viernes, 11 de octubre de 2019

LA CARTA DE BARROS

Terminó la consulta con un caso de bradicardia. Simpatizaba con los pacientes que presentaban esta característica. Su padre y su mejor amigo la tenían también. Llegó al aparcamiento. Subió al coche. La radio informó de la caída del gobierno italiano hasta que el sonido del teléfono la interrumpió y fue sustituida por la voz de Barros, que entraba a través del dispositivo manos libres.

Barros, antiguo sacerdote que dejó el ministerio para casarse (y divorciarse seis meses después) con una feligresa, era su vecino. Justificó su llamada en que había golpeado su puerta varias veces sin resultado. El cartero, otra vez, había confundido los buzones y había dejado en el de Barros una carta para él. Dejó constancia, innecesaria como toda la llamada, de que la introducía en su casa por debajo de la puerta y colgó.

Llevaba un rato en la ducha cuando recordó la monserga de Barros. Supuso que habría pisado el sobre al entrar sin reparar en él. Aún vestido de gotas, lo abrió para descubrir que encerraba un tríptico publicitario. Sólo ese pobre infeliz podía pensar que, a estas alturas, se comunicara algo importante por carta. Donde sí encontró algo que llamó su atención fue en la bandeja de su correo electrónico al abrirlo tras el intrascendente episodio epistolar.

El asunto del email era Fin de semana de singles en Salamanca. Leyó muy por encima las condiciones antes de inscribirse porque, aunque no había asistido a ningún evento de ese tipo, hace tiempo que tenía decidido aceptar la primera propuesta similar que le realizaran. Ni siquiera la precipitación, era jueves y la cita era al día siguiente, le hizo dudar.

No voy relatar lo acontecido hasta las nueve de la noche del viernes por no violar el derecho a la intimidad de sus pacientes más de lo estrictamente necesario. A esa hora, salió en coche hacia Salamanca provisto de una pequeña maleta y una emoción íntima de la que le hubiera sido muy difícil explicar su naturaleza.

No tardó en dedicar su pensamiento a la preparación de una táctica para el fin de semana. En esa época del año ya era noche cerrada, por lo que sus ideas se cruzaban continuamente con los faros de los vehículos que circulaban en sentido contrario. Sin embargo, eso no les impedía avanzar. Se le acumulaban en la mente frases que aplicar según las distintas circunstancias en las que pudiera verse envuelto, temas de conversación en que pudiera sentirse cómodo y pautas de comportamiento que le acercaran al objetivo.

¿Cuál era el objetivo? Ni que decir tiene que el sexo siempre lo es, pero no exclusivamente. Buscaba algo más. ¿Amor? Mucho pedir. ¿Amistad? ¿Compañía? No se respondió. Había temas, delicados como ése, que no trataba consigo mismo. Además, sintió en el estómago un retortijón de dimensiones gigantescas. Un hachazo del intestino que le dobló como al olmo viejo y le dibujo un riptus penoso en la cara. Duró unos segundos y, después, el dolor se apagó lentamente como una vela triste de cumpleaños dejando paso, primero, al alivio y, poco después, al tedio.

Y, junto al tedio, la lluvia. El cristal se llenó de sus impactos. Accionó los limpia parabrisas y la contemplación de aquella imagen, la psicología podrá explicar por qué, le llevó al tiempo en que iba al cine con su hermana todos los miércoles. Lo llamaban el día del espectador los empresarios de las salas de proyección.  Ellos lo llamaban... No llegó a evocar el nombre. Se interpuso un retortijón todavía más terrible.

Lo que le acosaba por dentro estaba a punto de tirar la puerta abajo y salir. Él contrajo el esfínter con todas sus fuerzas dispuesto a resistir. Notó enseguida que dos lágrimas se dirigían a lanzarse por el balcón de sus ojos. Llegó a pensar en capitular y, entonces, milagrosa, se materializó cercana un área de servicio.

El aparcamiento estaba desierto. Es difícil correr encorvado y con el culo apretado pero lo consiguió y llegó al pequeño edificio, también completamente vacío, que era a la vez cafetería,  tienda de alimentación y quiosco de prensa. Cruzó la puerta abierta, alcanzó el cuarto de baño y se derramó estruendosamente en el inodoro.

Una vez recorrido el camino que va del padecimiento al alivio, accionó la cisterna y salió. Al hacerlo, se encontró el negocio múltiple completamente a oscuras. Un apagón, pensó inicialmente, pero se dio cuenta de que era mucho peor, aunque no lo confirmó hasta que se acercó a tientas a la puerta y comprobó que estaba cerrada. Un mazazo de incredulidad le aplastó el ánimo. ¿Qué había pasado? Su reloj y un pequeño cartel en la puerta le respondieron por cortesía de la luz desprendida de una farola. Aquello cerraba a las diez y eran las diez y trece. Estaba claro que había entrado en pleno proceso de cierre sin que el cancerbero reparase en su presencia y se había quedado preso de aquel sinsentido.

Empezó a agitar el pomo de la puerta. Lentamente, primero. Deprisa, después. Frenéticamente, por último. De ahí, las manos viajaron desesperadas a la cabeza. A continuación, repitió este viaje manual un invierno de veces, hasta que necesitó palparse los bolsillos. El teléfono móvil se había quedado en el coche en su precipitado descenso y, aunque la buscó como si de un antídoto se tratara, no halló allí una línea fija. Gritó pidiendo ayuda con idéntico resultado. Salió basura de su boca y golpeó con fuerza el mostrador como si aquello tuviera algún objeto.

​Inspirado por la necesidad, llegó a reunir cuatro planes de fuga en un santiamén. Tres de ellos quedaron descartados en cuanto los pensó dos veces. La única opción de salir de allí era golpear la puerta de cristal con algún objeto con la contundencia necesaria para romperla. Se le hicieron visibles dos pegas: que pudiera haber cámaras y que sonara alguna alarma al reventar la puerta. El primer problema lo resolvió encontrando el dispositivo de vídeo, sacando el disco y partiéndolo con facilidad. Tras ello, el dilema de si había o no alarma le pareció absurdo puesto que, si la había, quién demonio iba a oírla. 

Así, arrojó con furia montecristiana un extintor contra la puerta y, al romperse en la medida suficiente para cruzarla, salió de allí por piernas bajo, efectivamente, el sonido de una alarma perfectamente inútil. Se acercó al coche en el estado de euforia del evadido y pulsó la llave de apertura a unos metros de distancia. ¿Cuántos? Muy pocos, pero esa distancia le pareció insalvable cuando surgió un perrazo negro que se dirigía hacia él a ladrido en cuello. Estalló a correr guiado por el pánico con el can detrás. Inútil sería explicar qué sentía entonces a los afortunados que nunca se han visto en una de éstas. Lo que sí debo decir es que logró alcanzar una velocidad que, de largo, supuso  una plusmarca personal que le permitió alcanzar la valla que separaba el aparcamiento del ¿bosque? ¿monte? Lo único claro es que se trataba de terreno rústico y que cayó de golpe sobre él al saltar la valla en dos tiempos.  

Desde el suelo, vio cómo el perro trataba de saltar el obstáculo, enardecido por la persecución. De momento, no tenía éxito, pero temía con fundamento que, en una de ésas, lo consiguiese. Así que resolvió poner tierra de por medio y se alejó de allí al trote y entre sollozos. Fue una huida necesaria que le llevó a una situación menos acuciante pero igualmente hija del terror. Avanzar a oscuras por aquel terreno, a merced de ruidos de origen indescifrable para él hizo que su cuerpo empezara a temblar sin control. Periódicamente, escuchaba movimientos entre los arbustos cercanos. No podía ver prácticamente, pero por la vía del oído se le estaba escapando la vida. La noche se desgarró cuando notó unas fuertes pisadas entre unas ramas vecinas y vomitó. Nada salió de allí. Nada pasó y se fue arrastrando aquel sabor.

Unos ratos trotaba, otros caminaba o avanzaba hacia quién sabía dónde de rodillas. Llevaba una eternidad deshaciéndose en aquel éxodo, pero el amanecer debía estar aún en otra parte del mundo y no lo encontraba. El camino terminó para él cuando debajo de una de sus pisadas sólo encontró vacío y se precipitó desde una altura que rondaba el metro. Cayó de bruces. Quedó tendido boca abajo en el suelo. La pituitaria se le llenó de tierra. Una vez más, lloró. Ahora, a borbotones durante veinte minutos hasta que acabó por quedarse dormido.

Despertó bruscamente. Tanto que en otras circunstancias el espasmo hubiera parecido fingido. Una vez que consiguió ponerse vertical, retomó la marcha en una dirección aleatoria. Su situación seguía siendo comprometida pero la luz del día trajo sosiego y, después de lo que había experimentado, la atmósfera se le hizo respirable. Tratar de orientarse hubiera sido perder el tiempo. Jamás tuvo la menor capacidad espacial. Lo mejor era moverse porque, simplemente, quedarse quieto parecía peor. 

No tuvo ninguna sensación de estar acercándose a terreno habitado. No percibió nada que le hiciera suponerse en el buen camino y, de pronto, sin embargo, tras unas ramas, se hizo visible una carretera. Arrancó a correr emitiendo extraños sonidos a través de los que empezó a llover un éxtasis irrefrenable. Estuvo dos veces a punto de abrazarse a sí mismo cuando llegó al arcén de la vía. En los quinientos metros que recorrió por él se cruzó con tres coches. Sus ocupantes le miraron estupefactos, pero nadie le ofreció ayuda ni él la pidió. Tras una rotonda, alcanzó las afueras de una ciudad. No supo que se trataba de Salamanca hasta que se topó con un edificio imponente coronado por un letrero elegante que rezaba Hotel Castilla. Junto a su puerta, un soporte publicitario sostenía un mensaje claro y rotundo. Fin de semana de singles. Junto al hotel, se ubicada una franquicia de artículos del hogar que le resultó familiar. Buscó dinero en sus bolsillos y subió la apuesta.

Tras lanzar su ropa impregnada de vómito, sangre y barro a un contenedor, se dirigió, en calzoncillos y portando una toalla amarilla que había adquirido en la franquicia de marras, hacia el hotel. Justo antes de entrar en él, abordó a una mujer depositando dos besos en sus mejillas.


Se presentó. Ella le dijo que se llamaba Itziar. Era una de las solteras del evento, como él suponía. Justificó su ausencia la noche anterior en el cansancio causado por la semana laboral y su indumentaria en que se dirigía a la piscina climatizada. No sabía si el hotel disponía de una, pero ella no lo discutió. Cardiólogo, respondió él cuando ella preguntó cuál era el trabajo que le tenía tan cansando. Ella confesó conocer el gremio porque tenía bradicardia. Él supo que su suerte había cambiado.  



No hay comentarios:

Publicar un comentario