de mi abuelo el ferroviario,
llegó ella a un trozo de terreta
una tarde que bajaba la marea.
Le amamantaba una manchega ciezana
que le daba una chispica de merienda.
Guardaban en lo más profundo de la maleta
el carnet sociata de la cachana
para que Franco no lo viera.
Cuentan los que vivieron los cincuenta
que, por esos mismos días, ya corría
el xiquet de la Merche bajo el sol de Carolinas.
Papá le hizo socio del Hércules
y le faltaban dientes todavía.
Aquella planta baja daba frutos
que la boca del alma se comía.
Permitidme que este verso guarde luto
a mi abuelo, con quien tanto quería
en la bola de oro del futuro.
Y, ya sabéis la afición que tiene el tiempo
de pasar, de jugar al guiñol con las personas.
El azar les puso a trabajar puerta con puerto
por aquel entonces en que España tomaba aliento
y Mike Keneddy, whisky con soda.
No sé cómo pasó, creo que tampoco lo saben ellos
pero las palabras que se cruzaban en el ascensor
fueron a convertirse en besos.
¿Hay mejor conversación
que la de cuatro labios abrazados en silencio?
Ella llevaba peinado de chica fina.
Él, la peluca que Don Miguel no aprueba.
Creo que estaba en una playa mallorquina
cuando dijo el Seva
chato, mejor cortarse el pelo que cortarse la coleta.
Y, de pronto, estaban cortando el pastel
y pasando la corbata por las mesas
para pagar dos billetes de tren
con destino a un hotel
que cumple lo que prometen las promesas,
bajo la sombra roja de la Alhambra,
sombra roja de clavel.
Che viejos, veinticinco años no es nada.
Nada menos que todo eso que os queda dentro
cuando hoy, con cubiertos de plata,
os dais un atracón de recuerdos.
¿Vuestro secreto? Mañana.
Mañana también es vuestro.
Y hasta aquí puedo leer de lo que he escrito.
No corresponde al hijo de los novios
hacer crónica del matrimonio.
Sólo me pongo el sombrero y me lo quito
ante un amor del que soy socio.