cara. Duró unos segundos y, después, el dolor se apagó lentamente como una vela
triste de cumpleaños dejando paso, primero, al alivio y, poco después, al tedio.
Y, junto
al tedio, la lluvia. El cristal se llenó de sus impactos. Accionó los limpia
parabrisas y la contemplación de aquella imagen, la psicología podrá explicar
por qué, le llevó al tiempo en que iba al cine con su hermana todos los
miércoles. Lo llamaban el día del espectador los empresarios de las salas de
proyección. Ellos lo llamaban... No llegó a evocar el nombre. Se
interpuso un retortijón todavía más terrible.
Lo que le
acosaba por dentro estaba a punto de tirar la puerta abajo y salir. Él contrajo
el esfínter con todas sus fuerzas dispuesto a resistir. Notó enseguida que dos
lágrimas se dirigían a lanzarse por el balcón de sus ojos. Llegó a pensar en
capitular y, entonces, milagrosa, se materializó cercana un área de servicio.
El
aparcamiento estaba desierto. Es difícil correr encorvado y con el culo
apretado pero lo consiguió y llegó al pequeño edificio, también completamente
vacío, que era a la vez cafetería, tienda de alimentación y quiosco de
prensa. Cruzó la puerta abierta, alcanzó el cuarto de baño y se derramó estruendosamente
en el inodoro.
Una vez
recorrido el camino que va del padecimiento al alivio, accionó la cisterna y
salió. Al hacerlo, se encontró el negocio múltiple completamente a oscuras. Un
apagón, pensó inicialmente, pero se dio cuenta de que era mucho peor, aunque no
lo confirmó hasta que se acercó a tientas a la puerta y comprobó que estaba
cerrada. Un mazazo de incredulidad le aplastó el ánimo. ¿Qué había pasado? Su
reloj y un pequeño cartel en la puerta le respondieron por cortesía de la luz
desprendida de una farola. Aquello cerraba a las diez y eran las diez y trece.
Estaba claro que había entrado en pleno proceso de cierre sin que el cancerbero
reparase en su presencia y se había quedado preso de aquel sinsentido.
Empezó a
agitar el pomo de la puerta. Lentamente, primero. Deprisa, después.
Frenéticamente, por último. De ahí, las manos viajaron desesperadas a la
cabeza. A continuación, repitió este viaje manual un invierno de veces, hasta
que necesitó palparse los bolsillos. El teléfono móvil se había quedado en el
coche en su precipitado descenso y, aunque la buscó como si de un antídoto se
tratara, no halló allí una línea fija. Gritó pidiendo ayuda con idéntico
resultado. Salió basura de su boca y golpeó con fuerza el mostrador como si
aquello tuviera algún objeto.
Inspirado por la necesidad, llegó a reunir cuatro planes
de fuga en un santiamén. Tres de ellos quedaron descartados en cuanto los pensó
dos veces. La única opción de salir de allí era golpear la puerta de cristal
con algún objeto con la contundencia necesaria para romperla. Se le hicieron
visibles dos pegas: que pudiera haber cámaras y que sonara alguna alarma al
reventar la puerta. El primer problema lo resolvió encontrando el dispositivo
de vídeo, sacando el disco y partiéndolo con facilidad. Tras ello, el dilema de
si había o no alarma le pareció absurdo puesto que, si la había, quién demonio
iba a oírla.
Así, arrojó con furia montecristiana un extintor contra
la puerta y, al romperse en la medida suficiente para cruzarla, salió de allí
por piernas bajo, efectivamente, el sonido de una alarma perfectamente inútil.
Se acercó al coche en el estado de euforia del evadido y pulsó la llave de
apertura a unos metros de distancia. ¿Cuántos? Muy pocos, pero esa distancia le
pareció insalvable cuando surgió un perrazo negro que se dirigía hacia él a
ladrido en cuello. Estalló a correr guiado por el pánico con el can detrás.
Inútil sería explicar qué sentía entonces a los afortunados que nunca se han
visto en una de éstas. Lo que sí debo decir es que logró alcanzar una velocidad
que, de largo, supuso una plusmarca personal que le permitió alcanzar la
valla que separaba el aparcamiento del ¿bosque? ¿monte? Lo único claro es que
se trataba de terreno rústico y que cayó de golpe sobre él al saltar la valla
en dos tiempos.
Desde el suelo, vio cómo el perro trataba de saltar el
obstáculo, enardecido por la persecución. De momento, no tenía éxito, pero
temía con fundamento que, en una de ésas, lo consiguiese. Así que resolvió
poner tierra de por medio y se alejó de allí al trote y entre sollozos. Fue una
huida necesaria que le llevó a una situación menos acuciante pero igualmente
hija del terror. Avanzar a oscuras por aquel terreno, a merced de ruidos de
origen indescifrable para él hizo que su cuerpo empezara a temblar sin control.
Periódicamente, escuchaba movimientos entre los arbustos cercanos. No podía ver
prácticamente, pero por la vía del oído se le estaba escapando la vida. La
noche se desgarró cuando notó unas fuertes pisadas entre unas ramas vecinas y
vomitó. Nada salió de allí. Nada pasó y se fue arrastrando aquel sabor.
Unos ratos trotaba, otros caminaba o avanzaba hacia quién
sabía dónde de rodillas. Llevaba una eternidad deshaciéndose en aquel éxodo,
pero el amanecer debía estar aún en otra parte del mundo y no lo encontraba. El
camino terminó para él cuando debajo de una de sus pisadas sólo encontró vacío y
se precipitó desde una altura que rondaba el metro. Cayó de bruces. Quedó
tendido boca abajo en el suelo. La pituitaria se le llenó de tierra. Una vez
más, lloró. Ahora, a borbotones durante veinte minutos hasta que acabó por
quedarse dormido.
Despertó bruscamente. Tanto que en otras circunstancias
el espasmo hubiera parecido fingido. Una vez que consiguió ponerse vertical,
retomó la marcha en una dirección aleatoria. Su situación seguía siendo
comprometida pero la luz del día trajo sosiego y, después de lo que había
experimentado, la atmósfera se le hizo respirable. Tratar de orientarse hubiera
sido perder el tiempo. Jamás tuvo la menor capacidad espacial. Lo mejor era
moverse porque, simplemente, quedarse quieto parecía peor.
No tuvo ninguna sensación de estar acercándose a terreno
habitado. No percibió nada que le hiciera suponerse en el buen camino y, de
pronto, sin embargo, tras unas ramas, se hizo visible una carretera. Arrancó a
correr emitiendo extraños sonidos a través de los que empezó a llover un
éxtasis irrefrenable. Estuvo dos veces a punto de abrazarse a sí mismo cuando
llegó al arcén de la vía. En los quinientos metros que recorrió por él se cruzó
con tres coches. Sus ocupantes le miraron estupefactos, pero nadie le ofreció
ayuda ni él la pidió. Tras una rotonda, alcanzó las afueras de una ciudad. No
supo que se trataba de Salamanca hasta que se topó con un edificio imponente
coronado por un letrero elegante que rezaba Hotel Castilla. Junto
a su puerta, un soporte publicitario sostenía un mensaje claro y rotundo. Fin
de semana de singles. Junto al hotel, se ubicada una franquicia de
artículos del hogar que le resultó familiar. Buscó dinero en sus bolsillos y
subió la apuesta.
Tras lanzar su ropa impregnada de vómito, sangre y barro
a un contenedor, se dirigió, en calzoncillos y portando una toalla amarilla que
había adquirido en la franquicia de marras, hacia el hotel. Justo antes de
entrar en él, abordó a una mujer depositando dos besos en sus mejillas.
Se presentó. Ella le dijo que se llamaba Itziar. Era una de
las solteras del evento, como él suponía. Justificó su ausencia la noche
anterior en el cansancio causado por la semana laboral y su indumentaria en que
se dirigía a la piscina climatizada. No sabía si el hotel disponía de una, pero
ella no lo discutió. Cardiólogo, respondió él cuando ella preguntó cuál era el
trabajo que le tenía tan cansando. Ella confesó conocer el gremio porque tenía
bradicardia. Él supo que su suerte había cambiado.
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