La parábola del niño al que alivian el llanto
dándole ojos capaces
de distinguirte de nuestros semejantes.
La historia del desierto en que doy voces
para que los dioses no tengan
más remedio que escucharte.
El grito de libertad de tus pezones
que rompe la mordaza textil de la mañana.
La voz en sueños que se posa sobre tu clítoris.
El eco del placer
en la fiera salvaje de tu garganta.
El mito de la creación que te flota entre los labios.
La leyenda dactilar que tu mano repite.
La romanza, a sensu contrario, de tu espalda.
El colorín colorado que nos desdice.
La suma de dichos de ti que me relata.
Cuentos que buscan en la basura final feliz.
Folios rotos que aspiran a salir de la papelera.
Palabros que piensan en ti con todas las letras.
Despierta. Hoy es la única oportunidad
que tienes de ver mañana y recordar ayer.
Si es fácil, da la vuelta ya.
No es el camino correcto.
Un verso es la suma de los pasos de la gente
que siente en la misma dirección
porque, antes, se avanza con el corazón
lo que, más tarde, se camina con los pies.
Nadie puede escapar del destino
al que lleva el camino que no se atrevió a tomar.
Donde voy encuentro tus huellas.
Sobre todo en lugares donde no has estado.
Una lágrima es la huida de alguien
a quien nadie sigue los pasos.
¿Y si algún día trae un sol
que enjugue las lágrimas del imbornal?
Los frutos los dan los árboles
que saben escaparse de su alcorque.
El humano es el único animal
que cree que es la piedra la que tropieza con él.
Reconocerás al enano
en que confunde el todo con su parte.
Calla. Las cosas que menos quieres oír
son las que más necesitas escuchar.
Si te define lo que hay bajo tus pies,
ya no seras siquiera la misma palabra.
Vivimos entre dos aceras
enfrentadas en su realidad paralela.
¿Cómo iba a ser capaz de tirar a la basura
un pobre electrodoméstico enamorado?
Si llena la cocina contando sus aventuras.
Si el corazón le palpita sin estar enchufado.
¿Cómo iba a prescindir de buenas a primeras
de esta máquina anciana y bonachona?
Si bate sólo con cuchillas de madera.
Si las frutas le hacen ojitos y las perdona.
¿Con qué valor pongo de patitas en la calle
a este trasto cobardica y malcriado?
Si corre sangre de príncipes por sus cables.
Si vino con un mosqueperro de regalo.
¿Con qué cara voy yo ahora a decirle adiós
a este aparato que soporta las averías
con un par de electrodos?
Si se hizo batidora con tal de no estar solo.
Si está hecho de chatarra como nosotros.
Han pasado treinta y nueve años desde que nací.
Sigo sin pensar jamás en la muerte
pero temo que ella haya empezado a considerarme.
Nada inmediato. Lo que sospecho
es algo así como que haya preguntado
mi nombre a los patógenos que saben todo de mí.
Esta tarde me acuerdo de las playas
que quedaron llenas de sonrisas de mi madre.
Me acuerdo de mi padre cuando era padre de un niño
y de algunas palabras que, entonces,
debería haber dicho a mi hermana.
Esta tarde me acuerdo de la vista de La Tierra
desde las ventanas de mi casa.
¿Dónde va un nueve de agosto
al que destierran del verano?
Espero que tú no te cuentes entre las personas
que conocemos la frialdad de la respuesta.
La conozco, sí. Pero conozco también el mar.
El verdadero mar, el que se ve
al mirar los ojos de un boquerón.
Esta tarde me acuerdo de cuando los actos
no tenían ninguna consecuencia.
De mis manos cuando no habían dicho nunca adiós.
Me acuerdo de cuando miraba al espejo
y me reflejaba exactamente yo.
Esta tarde me he puesto a hablar de mí
porque no quiero tratar ningún tema
que me incumba demasiado.
Noto que, cuando camino por la ciudad,
los árboles plantados en las calles,
pese a que han visto pasar de todo,
se van poniendo tristes a mi paso.
Me ocurren cosas en el corazón
que un chaval de mi edad mental
ni siquiera sospecha que suceden.
Esta tarde me acuerdo de los años
que no eran sólo doce meses de septiembre.
Mañana volveré a ser un hombre joven
que no aparenta los sueños que ha cumplido.
Volveré a ser un perro viejo con cara de niño.
Mañana volveré a mi costumbre
de no rotar sobre mí mismo.
Volveré a la superficie desde las profundidades.
Mañana no recordaré que me has leído
pero esta tarde me acuerdo
de todas las historias que han surgido de tus ojos.
Esta tarde me acuerdo de cuando
todos los caminos eran de peldaños cuesta abajo.
Esta tarde me acuerdo de cuando
el sol no permitía que lloviera en mi cumpleaños.
Feliz aniversario digo,
pero no sale alegría de mi boca.
Porque quiero besar hoy
también los besos de ayer.
Porque ya hemos consumido
cinco dedos de caricias.
Porque ahora sabes que mi alma
no llega a ser un cuerpo.
Porque el tiempo
es una dimensión en ruinas.
Porque no vengo a conmemorar
sino a reincidir.
Porque me niego a pagar con anoche
el precio de mañana.
Porque cada día más
es también un final imperceptible.
Porque no celebro el reloj
sino tu muñeca de agua.
Porque la sangre me corre en sentido contrario
a las manecillas crudas del invierno.
Porque aún me mueve el primer paso.
Porque te ama aún quien ya no soy.
Porque cronometrar la vida
es transigir con el ocaso.
Porque, si aceptamos la lógica del calendario,
antes o después
me volveré una hoja seca,
una naturaleza demasiado muerta
para entender que no existirá ya
un viento que me devuelva
a un octubre en que me quieras.
Mi boca es media verdad. Media solamente
si tus besos no se suman al proyecto.
Creo que imaginas que, al deletrear mi nombre,
sale la secuencia de ADN de un insecto.
Tú sabrás por qué me despierto tan cansado,
pues ostentas la soberanía de mis sueños.
Yo no puedo explicar cómo ha llegado tan lejos
un corazón que da pasos tan pequeños.
Fuera de ti hay un mundo insuficiente,
países enteros caídos de un abrazo.
No te digo que me guste romper a llorar
pero compensa si tú recoges mis pedazos.
Una y otra vez, el problema son los suministros
de oxígeno y sangre cuando estás cerca.
Cuando estás cerca me pones en mi sitio.
Fascinar me hace participio cuando estás cerca.
Les conté a mis hijos la historia de nuestro pueblo,
los deshabitantes del Planeta Tierra.
Me hicieron tres o cuatro preguntas para las que inventé
una respuesta más o menos convincente.
Después, dibujamos algo de merendar
con un rotulador que cambiaba de color
en función del hambre de quien lo utilizara.
A pesar de mirar el cielo desde un lugar mejor,
no dejamos de subrayar sus méritos azules.
Mis hijos se entretuvieron en explicarme
a qué se dedican las estrellas durante el día
con todo lujo de detalle.
Les dejé una sonrisa en las manos
y nos fuimos difuminando poco a poco
a los ojos de quien nos observaba.
No tardamos en llegar al equivalente geográfico
de una palabra que sigue a unos puntos suspensivos.
Allí, nos deshicimos de una pena
que ya nos resultaba francamente molesta.
Antes de cenar, mis hijos se bañaron
en las lágrimas de alegría de mi soledad
y, ya desde la cama, me confesaron con los ojos
que tengo poco peso en la trama de sus sueños.
Al verles tan frágilmente dormidos,
fui consciente de que dependen de mí
para mantener el sustento, el vestido
la higiene, la vivienda y la salud.
Al verles tan frágilmente dormidos,
me di cuenta de que todo eso es nada
si pienso lo que yo les necesito.
Él es un súbdito del reino animal
y ella no piensa dejar de ser flora.
Ella ve el mundo por un ojo que llora
y él mira con un corazón de cristal.
Él lleva tilde porque le cayó del cielo
y ella sobrevivió a mil gomas de borrar.
Ella es la suma del misterio y del hogar
y él, la mitad sin vida de algo medio muerto.
Él se mide en centímetros de tamaño
y ella en otoños de profundidad.
Ella persigue por mar una verdad
y él huye de bruces de un desengaño.
Él caza bestias que nadie más ha visto rugir
y ella recolecta secretos en el pecho.
Ella conoce la humedad de los hechos
y él no sabe que hacer con el cromosoma Y.
No os dieron pies para salir huyendo del amor.
No os dieron boca para hacer lo que habéis hecho con los besos.
No os conocisteis para dejar el mar tal como estaba.
No os dieron corazón para que os quisierais con el cerebro.
No os dieron manos para negarles la vida sobre el otro.
No os mirasteis para echar agua al fuego de los ojos.
No os dieron una canción para romperla en dos silencios.
No os mostraron la luz para vivir en el lado oscuro de vosotros.
No os dieron la alegría para firmar un triste empate.
No os dieron instinto para ponerle un pijama de fuerza.
No os dieron la ciencia para que rezarais a un cerrojo.
No os dieron colores para no ver más que cremalleras.
No os dieron la complicidad para la nada que perpetrasteis.
No os dieron los abrazos para andar faltos de calor.
No os dieron sentido común para sentir por la mitad.
No os dieron pies para salir huyendo del amor.
Todo lo que sé de química es un nombre de guerra.
Heisenberg me enseñó la fórmula de la maldad,
que Nuevo México es mi vieja soledad,
que el amor es una asociación de malhechores,
que conviene cocinar la cruda realidad
para evitar penas mayores.
El presidente Underwood da golpes de estado
con la misma mano que excita a la primera dama.
Es malo, como yo, pero él gana elecciones
donde yo te pierdo porque no me salen los recuentos
de la lechera.
Himno: dícese de la música que pone de los nervios
a las fieras.
Hazles creer que viene el invierno
y verás un muro tapiando cada verano.
Enamorarse debe ser que un bajito
sueñe con ser gigante como un enano.
¿En qué creer cuando la verdad no es más que un sol
que todas las noches cambia de bando?
Besos, y demás cosas que pasan dentro del mar angosto,
te guardo como la meta azul de mi esperanza,
como si no supiera que Francis ha ordenado
que una voz en off me retire la palabra.
Que el último fotograma que vea seas tú,
mientras otro secundario me mata por la espalda.
¿Cómo es posible que en esos lugares
en que hay menos miseria haya tantos miserables?
Gente que pone puertas electrificadas al mar,
gente que separa a los hijos de los padres
en las mismas narices de la estatua de la libertad.
El mundo es propiedad privada
de patriotas garrulos con multinacionales,
ningún lugar será bueno para refugiarse
cuando estalle la paz.
Ninguna salida lleva a ninguna parte
en los cinco continentes del verbo cerrar.
En el cielo del bienestar, las llaves de San Pedro
sólo saben negar a cal y canto el paraíso.
Se busca la cifra de hambrientos necesaria
para que los dígitos de todas las cuentas corrientes
sumen infinito.
Se trata de que los de dentro dilapidemos el refugio.
Que la muerte les vea a ellos y se olvide de extinguirnos.
En ningún olimpo hay sitio para un pobre diablo.
Todas las palabras de su idioma
se traducen como peligro en el nuestro.
Más que los muros, las concertinas o los pinchos,
lo que nos separa es una alambrada de miedo.
Demagogo es quien enarbola
la nación casual de millones de células iguales
para proteger el único color,
no se engañen, que nos importa.
El color cambiante de las monedas estables
y de las promesas rotas,
el color de una raza que no quiere mezclarse
más que con personajes de curso legal,
con genéticas de presencia rentable.
El amor es un ejercicio de cálculo mental
que nos sale de los instintos comerciales
cuando pronunciamos la palabra solidaridad.
Maldito. Maldito. Maldito sea el amor
de los que nos quieren por el signo del erre hache.
Maldito el que grita sálvese quien pueda
sabiendo que sólo él podrá salvarse.
Maldito el que cuenta los cofres del tesoro
de los barcos a los que induce a naufragarse.
Entre las olas, puede verse un pez ya desnudo
al que exigen volver a desnudarse
para permanecer en el océano.
¿Cómo termina un individuo declarado culpable
de venir huyendo de la tormenta?
¿Cómo es posible que, tan lejos de la miseria,
haya tantos miserables?
pero todas las bocas callan en pasado.
Por eso Mario lleva sin hablar de Ana
todos los años que le aprietan el cuello.
Porque los finales, cuanto más definitivos,
son los muertos en que se reencarnan los principios.
Porque las puertas cerradas hasta nunca
dejan, para siempre, en el mismo sitio.
Un sabio definió a Mario una vez
como un hombre distinto cada día
cuya única característica inmutable
es el recuerdo enfermo y vivo de Ana.
Las ruinas de un beso bajo su bigote
completan el retrato de su sangre.
Lo que ha olvidado, como todas las estatuas,
es la causa del desastre.
Al rememorar aquel adiós, se topa con un desierto
en el que los buitres devoran la palabra culpable,
con las lágrimas que fluyen en las venas de su cerebro,
con una mujer de la que hace demasiado tiempo
que no sabe más que enamorarse.
Hoy Mario sueña lo que hará ayer.
Y ese camino lleva a una derrota peor
que la de quien pierde toda esperanza.
Mario, como todos los cadáveres,
se esfuerza en repetir que la vida sigue
mientras mira una foto de Ana cuando nadie le ve.
De los cinco, el único que conserva
es el sentido de la insatisfacción.
Qué inmenso cráter aparece en el pecho de alguien
al que le desaparece todo menos el amor que siente.
Y ese camino lleva a profundidades
a las que ningún mesías redentor desciende.
Del choque diario con su propia pequeñez,
Mario sale hecho un amasijo de versos escritos
en la lengua muerta que una vez habló con Ana.
Poemas que sólo existen cuando su fe ciega los lee.
El suelo de su casa, al retirarse la marea
del acordeón que lleva y trae este naufragio,
aparece lleno de interrogantes que ella
respondió mejor que Mario.
Aún se le desbordan las arterias coronarias.
Aún llora cuando la ve bajar del tren de la memoria.
Por eso Mario nunca habla de Ana.
Por eso Mario tiene la voz del alma rota.
Las pasiones de verano me ocurren en octubre,
viven en las palabras lo que mueren en los besos,
riegan de sangre radical un corazón moderado,
empiezan por el final como un cuerpo desnudo.
Mis pasiones de verano llevan una vida
en los tres meses de tu vientre,
adoptan la forma inhumana de tus pezones,
vierten gotas de mar sobre la piel de un jadeo.
Qué difícil es despertar de un sueño
oyendo a los ojos hablar el idioma de las manos
cuando el cielo trae el solsticio de tus pechos
y la tierra se muere de ganas de tormenta.
Tuvieron que presentarnos para conocerme a mí mismo,
así que, por favor, vuelve a releernos
si no te reconoces en estos versos
porque tuvieron que presentarnos para encontrarme conmigo.
Los botones de tu camisa son agentes del invierno
que no conciben los dedos más que para escribir derrotas.
Pero nada pueden contra las dos mitades de un incendio,
contra dos realidades que comparten un deseo.
Ésta es la historia de un hombre de las nieves
que se siente parte de una ola de calor.
La historia de una boca que sonríe anticiclones
y llena todo del reflejo de tu forma de pensar.
No sin razón, ningún estudioso de lo nuestro
entendería que, en este punto, no implorase
que el viento perdone al castillo de arena.
Que la buena estrella surja de las ruinas del sol.
Que ni un almanaque nos civilice este verano.
Que caigan muertas todas las hojas de los chopos
que nos quieren dormidos en otoños separados.
Se fue más de lo que vino.
Se fue más de lo que vino
porque yo nunca desandé
el cuerpo de su camino.
Más allá de mi destino,
estaba escrita su piel.
Dejó Lucena perdida.
Dejó Lucena perdida
en mitad del mapa triste
del dolor de una herida.
El invierno de mi vida
ni el frío lo resiste.
La encuentro a faltar aquí.
La encuentro a faltar aquí,
donde ella nunca estuvo.
Hasta el cuarenta de abril
la voy a esperar aquí,
donde el reloj la retuvo.
Su silencio mata mi voz.
Su silencio mata mi voz
cuando pongo en mi boca
lo que me dicta el corazón.
Todas las vidas del amor
resultaron ser muy pocas.
Hay diez muertos en mis manos.
Hay diez muertos en mis manos
con los que toco la nada,
propiedad de este gusano,
la unión entre este ser humano
y una vieja almohada.
Porque también de soledad.
Porque también de soledad
se caen los acebuches,
una flor de oscuridad
crece en la realidad
del marinero en Aluche.
Las venas llevan ceniza.
Las venas llevan ceniza
a las cuencas de mi pecho.
El pasado se me eriza
porque no me cicatriza
el pretérito deshecho.
Mañana me quedó atrás.
Mañana me quedó atras.
Se fue por ese camino
que Dios no nos sabe evitar.
Se fue al abrigo del mar.
Se fue más de lo que vino.
Poema galardonado con el primer premio del II Certamen de Poesía Enrique Pleguezuelo
Antes de que nos separara el hecho de que
los nuestros se dividieran entre los suyos y los míos,
le conocí en Ciudad Perdida y, enseguida,
me di cuenta de que era el más inteligente
porque era el único que presumía de tonto.
Desde que los nuestros se dividieron entre los suyos y los míos,
hemos fijado nuestra posición para poder cumplir
con el deber de continuar enfrente.
Tanto me esforcé en no ser como él
que me he convertido en alguien que no se parece a mí.
Desde que los nuestros se dividieron entre los suyos y los míos,
he dedicado mi ingenio a destruir cuanto él creó.
Todos los días me he sentado a esperar
y no he visto pasar más que mi cadáver
porque nadie muere más que quien vive pensando en matar.
Nadie conoce mejor las virtudes de alguien
que quien se dejó el alma buscando sus defectos
para apedrear con ellos la realidad.
Nadie, como yo, sabe que el enemigo
es un demonio imaginario que poco
tiene que ver con el hombre al que nos enfrentamos.
La derrota llegó el día que elegí bando
porque fui yo el que me convertí en propiedad de los míos.
Lo contrario del amor no es el odio, es la sumisión
a los que nos quieren con el dedo corazón en el gatillo.
El mar llegó a Alicante cuando las criaturas del agua
no tenían aún miedo de los nombres de la tierra.
Aquel mar ya trajo gotas de Quequén en la mirada
porque el océano era un futuro sin fronteras.
El pasado abril, desde Costa Bonita, España se veía
a lo lejos como una palabra muy pequeña.
Un lunes se recibió ella de doctora en biología
y el martes ya viajaba al congreso europeo
de las ascidias mediterráneas.
Él miraba desde la ventana el torpe desempeño
de los pescadores aficionados en las rocas
cuando se precipitó, sobre su muñeca izquierda, la hora
de recoger a los expertos de la Universidad de Buenos Aires.
Temió en el último instante que tomaran
su bajo rango en la organización
como una falta de respeto.
Pero, enseguida, notó cómo ese malestar se derrumbaba
mientras ella le estrechaba la mano.
Sus dedos rompieron a gritar que no era una desconocida
y leyó, tras sus lentes de allá, el verso más cercano.
No le contó nada pero él supo lo que, en ella,
quedaba de la niña que escondía a la noche del faro.
Aquel domingo no fue triste en Alicante.
Uno de esos días en que la ley del oleaje
hace que se crucen dos caminos.
Compañías que, haciendo nada, convierten
el corazón en una bahía de los vientos favorables.
No le contó nada pero ella supo cuál era
la cura de sus naufragios incurables.
No hay superficie que detenga el vuelo de los labios
de una boca que sabe lo que es haber tocado fondo.
Los peces que se marchan para siempre del amor
son los que acaban por regresar más pronto.
Ella volvió a Quequén y él se quedó en Alicante,
es decir, permanecieron juntos allá, donde
los sueños quedan a la vista al retirarse la marea,
donde las criaturas del agua están a salvo de la tierra.
En la manada no hay hombres ni mujeres,
hay machos y algunos tienen cuerpo de hembra.
Hay códigos. Hay penas. Hay jolgorio.
Hay prejuicios que terminan siempre en una sentencia.
En la manada hay una víctima en serie.
Hay depredadores. Hay intimidación. Hay violencia.
Hay transeúntes que sospechan de un suspiro.
Hay transeúntes que empatizan con la fiera.
En la manada hay estudiantes del derecho de pernada.
Hay vampiros a los que corre burundanga por las venas.
Hay estómagos dispuestos a tragarse una coartada.
Hay coetáneos con el siglo doce entre las piernas.
En la manada hay un retrato de nuestra oscuridad.
Hay un aullido coral de nuestras miserias.
Hay una niña que clama en el silencio
de una península desierta.
Pasó por mí todo un verano
en el tiempo que fue
desde la primera a la última vez
que te miré aquella noche.
Te había mirado otras veces antes
pero nunca había visto desaparecer un sábado
en la tormenta de una expresión facial.
Y, bien, a la vista está que yo
nunca he vuelto a acordarme de aquello
pero no he podido olvidarlo jamás.
Esa imagen tuya va a acompañarme
en mundos enteros que no voy a habitar.
Muchas veces, antes de dormirme,
pienso que no es tan necesario ver el mar
si mañana voy a compartir contigo un vaso de agua.
Y, ahí, sí soy inflexible.
Ahí no pienso dejar correr una gota de ti.
Porque, incluso para alejarme de ti,
te necesito de mi lado.
Sumarme a ti y dividirnos entre dos
lo primero que nos pase por la cabeza
antes de atravesarnos el corazón.
Muchas veces, antes de dormirme,
calculo a ojo el ángulo
que forman tus labios al decir mi nombre
y, ciertamente, no me importa el resultado.
Pero tan es así que, normalmente,
antes de llegar a dar una cifra,
me despierto con tu nombre entre los brazos.
Vamos, nada que no sospeches
con la punta de tus circuitos neuronales.
Lo que tal vez no sepas
es que salgo por piernas de mis sueños
para escuchar la lengua de tus gestos cotidianos.
Ponerme de tu parte cuando te molesta el sol
al abrir una ventana a la esperanza.
Quitarte la razón cuando piensas que estás sola
para levantar el peso de otro invierno.
Yo, por mi parte y es curioso,
sólo tengo frío cuando tú te quedas en silencio.
No es que signifiques mucho para mí,
es que, sin ti, me veo tan poco sentido...
Tan poco que más de un médico me dijo
que en esos periodos mi corazón
se vuelve una víscera fuera de contexto.
Por todo lo expuesto, te pido
que nada detenga tu boca sin fin,
que me des la mano cuando el suelo se mueva,
que, cuando algo se rompa dentro de ti,
cuentes conmigo aquí, fuera.
Siempre con los ojos de puntillas para verte aún
cuando monstruos cobardes con mi nombre nos separan.
Alcanzo a ver mis huellas sobre la llave que gira
para encerrar mi corazón en la tormenta.
Se mueve el suelo bajo mi sueño de caminar
y un perro de helio me ladra cuando despierto.
También las máquinas generadoras de la primavera
saben que mi ser se sostiene únicamente ya
en las cosas que no soy por serlas demasiado.
Corre como un secreto a voces
que la luna detesta a los lunáticos
pero mi caso es el de los labios
que asesinaron a su boca.
Cómo no iba a perderme si jamás
había estado tan distante de la bondad.
Aquel día mi cadáver apareció repartido
entre las páginas de un libro
y la voz que ya no oías
rompió todos los espejos de mi garganta.
Durante setecientos sesenta y seis días
deseé que te definieras
con aquellas exactas palabras
y, sin embargo, no supe más que incendiar
el único puente que llevaba
al hombre que había salvado de mí mismo.
La culpa no agarra en estos jardines.
Por aquí abundan los bosques de desolación
donde el ave inanimada vuelve a morirse.
Pero ni siquiera esa muerte repetida
termina con el dolor de los abrazos amputados.
Cuando se hace de noche, nada ha terminado
para las flores enfermas de luz del día.
La rosa precisa decirle al sol,
en idioma de estrella, que es él quien
distingue de la sombra su existencia
mientras el silencio fluye en sondas de quimioterapia.
No lo sabían. Nadie dijo a los ríos
que el mar desemboca en un callejón sin salida.
Tras el impacto de las olas,
bajan gotas de este mismo instante por el muro.
Tú y yo, inciertos porque verdaderos,
huimos del rencor de una unidad de tiempo.
No lo sabía. El mar nunca supo
que aquellos dos ríos se querían.
Si bien yo vengo de familia griega, no cabe duda
de que el Nuevo Testamento nos ha marcado a todos los dioses.
Como todos los best sellers, fruto de modas pasajeras,
ha impuesto pautas extrañas de comportamiento.
No hay nada más ridículo
que el ejercicio políticamente correcto de la divinidad
al que, de veinte siglos a esta parte,
nos han acostumbrado cuatro santones arribistas.
Hoy te tachan de burgués por vivir
en las mínimas comodidades de un palacio de cristal
en la cumbre humilde del Monte Olimpo.
Nadie parece ver el evidente romanticismo
que hay en forzar a una mortal
y convertir en asteroide a su marido.
¿Qué jóvenes estamos educando
si un padre no puede devorar a sus propios hijos?
Por no hablar de los remilgos del lenguaje.
Hoy haces justicia y se les llena la boca
llamándolo asesinato múltiple o genocidio.
Déjenlo... Si lo que más me irrita
es que, en el fondo, es culpa nuestra.
¿Cómo un dios que se precie
puede tolerar que le ponga normas un concilio?
Ya ni me acuerdo cuándo fue la última vez
que alguno de ustedes vino a ofrecerme
un pariente en sacrificio a uno de mis altares.
Cómo se echan de menos los buenos tiempos.
Pasábamos el rato poniendo cabezas humanas
en cuerpos de animales.
Y ahora eres el malo si organizas un rapto
haciéndote pasar por un simple toro inofensivo.
Se empieza admitiendo el libre albedrío
y se termina con los templos hechos escombro.
Señores, cuando un dios es como Zeus manda,
es del todo innecesario que exista el diablo.
Les dejas sentirse bienaventurados
y malinterpretan lo de a su imagen y semejanza.
Y entonces, ya sin miedo, el hombre
encuentra el antídoto de la religión.
No. No es tan fácil la vida de un dios.
Llegué a ti siguiendo una pista falsa de la luna
y, desde entonces, no he vuelto a pensar en aquella bola blanca.
Me ocupa el conjunto de contradicciones
que los adolescentes llaman amor en sus primeras cartas.
Como les pasa a ellos, me resulta muy difícil
quitarme tu sonrisa de mi cara,
convencerme de que no soy feliz
cuando tus labios andan medio dormidos por mi casa.
Como les pasa a ellos, me resulta muy difícil
no escribir tu nombre en los pupitres del deseo,
no abrazarte como si estuviera a punto de amanecer
para subrayar la línea de puntos de tu cuerpo.
Como les pasa a ellos, me resulta muy difícil
centrarme en los deberes propios de un solitario.
Como les pasa a ellos, no tengo respuesta
al interrogante tormentoso de mirarnos.
No hay predicado en esta historia para tanto sujeto.
Cuatro niños que se amigan desde que eran hombres.
Se quieren porque siempre se faltaron al respeto.
No facturan los errores. No perdonan los aciertos.
Cuatro nombres propios con alma de ajenos.
Se emborrachan si no tienen un cubata en la mano.
Dicen más porque hablan menos.
Para crudo invierno, el campamento de verano.
Cero novias para cuatro hermanos.
Más de acuerdo cuando menos razón tienen.
Si los mojas pasadas las doce, se vuelven humanos.
Si les tocas la risa, muerden.
Cuatro delanteros que no van por ahí metiendo goles.
Ciegos en el país de los vigoréxicos.
Gnomos que dan sustos a los troles.
Los mejores polvos los echan con el léxico.
No hay estrella que valga lo que cuatro actores de reparto.
Eternamente desagradecidos a Dios.
Más vivos tras cada parrafada de miocardio.
Más unidos desde que la vida les separó.
Cuatro lados de un triángulo escaleno.
Se le aparecen al fantasma de los carnavales pasados.
Hace sábados que se ahogaron en un puerto.
Cuando la felicidad no la vendían en hipermercados.
Cuatro mamíferos aficionados.
El póker que llevan los cenizos.
Van desarmados hasta los dientes.
Mentes de pecho enamoradizo.
Creen en que hay tontos en Marte.
Aprendieron amistad donde enseñaban balonmano.
Son güiscate de mi sangre,
el Alicante del que uno es ciudadano.
La noche en la que Álvaro Trece recibió su merecido,
muy lejos del barrio alicantino de los hechos,
Iván Torres orinaba fiesta en un helecho
que, menos mal, prefirió dejarlo estar y hacerse el dormido.
Un disco de Franco Battiato entraba en posproducción.
España perdió con Francia dos a uno.
Esperanza Gras cumplió otra vez ventiuno
dentro de un muy descolorido polo Lacoste.
La temperatura contribuía al disparate.
El índice nikkei daba ya por amortizada esa movida.
Mientras, en el cuarto de Eva Ulloa, la luz seguía encendida
detrás de unos prescindibles visillos de encaje.
Quique, no nos engañemos, había quemado aquella hamburguesa.
El tráfico era denso en súper tetas punto com.
Un eclipse de luna se observaba a la perfección
cada vez que Mrs. Robinson utilizaba una compresa.
Por si fuera poco, el propio Javi Pacheco
se veía inmerso en una cita a ciegas.
Las portadas de mañana ya estaban en imprenta.
Acababan de legalizar las casitas de muñecos.
Antes del frenesí, en las urgencias del hospital
Ana y Jorge se acariciaban muy despacio la mano.
Un perrito adoptó a un humano.
El insomnio de Luis duraba cuatro novelas ya.
Durante todo el tiempo que estuvo en el garito,
Pedro Calvo creyó erróneamente que ella le miraba. Pierre Cutie condujo el trayecto Tolousse-Granada.
Gorka señalaba en el cielo la monserga del carrito.
Un indepe ganó las primarias de Dakota del Sur.
Y poco más porque el emoticono de la risa aún no había nacido.
Cuéntame que demonios andabas haciendo tú
la noche en la que Álvaro Trece recibió su merecido.
Hubiera podido seguir viviendo
sin saber que la magia tiene truco,
sin que todos mis sueños cumplieran treinta y ocho,
sin que me ascendieran al puesto de adulto.
Hubiera podido seguir viviendo
sin sufrir el modus operandi del olvido,
sin conocer las fauces sin sentido de la enfermedad,
sin tropezar con la verdad al final de todos los caminos.
Hubiera podido seguir viviendo
sin la prueba de que la muerte era también costumbre de mi familia,
sin que me destriparan el desenlace fatal de la esperanza,
sin darme cuenta de que nadie va por ahí creando el mundo en siete días.
Hubiera podido seguir viviendo
sin que supieran nada de mí las autoridades,
sin probar el sabor de la palabra rota.
Hubiera podido seguir viviendo
entre gusanos que no alardeaban aún de mariposa.
Es al revés. Eres tú la que le gusta a las canciones,
la que se expone a los garabatos de los cuadros,
la que alimenta a los frutos de la tierra,
la que da abrigo a los habitantes del armario.
Eres tú la que proporciona oxígeno al bosque,
lo que mira el mar al atardecer,
lo que anhelan los sueños imposibles,
eres a lo que el cielo se agarra para no caer.
Tú eres quien trae de cabeza a la primavera.
Tú, quien altera el comportamiento de la luna.
Eres tú donde las palabras buscan significado.
Eres tú la que arrasa los campos de la lluvia.
Es al revés. Eres tú quien trae un nuevo día al sol.
Tú eres la que excita las manos que te tocan.
Tú eres lo que piden con luz las estrellas fugaces.
Es al revés. Eres tú la que escribe por mi boca.