Como si hubiera estado esperando toda la vida a que me sentara, el sonido de un mensaje irrumpe en mi teléfono. Es de mi hermana. Contiene el enlace a la página web de un diario del que jamás he oído hablar. Mi foto, no la mejor, aparece en la pantalla y, bajo ella, el texto de una noticia:
Alejandro Astro visita, en Alicante, el que fue su colegio en el quincuagésimo aniversario del centro. El ex cantante de Colectivo Tempestad y antiguo alumno del colegio La Forja compartirá algunos de los eventos organizados con tal motivo por esa institución. Alejandro, que pertenece a la segunda promoción de alumnos, mantendrá un encuentro este jueves por la tarde con toda la comunidad educativa y el viernes por la mañana visitará a los alumnos de secundaria y bachillerato. Además, no ha querido perderse la comida de aniversario que ha organizado la asociación de antiguos alumnos de La Forja, que tendrá lugar el sábado en el restaurante La Traviata.
Igual que, al dictado de la cucharilla, se están fusionando café, azúcar y leche en el vaso, en mi interior se mezclan el rubor, la alegría por que alguien me considere noticia aún y la melancolía de los tiempos en que estas cosas se trataban en un número de la revista Rolling Stones. Bebo el café, lo pago y regreso al coche. Creo que la camarera me ha reconocido, pero no puedo asegurarlo.
Hoy resulta muy fácil cambiar de una emisora a otra en la radio del coche gracias a los botones que llevan instalados los volantes. Lo llevo haciendo sin cesar desde que salí de Madrid y no he encontrado ni un acorde de El paraguas amarillo. Llamo a Javier y se lo digo. No te pido el número uno, cabrón. Sólo que suene una puta vez en algún sitio. Va a hablar con los conocidos que tiene en las emisoras. Está claro que nos hemos equivocado de single.
Llego a mi casa. Perdón. Llego a casa de mi padre (nunca me acostumbraré a esa denominación por más tiempo que lleve fuera de allí). Me recibe un olor a tabaco de rancio abolengo. Está claro que lleva tiempo vagando por los pasillos y reptando por las paredes. Aun así, mi padre asegura con vehemencia que no fuma. Renuncio a seguir discutiendo el origen del olor y recorro la casa sin un objetivo concreto. No me lleva mucho tiempo darme cuenta de que mi padre sigue conservando un cartel de uno de los primeros conciertos de Colectivo y muchos recortes de periódicos de todas mis épocas. Esto me provoca la emoción más fuerte que he experimentado en muchos meses, aunque ha durado apenas segundos. Le pregunto cosas a mi padre y él me pregunta cosas a mí, pero lo que nos damos no puede llamarse respuestas. Siento iguales deseos de marcharme que de quedarme. El empate lo resuelve el hecho de que se aproxima la hora en la que me he comprometido a estar en La Forja.
Entro a la cafetería que ya en mis tiempos estaba frente al colegio. Voy a la mesa donde está Emilio, el presidente de la asociación de antiguos alumnos de La Forja y don Andrés, su director. Al señor presidente no lo había visto nunca en persona. Al hacerlo, compruebo que la foto de su perfil telefónico le trata con demasiada generosidad. Debía ser un renacuajo cuando yo me gradué. Es muy posible que le diera algún capón. A don Andrés le recuerdo perfectamente. Entonces era profesor de historia. Cuando me dice que se jubila este año y que cuenta conmigo para la comida con que lo celebrará, digo que sí. Tú y yo sabemos que miento como un bellaco.
Un café después, me conducen al salón de actos de La forja. Aunque se parece muy poco al de hace años, me resulta inconfundible desde el primer instante. Seguramente, yo produzca la misma sensación. Avanzo lentamente con mi guitarra hacia el escenario para degustar el aplauso de los presentes. Han dispuesto una silla y, a su izquierda, un micrófono. Me siento y quedo frente al público, que sigue aplaudiendo durante treinta segundos más.
Les digo lo feliz que estoy de estar allí y el resto de cosas que dice el manual de este tipo de ocasiones. Emilio da el pistoletazo de salida y empieza, sin más preliminar, el coloquio. Toman la palabra cuatro señores que dicen haber sido mis compañeros de clase. Ni recuerdo su nombre ni me suena su cara, pero les digo lo contrario y, aparentemente, se lo tragan. Llegan las preguntas. Un sabiondo musical se interesa por mi evolución técnica desde mis comienzos. Le contesto con una gracieta y, rápidamente, doy la palabra a alguien en la otra punta del salón. Me pregunta sobre mi época en el colegio. Recuerdo algunas anécdotas. Me siento bien al hacerlo. Sin imposturas.
Inevitablemente, el rumbo vira hacia el cotilleo. ¿Por qué se separó Colectivo Tempestad? Quizá alguna vez supe por qué. Ya no. Respondo lo mismo que en tantas entrevistas. ¿Cómo fue la grabación con Sabina? En mi último disco, hay una colaboración con él y los sabinistas siempre intentan que cualquier conversación acabe en Joaquín. No soy nuevo en esto y no me dejo arrastrar.
Y, por fin, las canciones. Toco seis. A pesar de no apoyarme más que en la guitarra, no sale nada mal. Estoy bien de voz. Me gusto y eso no es habitual. La más aplaudida es La tormenta. Tantas canciones después, la gente sigue exigiéndola. A veces pienso que el público preferiría que, en mis conciertos, la cantara veinte veces y me dejara de historias. No obstante, la toco siempre sin rechistar. Le debo mucho. Le debo mucho a esa canción. El paraguas amarillo, ni fu ni fa. Está claro que nos hemos equivocado de single.
Salir del salón de actos me lleva mucho tiempo. Creo que le he firmado un autógrafo hasta al busto del fundador del colegio. Cuando llego al lugar en que me esperan Emilio y don Andrés, veo que les acompaña un tercer hombre. Antes de que me lo diga mientras me tiende la mano, sé quién es. Es José Antonio. Qué sorpresa. No me llama tanto la atención verle como que lleve puesto un uniforme que deja bien a las claras que es el conserje del colegio. Siempre sacó muy buenas notas. Lo cierto es que arrastraba su éxito a cualquier terreno. Jugaba al fútbol mejor que nadie. Con las chicas, ni te cuento. ¡Pero si se ligó a Sara! Y, en la música, bueno, bueno... fue quien me enseñó a tocar la guitarra. Pensar que aquel semidiós es ahora este tipo endeble, calvo y apocado...
Me despido de él con un sucedáneo de abrazo y de don Andrés con un apretón de manos (ni siquiera hoy tengo el valor de pasar de ahí). Emilio me acompaña al coche. Le digo que me he quedado de piedra al ver a José Antonio de conserje. Perdí su rastro el mismo día en que salimos de La Forja. Pfffff, me contesta. Y puede dar gracias de que don Andrés tiene una paciencia de patriarca bíblico, añade. Luego me describe un panorama tétrico de depresiones y problemas con el alcohol. Me voy de allí con el corazón en un puño y el cambio de marchas en el otro.
Empiezo la mañana del viernes contándole a mi padre mi encuentro con José Antonio. Le conoce porque su padre trabajó para el mío en su gestoría durante los años del colegio. No he sabido nada de Luis (el padre de José Antonio), ni de nadie de su familia desde lo que lo largué, me dice mirando de reojo la televisión.
A las diez y cuarenta y dos empiezo mi peregrinaje por las aulas del colegio. La mayoría de chavales no sabe de mí más que lo que les ha dicho el profesor o han visto hace cinco minutos en internet. No obstante, aunque ellos no me conozcan, me guardan el respeto reverencial que se le debe a toda persona que tiene reconocida la categoría de famoso por eso que llamamos sociedad. No por absurdo me resulta menos grato. Paso un buen rato rememorando batallitas vividas en las bisabuelas de las aulas que hoy ocupan estos críos. Después, en el colegio se tiran el rollo y me invitan al comedor. El menú de los profesores que, como todo el mundo sabe, supera en calidad al del alumnado. Cuando cruzo el patio para marcharme del colegio, veo a cuatro gamberros de sexto molestando al conserje, es decir, a José Antonio. Me indigno pero no digo nada y hago, discretamente, mutis por el foro.
Llego a La Traviata a las dos de la tarde del sábado. El restaurante se las apaña a duras penas para albergar a los trescientos asistentes a la comida de veteranos de La Forja. El personal que viene con su telefonito a hacerse fotos me amarga el primer plato, pero yo consigo mantener la sonrisa hasta que, poco a poco, todos acaban por aburrirse de la atracción de feria.
Aunque hay mucha gente, mi mundo aquí se reduce a la mesa en la que estoy junto con el resto de los participantes de mi promoción. Somos ocho en total. Todos hombres -un campo de nabos, como la ha definido Rafa al sentarse- porque cuando nosotros estudiábamos La Forja todavía no admitía alumnas. Al correr de los minutos, nos vamos convirtiendo en un grupo como piezas unidas por las carcajadas, la cerveza y la nostalgia. Que si los hijos, esto. Que si el trabajo, lo otro. Que si mi mujer tal y cual...
Llega la hora pactada con el hostelero, y tras mi rotunda negativa a todas las invitaciones a cantar que recibo, a los altavoces del restaurante les empieza a salir música de las tripas. En un santiamén, no hay mano que no porte una copa en el salón. Pero ninguna ha sostenido tantas como la derecha de José Antonio. Deambula por la habitación con signos claros de haber cruzado la delgada línea que todos los aficionados al arte de la hidratación conocemos. Debo haberme quedado embobado mirándolo porque Ismael me saca del ensimismamiento con un éste va de mal en peor.
-¿Tan mal está? -pregunto.
-Pues sí, tío. Tenía un buen trabajo, pero lo acabó perdiendo por darle al frasco. Y ya no es el curro. La mujer se largó, los hijos no quieren saber de él... En fin, un cuadro. Y más o menos va tirando porque a don Andrés le dio pena y lo metió en La Forja. Pero, coño, tú eras amigo suyo, ¿no?
-Bueno, no sé si tanto como eso. A él también le gustaba la música entonces y alguna vez tocábamos juntos. Ya está. Pero, vamos, él llegó un momento que empezó a pasar del tema... Y cuando salimos del colegio ya le perdí la pista totalmente.
La conversación queda interrumpida bruscamente cuando Ismael y yo somos añadidos por la fuerza a una comparsa constituida al objeto de bailar Paquito, el chocolatero. Empezamos con timidez, pero acabamos desproporcionándonos. Explota, explótame, expló... Lega, lega, legalización... nos lleva un par de horas volver de las alturas a las que conduce la falsa euforia (que, por cierto, es una de las pocas verdades que me quedan) y, cuando esto pasa, no hay más camino que la retirada.
Estoy subiendo al taxi cuando, a unos metros, veo y oigo a Rafa tomarle el pelo a José Antonio como sólo un adolescente de casi sesenta años puede hacerlo. A pesar de la cogorza, José Antonio se molesta pero, en lugar de ponerle la cara del revés, se aleja dando tumbos. Antes de cerrar la puerta, digo lo más alto que puedo Rafa, eres un imbécil. El taxi arranca y yo miro los ojos atónitos del conductor en el espejo retrovisor.
En casa, voy directamente a la cama. Me tumbo sin deshacer su ropa ni quitarme la mía. Me sorprendo poniendo La Tormenta en el reproductor de mi teléfono. La escucho sobre el lienzo en blanco del silencio y se me dibuja en la mente el paisaje de una fecha cubierta de polvo y guardada al fondo del cajón desordenado en que se acaban convirtiendo los recuerdos. José Antonio y yo salimos aquel día de La Forja con cinco sobresalientes, él, y con dos suspensos, yo, y un miedo pueril a contárselo a mi padre. Corrimos a su casa, que a esa hora debía estar vacía, para tocar. Dios sabe cuándo podríamos volver a hacerlo juntos cuando el cataclismo de mis malas notas me explotase en las manos. José Antonio tocó una canción que había compuesto. Llevaba semanas hablándome de ella, pero era la primera vez que se la oía tocar. La tituló Bajo la lluvia. Me quedé impresionado. Qué talento. Preferí no enseñarle las dos canciones que había compuesto yo porque, de pronto, las sentí pequeñas y a mí, enano.
Cuando se aproximaba la hora de cierre de la gestoría, salimos hacia ella. Decidí darle a mi padre el disgusto allí porque pensé que delante de sus empleados no sacaría la mano a pasear. Y, si no me daba en ese primer momento de furia, lo más probable es que todo se quedara en el paquete estándar de reprimenda verbal y arresto domiciliario. José Antonio me acompañó, como apoyo moral, con la promesa de que no saldría de su boca ni el menor indicio de sus cinco sobresalientes. Llegamos en unos pocos minutos que, por razones obvias, se me hicieron muy largos.
Fue desde la corta escalera al primer piso en que estaba la gestoría donde oímos los sollozos de Julita, la secretaria, los balbuceos del padre de José Antonio y los gritos del mío. En los diez minutos que permanecimos paralizados y en silencio, conseguimos hacernos una idea clara de lo que había sucedido. Luis se había encaprichado de la chica. Había empezado con algún piropo, había seguido por alguna inocente palmadita como el que no quiere la cosa y, como cuando había querido pasar a mayores Julita le había parado los pies, allí mismo en su despacho la había violado (te lo traduzco al castellano actual porque entonces este verbo no existía en ningún idioma). Mi padre se había erigido en juez de aquello y resolvió ponerlos a los dos de patitas en la calle, mantener la discreción sobre la causa del despido, porque a ninguno de los tres les iba a hacer ningún favor mover la mierda, y a otra cosa.
José Antonio y yo nos fuimos de allí sin decir nada y sin que nadie hubiera reparado en nuestra presencia. Caminábamos con la sangre helada. Ninguno de los dos dijo nada hasta que yo le expliqué la situación:
-Menuda forma de cagarla -le dije- la del hijoputa de tu padre. Y que se dé con un canto en los dientes con que todo haya quedado así porque, si a mi padre le llega a dar por contarlo, igual hasta se ve en la trena. Que dé gracias al cielo por que esto sólo le haya costado su trabajo... y tu canción.
Sí, así conseguí la La Tormenta. Cambiándole el título a Bajo la lluvia. En aquel momento, era lógico que José Antonio no hablara, pero... ¿por qué no habrá dicho después que es suya? La escucho sobre el lienzo en blanco del silencio. Le debo mucho. Le debo mucho a esa canción.
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