Cago en... Estoy hasta las pelotas del puto...
Nadie, salvo el propio Ismael en el mismo instante de pronunciarla, oye esta frase. Apaga la radio como quien trata en vano de encenderse a sí mismo.
Como todos los días más o menos a esta hora, se ha desbordado el vaso de su capacidad de recibir noticias, opiniones, pronósticos (y un inmenso etcétera que ustedes no tienen la necesidad de imaginar) sobre el virus. Mucho peor que la calamidad le resulta su anuncio constante.
El silencio, la soledad y la desaparición del amor físico no le han llegado, como al resto del mundo, con la pandemia. Mucho antes de que los rostros se cubrieran de mascarillas, él ya integraba el grupo de riesgo de los que están completamente solos. Dar unas cuantas cifras me va ahorrar muchas palabras. Setenta y cinco años de edad. Quince de ellos, viudo. Ningún hijo. Ningún hermano. Nadie cercano con las fuerzas suficientes para sostener el concepto de amigo. ¿Qué ha cambiado en la vida de alguien para el que dos mil veinte empezó el diecisiete de diciembre de dos mil cuatro?
La oscuridad se ha enseñoreado del salón. No es tarde pero es diciembre otra vez y, poco después de comer, el cielo va acabando ya con el día sin esperar a la noche. Ismael, no obstante, no prende la luz de la habitación.
Un movimiento reflejo de su visión periférica le hace saber, sin embargo, que ella, en el edificio de enfrente, sí ha conectado las luces de la salita de estar en la que pasa la mayor parte del día. La cortina deja pasar la claridad que la lámpara ha impuesto en la estancia, pero no permite ver siquiera su silueta de mujer mayúscula.
Ismael se da cuenta de que no la ha visto en todo el día. Bueno, paciencia. Es cuestión de esperar un poco. Es martes y los martes ella siempre hace una tabla de gimnasia a las siete y, siempre que hace una tabla de gimnasia a las siete, lo hace con las cortinas descorridas.
Ismael le da vueltas. Cuál es la razón por la que, cuando practica deporte, ella descorre las cortinas. Sin embargo, de pronto, otro interrogante se interpone. Qué hacer con la ropa de la lavadora que acaba de terminar. Es arriesgado tenderla con semejante amenaza de lluvia en el ambiente, pero el piso no dispone de secadora. Tender o no tender. Hay que decidirse antes de que la ropa mojada acumulada en la lavadora empiece a oler mal y haya que pasar por el trance de rehacer la colada.
Qué demonios, Ismael se dirige resuelto hacia la lavadora. La vacía y se pone a tender de mayor a menor. Primero, sábanas y toalla. Después, el pantalón y la camiseta. Por último, la ropa interior. En fin, mira al cielo pensando que la suerte está echada.
Ismael saca del bolsillo derecho de su pantalón la hojita donde tiene apuntadas las tareas del día y tacha la palabra tender. El único objetivo que permanece en el papel es hacer lista de compra. Ismael tiene decidido salir a comprar mañana, pero quiere aligerar la enloquecida agenda de jubilado solitario que le espera adelantando hoy la confección de la relación de los productos a adquirir. Leche, manzanas, arroz, detergente, cervezas.
Cerveza. No, un martes no es un día en el que beber alcohol pueda resultar admisible pero, vaya, desde que ha dejado el término por escrito, Ismael lanza toda una batería de argumentos para autoconvencerse, primero, de que tampoco sería para tanto tomar una cervecita el segundo día de la semana e, incluso, ahora, de que esa acción tendría indudables efectos beneficiosos sobre su alma y su cuerpo. Cuando tiene razón, tiene razón. Así que saca una lata de la nevera y la introduce en el congelador. En media hora estará lista.
Las seis y cincuenta y tres. Ella descorre las cortinas. Ismael no sabe cómo se llama ni que edad tiene, aunque la sitúa en la horquilla que va de los cuarenta a los cuarenta y cinco años. Lo cierto es que, para la clase de relación que le une a ella, la diferencia de edad es perfectamente irrelevante. Suena el teléfono fijo. Ismael va rápido hacia él. Al descolgar y decir diga, encuentra al otro lado a alguien que dice hablar en representación de una empresa de telefonía móvil y cuelga sin añadir nada más.
Ismael, ya que ha tenido que levantarse, optimiza el esfuerzo dejándose caer por el cuarto de baño y orina con no poca dificultad. Cuando vuelve al salón, ella ha interrumpido su rutina y camina en círculos mientras habla por teléfono. Ismael jamás ha oído su voz pero, siempre que se la imagina hablándole, lo hace con la voz de la actriz que dobló a Robin Wright en La princesa prometida. Ella deja de hablarle al teléfono y lo abandona sobre la mesa pero, después, no retoma el ejercicio. Desaparece de la sala.
Ella no regresa y ya han pasado diez minutos desde que salió. A Ismael le resulta evidente que ha ido a ducharse. La imagina, ya desnuda, en el momento inmediatamente anterior a entrar en contacto con el agua y una tormenta, momentánea y brutal, arrasa la región de su cerebro donde hace un tiempo se generaban las erecciones. El teléfono fijo vuelve a sonar. Ismael corre intrigado hacia él. Al descolgar y decir dígame, encuentra al otro lado a un comercial de una empresa de suministro eléctrico y cuelga sin añadir nada más.
Aunque lleva chándal, Ismael siente la necesidad de ponerse cómodo, es decir, de colocarse el pijama. Con él ya puesto, recorre el pasillo con una pantufla calzada y la otra golpeada por el pie descalzo como si de un balón de fútbol se tratara. Ella no ha vuelto a correr la cortina y puede contemplarla tumbada en el sofá mirando al frente. Ismael prueba todas las perspectivas desde su ventana pero su mirada no alcanza la televisión que ella, seguro, tiene delante. La idea de Ismael era proyectar el mismo programa que ella pero...
Tiene que conformarse con situarse en el sofá en la misma posición en que ella lo hace en el suyo. Recorre en orden descendente todos los canales que le ofrece la pantalla hasta detenerse en una película que, a él le parece, habrá sido la elección de ella. No obstante, se aburre enseguida y cambia al partido. El Bayern de Munich y el Hércules de Alicante se juegan el pase a octavos y seguro que ella también querría verlo. Ismael se recuesta abrazándola por poderes a través del cuerpo de un cojín desgastado. Cierra los ojos para intensificar el momento.
Cuando vuelve a abrirlos, son las cinco de la mañana. La tele emite espacios comerciales en serie. La apaga. Ni rastro de la princesa. Ya no compensa deshacer la cama a esas horas. Se queda en el sofá boca arriba. Enciende la radio. Busca en el dial algún agujero del que pueda sacar noticias, opiniones, pronósticos (y un inmenso etcétera que ustedes no tienen la necesidad de imaginar) sobre el virus. Como si le importara. Como si ésa fuera su pandemia.
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