Veintidós de mayo de mil novecientos setenta y nueve.
El piso parecía aún más pequeño. La tensión se comía los metros cuadrados con bocados eternos. Lola tenía las mejillas incendiadas y las manos rendidas al frío. Escuchar las palabras de su madre era la fuente de ese huracán térmico que le azotaba. Más que el volumen excesivo de su voz, le molestaba el tono de bofetón que empleaba. Le indignaba la injusticia. Su madre le recriminaba hechos de los que había tenido conocimiento tras cometer el peor de los crímenes que pueden cometerse en un hogar. Había leído el diario de Lola sin permiso.
De la boca de su madre, estaba saliendo una caricatura de Jose que le arañaba los oídos. Nunca se había sentido tan ofendida. ¿Por qué no iba a poder salir con él o con cualquier otro que le diera la gana si ya tenía dieciséis? Su madre respondía sin cesar esa pregunta con argumentos salidos de las garras y los dientes del miedo. Y no se detenía ahí. Tras esa puerta de entrada, se dedicó a formar el habitual inventario de faltas.
Por supuesto, le recordó que había suspendido dos asignaturas en la pasada evaluación. Con lo inteligente que era, según decía don Enrique. Ahora lo entendía todo, no aprobaba porque estaba pensando en las musarañas. En concreto en una musaraña gris: el toligo de Jose. Además, casi no ayudaba nada en casa. Se limitaba a cubrir el expediente haciendo su cuarto y cuatro cosas que le afectaban a ella directamente, pero no arrimaba el hombro con todo lo demás y su madre tenía que sacarlo todo adelante. Con el trabajo que daban su padre y su hermano. Qué decepción. Y como te pille otra vez fumando, le advirtió, te parto la cara.
Lola tiró de chulería para contestar la amenaza materna y, por consiguiente, recibió el tortazo. Magnitud cuatro en la escala de Richter. El contacto de la mano con su mejilla activó el mecanismo, entonces muy sensible, de sus lacrimales. Naturalmente, no lloró por el dolor. Se trataba del llanto que brota de la rabia ante lo que cualquier hija adolescente hubiera considerado una humillación intolerable. Balbuceó algo incomprensible y se fue, con paso firme, hacia su habitación. Antes de entrar en ella dando un portazo cinematográfico, volvió la cabeza y miró a su madre con la expresión más fiera que encontró.
Tumbada en la cama, mordió la almohada. Lloró durante un minuto y, después, fue poco a poco aplacando el ritmo de su respiración. En ningún momento de sus diecisiete días de relación, ni siquiera de los dos meses y medio que conocía a Jose, había dudado de que era el hombre de su vida. Estar con él era mucho más importante que cualquier asignatura. Su madre iba a tener que entender eso o, muy pronto, no le volvería a ver el pelo. Cerró los ojos y se acurrucó para abrazarse a sí misma. Empezó a pensar en Jose, luego se le vino a la mente el examen de historia, después... Después de estar así cuarenta minutos, se levantó. Caminó despacio hasta la puerta, la abrió y la atravesó con las ganas de hacer las paces con su madre haciéndosele fuertes en el pecho. Se preguntó cuánto tiempo podría reprimirlas.
Once de octubre de dos mil diecinueve.
El chalé se estaba deteriorando. Lola miraba el estado del suelo con fastidio al recordar las veces que había dicho a su marido que debían meter dinero y la abulia invariable de Luis como único resultado. Fue sólo un segundo de descanso tras el que volvió al calvario. El reloj avanzaba despiadado. Qué frialdad la suya. Se limitaba a constatar la hora sin importarle que ella se estuviera muriendo de desasosiego. Eran las cinco y trece de la mañana y la niña no había vuelto. Caminaba sobre ascuas por la habitación. Su imagen en el espejo le resultó ajena.
María entró tropezando con el felpudo, con ganas de hablar y devolviendo, con su presencia, la vida a su madre. Sin embargo, ésta no expresó sino todo lo contrario. Interrumpió bruscamente la perorata de la hija. ¿Se puede saber de dónde vienes? Sin esperar réplica alguna, le arrojó su indignación por el retraso sobre la hora fijada, ya de por sí tardía para una adolescente de dieciséis años. En realidad, no necesitaba que le dijera dónde había estado porque Lola tenía la rutina de revisar el teléfono móvil de María cada noche cuando ésta se dormía. Si su hija lo hubiera sabido, habría llamado a eso espionaje. Lola, sin embargo, lo llamaba maternidad responsable.
Lo que sí sabía la niña es que su hermano, a su edad, disponía de un horario de ocio nocturno notablemente más generoso y no tardó en utilizar, una vez más, ese argumento como descargo. No era lo mismo. Nunca fue lo mismo. Los peligros que acechan a un chico en la madrugada son menores. A Lola le molestaba tener que repetir lo evidente. A María le dolía tener que escuchar lo de siempre. Máxime, le dijo, cuando ella no había estado sola, sino con Pedro. Ahí terminó la discusión como terminaba todo. Interrumpida por el sonido de una llamada telefónica, evidentemente del susodicho, que María corrió a atender dejando atrás una estela de ilusión inconsciente que enternecía el suelo.
En lugar de volver a la cama, Lola se quedó recostada en el sofá. A medida que iba descendiendo su nivel de adrenalina, volvía a notar el dolor en el abdomen. La inmadurez que había demostrado su hija hacía un momento evidenciaba que la decisión de no contarle nada era la correcta. Al menos, mientras no dispusiera de una segunda opinión. Más que su enfermedad, le preocupaba que la cría no tuviera la cabeza en su sitio. Precisamente ahora, con lo responsable que había sido siempre. Pero, desde que andaba con el tal Pedro, no pensaba en otra cosa. Había descuidado sus estudios en una edad crucial y en casa, en fin... en casa estaba ausente. No sabía ya qué más hacer para conseguir que la niña no terminara mal. Las reprimendas no funcionaban. Tampoco le funcionó, al principio, tratar de entenderle y ponerse en su lugar. Es que empatizar le resultaba imposible. Cómo hacerlo, si ella a su edad había sido tan distinta. Más racional. Quizá demasiado. Qué fácil lo habían tenido, como la suya, algunas madres.
martes, 31 de diciembre de 2019
lunes, 30 de diciembre de 2019
EL CONTRATAQUE
Volver a tener sexo era una estupenda manera de celebrar su septuagésimo quinto cumpleaños. No sabía muy bien cómo había pasado. Todo empezó, a las cero horas diez segundos, con un beso raquítico de su mujer mezclado con las palabras feliz cumpleaños y, contra todo pronóstico, había acabado en, al menos para él, un orgasmo. Sin embargo, ese modo pluscuamperfecto de conmemorar la fecha vino a contrastar con el puñado rácano de felicitaciones que recibió el resto del día.
Él no le dio importancia. Hacía mucho tiempo que había dejado de llamarle la atención la drástica disminución de esta clase de detalles desde que dejó el fútbol cuarenta años atrás. Así que nada echó en falta durante toda la jornada hasta que, a las doce menos veinte, se metió en la cama y durmió sin mesura durante seis horas y media ininterrumpidas.
Sifrido Casas fue conocido durante sus dieciocho años de carrera en el fútbol profesional como Casas y Casas era todo el texto que figuraba en la cartelita identificativa del buzón de su piso de la calle Pérez Galdós, a pesar de que vivía en él, desde siempre, con Emilia y, antes, con su hijo. No tuvo que abrirlo para extraer la revista mensual del Real Valladolid, al bajar al bar, a primera hora de la mañana siguiente . Ese envío era un privilegio que le otorgaba le condición de socio del Pucela.
Nació en Alicante. Debutó en el Hércules. Se marchó. Recorrió media España. Triunfó en el Valladolid. Se casó con Emilia. Se marchó. Recorrió la otra mitad de España. Se retiró y regresó a Valladolid. Cómo no hacerlo si allí Casas era Casas. Si tres meses antes, en su visita con el Celta, el viejo Zorrilla le había despedido puesto en pie con una ovación violeta y blanca.
Durante el desayuno, escuchó en silencio al chaval que ocupaba el taburete fronterizo hablar con uno de los camareros sobre el partido del Pucela del domingo. Tuvo otra vez esa mala sensación. Ya deberían haberle llamado de la radio para confirmarle como el comentarista de la tarde. Quería mantener la esperanza de que el silencio se debiera a que, la segunda vez que uno va a comentar, le confirmaran con menor antelación. Pero debía reconocerse a sí mismo que, cuando salió por la puerta de la emisora al terminar el partido anterior, ya había temido que aquella primera vez fuera también la última. Nunca hubiera creído que aquello pudiera resultarle tan difícil. Nunca hubiera imaginado verse reducido a poco más que monosílabos. Estuvo, las dos horas que duró aquel trance, quitándose de encima la palabra como los malos centrocampistas se quitan de encima el balón cuando presiona el rival.
Arrastró ese incómodo recuerdo hasta casa de su hijo. No era extraño encontrarle allí a esa hora de la mañana desde que se quedó en paro. Le preguntó por su nieto y su hijo le contestó mecánicamente que estaba bien. Le contó que el equipo de fútbol sala de su colegio descansaba ese sábado. Sifrido se dio por enterado ocultando su disgusto por el vacío que aquello le empezaba ya a causar. Y poco más porque acabaron discutiendo cuando el padre dijo que el trabajo no iba a ir a buscarle a casa.
El cigarro que encendió nada más llegar a la calle no sirvió, claro está, para quitarle el mal sabor de boca. No había dado tres pasos cuando chocó con un joven con la camiseta de la selección española. Perdone. No importa. No era éste el primer golpe, ni mucho menos el más fuerte, que se llevaba de la selección. Casas entró en una convocatoria del equipo nacional en mil novecientos setenta. Al menos, así lo anunció el seleccionador. Sin embargo, un esguince en el último entrenamiento con el Valladolid antes de acudir a su llamamiento hizo que, en realidad, nunca llegara a entrar. Y, después, aunque atravesó algunos momentos de notable inspiración y forma sobresaliente, ni ése ni ningún otro seleccionador volvió a citarle más. Habría contado ese episodio a su nieto un millón de veces sin conseguir que éste lo creyera ni por un momento.
Bueno, ya estaba bien de darle vueltas al pasado. El presente también enseñaba los tacos. No había que ser una lumbrera para darse cuenta de que su hijo estaba lejos de encontrar trabajo y él ya no sabía cómo estirar su pensión para seguir ayudándole. Cuántos quebraderos de cabeza se habría ahorrado si hubiera salido bien alguna de las inversiones que hizo en los primeros años de ex futbolista. Eran seguras. Joder, seguras. Fiasco lo de los terrenos en San Vicente, fiasco la tienda deportiva, fiasco la exportación de vinos, fiasco, fiasco, fiasco...
Tuvo que llamar por teléfono a Emilia para que le recordara qué es lo que tenía que comprar exactamente. Era algo que ocurría con frecuencia. Sin embargo, ello no hacía considerar a Sifrido la posibilidad de hacer una lista en estos casos. Superado el obstáculo de la desmemoria, y al doblar por el pasillo de los congelados, vio de espaldas a Martínez. Le saludó tocando su hombro y, al volverse el saludado, la expresión de su cara no le dio buena espina a Sifrido.
Martínez era el exdirector de la sucursal bancaria donde Casas había tenido siempre el dinero que hizo con el fútbol. Él fue testigo, juez y parte del proceso en el que su cuenta se volvió cada vez más corriente. Semanas atrás, Sifrido le había pedido el favor de que hablara con la gente importante del banco en la ciudad con la que aún mantenía amistad tras la jubilación, por si tenían un hueco para su hijo. Lo peor no fue que no lo consiguiera, sino que pretendiera transmitirle unas vagas esperanzas de que la situación podría cambiar en el futuro apoyándose en unas supuestas oportunidades que era evidente que no existían. Otro fracaso. Operaciones parecidas, y con idéntico resultado, las había emprendido con todas las empresas de la ciudad en que creyó que, tal vez, aún podría tener mano. Para alguna de ellas, incluso, había hecho publicidad en tiempos.
No fue exactamente decepción el dolor que le entró en el cuerpo. Se consideró afortunado por el hecho de no tener ocasión de insimismarse demasiado gracias a la consciencia de que tenía ya el tiempo justo para dejar la compra en casa y coger un autobús que le llevara al colegio de su nieto, cuyo padre, a pesar de no mover un dedo para buscar empleo, tenía algo que hacer precisamente a la hora en que el niño salía de clase. Fue en la radio de ese autobús donde escuchó la promoción de la retransmisión del partido que iba a jugar el domingo el Valladolid. El comentarista iba a ser Rosón. Un antiguo compañero que, en todo el tiempo en el que coincidieron en el equipo, nunca logró ni siquiera disputarle la titularidad. Sifrido pidió al conductor que cambiara de emisora y éste le hizo caso sin imaginar, ni por asomo, el motivo de su petición.
El pequeño, nada más cruzar el umbral de la puerta del colegio, se sorprendió al verle. Le besó. Le exigió la merienda. Le pidió ir al parque. Él se negó. El niño insistió. Él volvió a negarse. El niño fingió un puchero. Él acabó aceptando. Y, allí, a qué iban a querer jugar los niños sino al fútbol en la pista anexa. Eran cinco en total. Faltaba otro jugador para ser pares. Su nieto le pidió que jugara. Él se negó. El niño insistió. Él volvió a negarse. El niño fingió un puchero. Él acabó aceptando y enrolándose en el equipo de su nieto como portero regateador. Lo sabía todo sobre fútbol, pero ignoraba que los niños de siete años se movieran tan rápido. Un disparo del equipo contrario al larguero le sacó del aturdimiento. El balón fue lentamente hasta él y, sin pararlo, con la zurda lanzó el contrataque con un pase en profundidad a su nieto, que controló como pudo y batió a su amiguito de vaselina. Corrió hacia su abuelo y se fundió con él en un abrazo. Sifrido cantó ese gol con la alegría de entonces. En ese momento, sonó el móvil. Sería Emilia para recordarle que debía ir ya a casa con el niño. No contestó. Sifrido no tenía intención de irse tan pronto del único sitio donde podía sentir que aún era Casas.
Él no le dio importancia. Hacía mucho tiempo que había dejado de llamarle la atención la drástica disminución de esta clase de detalles desde que dejó el fútbol cuarenta años atrás. Así que nada echó en falta durante toda la jornada hasta que, a las doce menos veinte, se metió en la cama y durmió sin mesura durante seis horas y media ininterrumpidas.
Sifrido Casas fue conocido durante sus dieciocho años de carrera en el fútbol profesional como Casas y Casas era todo el texto que figuraba en la cartelita identificativa del buzón de su piso de la calle Pérez Galdós, a pesar de que vivía en él, desde siempre, con Emilia y, antes, con su hijo. No tuvo que abrirlo para extraer la revista mensual del Real Valladolid, al bajar al bar, a primera hora de la mañana siguiente . Ese envío era un privilegio que le otorgaba le condición de socio del Pucela.
Nació en Alicante. Debutó en el Hércules. Se marchó. Recorrió media España. Triunfó en el Valladolid. Se casó con Emilia. Se marchó. Recorrió la otra mitad de España. Se retiró y regresó a Valladolid. Cómo no hacerlo si allí Casas era Casas. Si tres meses antes, en su visita con el Celta, el viejo Zorrilla le había despedido puesto en pie con una ovación violeta y blanca.
Durante el desayuno, escuchó en silencio al chaval que ocupaba el taburete fronterizo hablar con uno de los camareros sobre el partido del Pucela del domingo. Tuvo otra vez esa mala sensación. Ya deberían haberle llamado de la radio para confirmarle como el comentarista de la tarde. Quería mantener la esperanza de que el silencio se debiera a que, la segunda vez que uno va a comentar, le confirmaran con menor antelación. Pero debía reconocerse a sí mismo que, cuando salió por la puerta de la emisora al terminar el partido anterior, ya había temido que aquella primera vez fuera también la última. Nunca hubiera creído que aquello pudiera resultarle tan difícil. Nunca hubiera imaginado verse reducido a poco más que monosílabos. Estuvo, las dos horas que duró aquel trance, quitándose de encima la palabra como los malos centrocampistas se quitan de encima el balón cuando presiona el rival.
Arrastró ese incómodo recuerdo hasta casa de su hijo. No era extraño encontrarle allí a esa hora de la mañana desde que se quedó en paro. Le preguntó por su nieto y su hijo le contestó mecánicamente que estaba bien. Le contó que el equipo de fútbol sala de su colegio descansaba ese sábado. Sifrido se dio por enterado ocultando su disgusto por el vacío que aquello le empezaba ya a causar. Y poco más porque acabaron discutiendo cuando el padre dijo que el trabajo no iba a ir a buscarle a casa.
El cigarro que encendió nada más llegar a la calle no sirvió, claro está, para quitarle el mal sabor de boca. No había dado tres pasos cuando chocó con un joven con la camiseta de la selección española. Perdone. No importa. No era éste el primer golpe, ni mucho menos el más fuerte, que se llevaba de la selección. Casas entró en una convocatoria del equipo nacional en mil novecientos setenta. Al menos, así lo anunció el seleccionador. Sin embargo, un esguince en el último entrenamiento con el Valladolid antes de acudir a su llamamiento hizo que, en realidad, nunca llegara a entrar. Y, después, aunque atravesó algunos momentos de notable inspiración y forma sobresaliente, ni ése ni ningún otro seleccionador volvió a citarle más. Habría contado ese episodio a su nieto un millón de veces sin conseguir que éste lo creyera ni por un momento.
Bueno, ya estaba bien de darle vueltas al pasado. El presente también enseñaba los tacos. No había que ser una lumbrera para darse cuenta de que su hijo estaba lejos de encontrar trabajo y él ya no sabía cómo estirar su pensión para seguir ayudándole. Cuántos quebraderos de cabeza se habría ahorrado si hubiera salido bien alguna de las inversiones que hizo en los primeros años de ex futbolista. Eran seguras. Joder, seguras. Fiasco lo de los terrenos en San Vicente, fiasco la tienda deportiva, fiasco la exportación de vinos, fiasco, fiasco, fiasco...
Tuvo que llamar por teléfono a Emilia para que le recordara qué es lo que tenía que comprar exactamente. Era algo que ocurría con frecuencia. Sin embargo, ello no hacía considerar a Sifrido la posibilidad de hacer una lista en estos casos. Superado el obstáculo de la desmemoria, y al doblar por el pasillo de los congelados, vio de espaldas a Martínez. Le saludó tocando su hombro y, al volverse el saludado, la expresión de su cara no le dio buena espina a Sifrido.
Martínez era el exdirector de la sucursal bancaria donde Casas había tenido siempre el dinero que hizo con el fútbol. Él fue testigo, juez y parte del proceso en el que su cuenta se volvió cada vez más corriente. Semanas atrás, Sifrido le había pedido el favor de que hablara con la gente importante del banco en la ciudad con la que aún mantenía amistad tras la jubilación, por si tenían un hueco para su hijo. Lo peor no fue que no lo consiguiera, sino que pretendiera transmitirle unas vagas esperanzas de que la situación podría cambiar en el futuro apoyándose en unas supuestas oportunidades que era evidente que no existían. Otro fracaso. Operaciones parecidas, y con idéntico resultado, las había emprendido con todas las empresas de la ciudad en que creyó que, tal vez, aún podría tener mano. Para alguna de ellas, incluso, había hecho publicidad en tiempos.
No fue exactamente decepción el dolor que le entró en el cuerpo. Se consideró afortunado por el hecho de no tener ocasión de insimismarse demasiado gracias a la consciencia de que tenía ya el tiempo justo para dejar la compra en casa y coger un autobús que le llevara al colegio de su nieto, cuyo padre, a pesar de no mover un dedo para buscar empleo, tenía algo que hacer precisamente a la hora en que el niño salía de clase. Fue en la radio de ese autobús donde escuchó la promoción de la retransmisión del partido que iba a jugar el domingo el Valladolid. El comentarista iba a ser Rosón. Un antiguo compañero que, en todo el tiempo en el que coincidieron en el equipo, nunca logró ni siquiera disputarle la titularidad. Sifrido pidió al conductor que cambiara de emisora y éste le hizo caso sin imaginar, ni por asomo, el motivo de su petición.
El pequeño, nada más cruzar el umbral de la puerta del colegio, se sorprendió al verle. Le besó. Le exigió la merienda. Le pidió ir al parque. Él se negó. El niño insistió. Él volvió a negarse. El niño fingió un puchero. Él acabó aceptando. Y, allí, a qué iban a querer jugar los niños sino al fútbol en la pista anexa. Eran cinco en total. Faltaba otro jugador para ser pares. Su nieto le pidió que jugara. Él se negó. El niño insistió. Él volvió a negarse. El niño fingió un puchero. Él acabó aceptando y enrolándose en el equipo de su nieto como portero regateador. Lo sabía todo sobre fútbol, pero ignoraba que los niños de siete años se movieran tan rápido. Un disparo del equipo contrario al larguero le sacó del aturdimiento. El balón fue lentamente hasta él y, sin pararlo, con la zurda lanzó el contrataque con un pase en profundidad a su nieto, que controló como pudo y batió a su amiguito de vaselina. Corrió hacia su abuelo y se fundió con él en un abrazo. Sifrido cantó ese gol con la alegría de entonces. En ese momento, sonó el móvil. Sería Emilia para recordarle que debía ir ya a casa con el niño. No contestó. Sifrido no tenía intención de irse tan pronto del único sitio donde podía sentir que aún era Casas.
lunes, 16 de diciembre de 2019
EL POEMA QUE SE ESCONDE DE LOS VERSOS
Tierraescondida, 14 de diciembre de 2019.
No voy a saludarte porque dirían frío mis huellas dactilares. Tú leerías buenos días o ¿qué tal? y a mí se me caería la cara de vergüenza por hablarte como le hablo a cualquiera. Mira que me perdono cosas constantemente, pero eso no podría tolerármelo porque sería asesinarte de mi boca al mezclarte con un buenas tardes o un hola. Precisamente, en esta página en la que me he despertado siendo tú y yo juntos. En otro contexto me habrás oído hacerlo, pero no lo harás aquí. Aquí no puedo saludarte.
Cuando uno escribe aquí, viene a derramar su propia sangre. Viene a clamar la verdad por incierta que sea y, cuando yo me sincero, tú te liberas, tarde y temprano, de la cueva de tinta inadmisible que es mi garganta. Tú, ubicada en los cuatro puntos cardinales de mi completa desorientación.
Para comunicarte lo importante, necesitaba aprender un idioma que no entiendas. Ahora ya puedo entregarte en mano el amor. Ahora ya puedo desvelarte que, dentro del sobre vacío, hay un corazón que viene, como si estuviera llamado a latir entre tus pechos, de un lugar que nadie quiere ver escrito.
Si supiera describir qué significa estar contigo, puedes estar segura de que ni siquiera hubiese empezado esta carta. Sin embargo, yo soy quien no puede dejar de hacer aquello de lo que no es capaz y, claro, según el día y en lugar de explicar qué significas, me quedo en imaginar un mar para que no todo nos sea tierra firme, en reprimir una lágrima al notar en los ojos que te quiero o en hacer historia en alguna papelera de reciclaje.
Cómo deseo que los dioses me ofrezcan todas las victorias para poder escupirles a la cara que yo me largo allá donde sea posible perder contigo, donde el único acontecimiento sea que tú, de pronto, te has reído y yo sienta que el alma se me ha vuelto un cuerpo estrechado por ti.
Quiero dejarte claro que tengo nada que agradecerte porque lo importante me lo has dado sin voluntad ni consciencia. No sabes el sinfín de veces que he vuelto a la vida por ti, resucitado de entre los domingos, ni sabes que fuiste tú la que terminaste con la violencia que, impunemente, ejercían contra mí todos los veranos. No sabes nada de las causas de mi amor porque no existen y, a la vez, existen en todos los seres y en todos los objetos. Si alguna vez hiciste algo con la intención de que te quisiera por ello, quiero dejarte claro que de nada ha servido. Sabrás que alguien no conoce el amor si cree que quiere por algún motivo.
Razones, y sobradas, sí tengo para mancharme los dedos en defensa de tus manos, para llenarte la casa de la piedra sobre la que se edifican los abrazos y para acompañarte al peor lugar en el momento menos oportuno. De todas las cosas inútiles, elegí escribir porque no me importaba que se rieran de mis versos, pero luego apareciste tú y ahora quisiera ser capaz de hacer algo que te haga bien. Pero resulta que yo, de todas las cosas inútiles, elegí escribir.
He llegado a la conclusión de que el dolor de la calle es tan culpa de la gente como de noviembre al acercarme a la ventana y ver las gotas de monólogo llenando el cristal. Lo sabes mejor que yo. La noticia, buena y mala, es que sé que tú y yo podemos terminar juntos con la tormenta.
En fin, pareciera que la hora se nos ha echado encima, pero qué sabrá un reloj de lo que digo. Para comunicarte lo importante, aprendí un idioma en que no existe la palabra adiós.
Posdata: El punto final presume de un poder que, en realidad, no tiene. Ni el silencio es la muerte ni el cajón, una tumba. Nada podrá terminar con esta carta mientras conserve la esperanza de que vuelvas a releerla.
No voy a saludarte porque dirían frío mis huellas dactilares. Tú leerías buenos días o ¿qué tal? y a mí se me caería la cara de vergüenza por hablarte como le hablo a cualquiera. Mira que me perdono cosas constantemente, pero eso no podría tolerármelo porque sería asesinarte de mi boca al mezclarte con un buenas tardes o un hola. Precisamente, en esta página en la que me he despertado siendo tú y yo juntos. En otro contexto me habrás oído hacerlo, pero no lo harás aquí. Aquí no puedo saludarte.
Cuando uno escribe aquí, viene a derramar su propia sangre. Viene a clamar la verdad por incierta que sea y, cuando yo me sincero, tú te liberas, tarde y temprano, de la cueva de tinta inadmisible que es mi garganta. Tú, ubicada en los cuatro puntos cardinales de mi completa desorientación.
Para comunicarte lo importante, necesitaba aprender un idioma que no entiendas. Ahora ya puedo entregarte en mano el amor. Ahora ya puedo desvelarte que, dentro del sobre vacío, hay un corazón que viene, como si estuviera llamado a latir entre tus pechos, de un lugar que nadie quiere ver escrito.
Si supiera describir qué significa estar contigo, puedes estar segura de que ni siquiera hubiese empezado esta carta. Sin embargo, yo soy quien no puede dejar de hacer aquello de lo que no es capaz y, claro, según el día y en lugar de explicar qué significas, me quedo en imaginar un mar para que no todo nos sea tierra firme, en reprimir una lágrima al notar en los ojos que te quiero o en hacer historia en alguna papelera de reciclaje.
Cómo deseo que los dioses me ofrezcan todas las victorias para poder escupirles a la cara que yo me largo allá donde sea posible perder contigo, donde el único acontecimiento sea que tú, de pronto, te has reído y yo sienta que el alma se me ha vuelto un cuerpo estrechado por ti.
Quiero dejarte claro que tengo nada que agradecerte porque lo importante me lo has dado sin voluntad ni consciencia. No sabes el sinfín de veces que he vuelto a la vida por ti, resucitado de entre los domingos, ni sabes que fuiste tú la que terminaste con la violencia que, impunemente, ejercían contra mí todos los veranos. No sabes nada de las causas de mi amor porque no existen y, a la vez, existen en todos los seres y en todos los objetos. Si alguna vez hiciste algo con la intención de que te quisiera por ello, quiero dejarte claro que de nada ha servido. Sabrás que alguien no conoce el amor si cree que quiere por algún motivo.
Razones, y sobradas, sí tengo para mancharme los dedos en defensa de tus manos, para llenarte la casa de la piedra sobre la que se edifican los abrazos y para acompañarte al peor lugar en el momento menos oportuno. De todas las cosas inútiles, elegí escribir porque no me importaba que se rieran de mis versos, pero luego apareciste tú y ahora quisiera ser capaz de hacer algo que te haga bien. Pero resulta que yo, de todas las cosas inútiles, elegí escribir.
He llegado a la conclusión de que el dolor de la calle es tan culpa de la gente como de noviembre al acercarme a la ventana y ver las gotas de monólogo llenando el cristal. Lo sabes mejor que yo. La noticia, buena y mala, es que sé que tú y yo podemos terminar juntos con la tormenta.
En fin, pareciera que la hora se nos ha echado encima, pero qué sabrá un reloj de lo que digo. Para comunicarte lo importante, aprendí un idioma en que no existe la palabra adiós.
Posdata: El punto final presume de un poder que, en realidad, no tiene. Ni el silencio es la muerte ni el cajón, una tumba. Nada podrá terminar con esta carta mientras conserve la esperanza de que vuelvas a releerla.
jueves, 28 de noviembre de 2019
YO HE VENIDO A ESCRIBIR UN POEMA DE AMOR
y me encuentro con que ése y aquél y el otro
pretenden que no hable del accidente
que tus labios no pueden evitarse.
Les oigo y converso con ellos
y las mismas palabras se demuestran diferentes.
Se vuelven ceniza en la boca
y ruido en el oído
al no pronunciarlas ni escucharlas tú.
Yo he venido a escribir un poema de amor
y resulta que la tinta está presa
de sintagmas de fogueo
que llenan los folios de torrentes inútiles.
La prueba de que te quiero
es que creo entender todo lo que no dices
pero los domingos empujan a las bocas
a besarse en lenguaje administrativo.
Yo he venido a escribir un poema de amor,
aunque tenga que verlo morir ahogado
en un mar de griterío
cada vez que lo relea,
aunque quede para siempre
en una tumba sin nombre propio.
Allí, donde las personas
ya no se distinguen de la gente.
Yo he venido a escribir un poema de amor
porque me sobran, en tu silueta,
las razones para ello.
Precisamente,
porque éste que nos ha tocado
ya no es tiempo de poemas
y porque aquí, donde habitamos,
ya no hay lugar para el amor,
yo he venido a escribir un poema de amor.
domingo, 24 de noviembre de 2019
ME LLAMO SOLEDAD
Me despido de las chicas con un abrazo que multiplica por dos cervezas (más el vino de la cena y tres copas) el abrazo que les di al empezar la noche. No quiero que Nuria me acompañe. Improviso una excusa para poder irme sola y, en cuanto lo estoy, me coloco los auriculares. La música, y no los pasos, es lo que me está llevando a casa.
También noto cómo el alcohol toma la capital de mi libido. No veo el momento de meterme en la cama y que todo se convierta en sexo, que estalle tan fuerte un orgasmo que nadie en el edificio pueda creer que sale de mí sola. Me llevo un cigarrillo a la boca para que contribuya a aplacarme por ahora, pero no encuentro el mechero. No tengo tantas ganas de fumar como para pedirle fuego a alguien. Además, los fumadores no es que abunden ya precisamente.
Desde la acera, veo pasar un coche rojo a mucha más velocidad de la que puedo calcular. Giro la cabeza para ver cómo se aleja. Además, me ha parecido ver a un hombre caminando al principio de esta calle en la misma dirección que llevo yo. A ver... Sí, así es. Casi me pasa desapercibido, pero ahora espero que desaparezca pronto por una de las perpendiculares. Aparto la mirada de él y retomo la marcha. Aunque lo intento, ya no soy capaz de seguir la canción que los auriculares llevan a mis oídos.
Vuelvo a girar la cabeza. Sigue ahí. No hay ningún motivo para preocuparme por la presencia lejana de un señor que, probablemente, no se habrá dado cuenta siquiera de que estoy aquí. No lo hay, pero...
Me quito los auriculares porque la sensación de aislamiento del entorno me tenía a merced de la nada. O, lo que es lo mismo, me tenía a merced de todo lo que soy capaz de imaginar. Ahora sólo oigo el sonido de mis tacones como los tambores de un ejército en retirada que no puede huir lo suficiente. No hay nadie más en la calle. ¿Dónde está el resto del mundo? No es tan tarde.
La distancia entre nosotros ha disminuido, pero aún no puedo distinguir sus facciones. Sí distingo que viste una sudadera negra con capucha y que la lleva puesta. No llueve. Es inquietante que alguien lleve capucha cuando no llueve. No traerá buenas ideas cuando se cubre. ¿O se trata de una moda? Los chavales van así ahora, ¿no? No sé. No puedo pensar. Me estoy meando. Mucho.
La calle aquí solo deja un camino. Ninguna perpendicular cruza la avenida desde aquí hasta mi casa. Además, la acera por la que camino es la única posible. Unas obras impiden acceder a la de enfrente. De todas formas, cuando pude hacerlo, tampoco cambié de calle o de acera. No quise arriesgarme a empeorar mi situación. Si él hubiera tomado el mismo camino que yo, me hubiera cagado de miedo. Hay luz en el mercado. Dios, qué alegría. Intento girar el pomo. No puedo. Tiro de él. No se abre. Empujo la puerta. No se abre tampoco. Reemprendo con prisas el camino. Miro disimuladamente y, lógicamente, él está más cerca.
¿Por qué no me habré ido con Nuria? Voy a llamarle por teléfono. No va a cogérmelo. En realidad, es igual. Lo importante es que él crea que estoy hablando con alguien. Basta con acercarme el móvil a la oreja. Meto la mano en el bolso mientras ando deprisa. No lo encuentro. Tiene que estar bajo el tabaco. No lo encuentro. Remuevo enérgicamente con la mano el paquete, la cajita de maquillaje, el pañuelo, los putos auriculares... No está.
Le examino visualmente otra vez. La verdad es que el tío parece tan pancho. Avanza con toda la tranquilidad. Tiene pinta de persona normal. Bueno, ¿y qué? Si quisiera violarme, no iría anunciándolo con un cartel. Venga, ya queda poco. Se ve mi casa. Inicio un leve trote como quien no quiere la cosa. Con los tacones es imposible. Me tuerzo el pie izquierdo. Me quito los zapatos y troto descalza. Imposible, me duele el tobillo. Vuelvo a caminar.
Aún así, avanzo a buen ritmo. Voy mirando el suelo. Me concentro en ir lo más rápido que puedo. Pasar frente a fachadas y escaparates tan familiares para mí me da una inyección de moral. Llego a mi portal. Subo el escalón. Busco las llaves en el bolso. No las encuentro. Tienen que estar bajo el tabaco. No las encuentr... Sí, sí están ahí. Meto la llave en la cerradura. Buenas noches, escucho. Buenas noches, digo inmediatamente. Me quedo paralizada tres segundos. Consigo volver ligeramente a la cabeza. El tipo de la capucha sigue su camino con la misma pachorra que percibí antes. Entro, viajo en ascensor, abro la puerta de mi casa y me siento, a tiempo, en el váter.
Desde la acera, veo pasar un coche rojo a mucha más velocidad de la que puedo calcular. Giro la cabeza para ver cómo se aleja. Además, me ha parecido ver a un hombre caminando al principio de esta calle en la misma dirección que llevo yo. A ver... Sí, así es. Casi me pasa desapercibido, pero ahora espero que desaparezca pronto por una de las perpendiculares. Aparto la mirada de él y retomo la marcha. Aunque lo intento, ya no soy capaz de seguir la canción que los auriculares llevan a mis oídos.
Vuelvo a girar la cabeza. Sigue ahí. No hay ningún motivo para preocuparme por la presencia lejana de un señor que, probablemente, no se habrá dado cuenta siquiera de que estoy aquí. No lo hay, pero...
Me quito los auriculares porque la sensación de aislamiento del entorno me tenía a merced de la nada. O, lo que es lo mismo, me tenía a merced de todo lo que soy capaz de imaginar. Ahora sólo oigo el sonido de mis tacones como los tambores de un ejército en retirada que no puede huir lo suficiente. No hay nadie más en la calle. ¿Dónde está el resto del mundo? No es tan tarde.
La distancia entre nosotros ha disminuido, pero aún no puedo distinguir sus facciones. Sí distingo que viste una sudadera negra con capucha y que la lleva puesta. No llueve. Es inquietante que alguien lleve capucha cuando no llueve. No traerá buenas ideas cuando se cubre. ¿O se trata de una moda? Los chavales van así ahora, ¿no? No sé. No puedo pensar. Me estoy meando. Mucho.
La calle aquí solo deja un camino. Ninguna perpendicular cruza la avenida desde aquí hasta mi casa. Además, la acera por la que camino es la única posible. Unas obras impiden acceder a la de enfrente. De todas formas, cuando pude hacerlo, tampoco cambié de calle o de acera. No quise arriesgarme a empeorar mi situación. Si él hubiera tomado el mismo camino que yo, me hubiera cagado de miedo. Hay luz en el mercado. Dios, qué alegría. Intento girar el pomo. No puedo. Tiro de él. No se abre. Empujo la puerta. No se abre tampoco. Reemprendo con prisas el camino. Miro disimuladamente y, lógicamente, él está más cerca.
¿Por qué no me habré ido con Nuria? Voy a llamarle por teléfono. No va a cogérmelo. En realidad, es igual. Lo importante es que él crea que estoy hablando con alguien. Basta con acercarme el móvil a la oreja. Meto la mano en el bolso mientras ando deprisa. No lo encuentro. Tiene que estar bajo el tabaco. No lo encuentro. Remuevo enérgicamente con la mano el paquete, la cajita de maquillaje, el pañuelo, los putos auriculares... No está.
Le examino visualmente otra vez. La verdad es que el tío parece tan pancho. Avanza con toda la tranquilidad. Tiene pinta de persona normal. Bueno, ¿y qué? Si quisiera violarme, no iría anunciándolo con un cartel. Venga, ya queda poco. Se ve mi casa. Inicio un leve trote como quien no quiere la cosa. Con los tacones es imposible. Me tuerzo el pie izquierdo. Me quito los zapatos y troto descalza. Imposible, me duele el tobillo. Vuelvo a caminar.
Aún así, avanzo a buen ritmo. Voy mirando el suelo. Me concentro en ir lo más rápido que puedo. Pasar frente a fachadas y escaparates tan familiares para mí me da una inyección de moral. Llego a mi portal. Subo el escalón. Busco las llaves en el bolso. No las encuentro. Tienen que estar bajo el tabaco. No las encuentr... Sí, sí están ahí. Meto la llave en la cerradura. Buenas noches, escucho. Buenas noches, digo inmediatamente. Me quedo paralizada tres segundos. Consigo volver ligeramente a la cabeza. El tipo de la capucha sigue su camino con la misma pachorra que percibí antes. Entro, viajo en ascensor, abro la puerta de mi casa y me siento, a tiempo, en el váter.
domingo, 10 de noviembre de 2019
EL EMBAJADOR DE TIERRABLANCA
El embajador de Tierrablanca debió desaparecer en algún momento entre las doce y media y las seis. Sobre su mesa de trabajo, los cuerpos medio vacíos de una botella de brandy de Jerez y de dos copas. No había ningún rastro de violencia. Tampoco lo había de paz. Las cortinas adoptaban las formas que el viento que entraba por la ventana abierta iba eligiendo a capricho. Lo único claro hasta ese momento es que los perros de la policía habían captado un olor con forma de guitarra.
Esta noticia figuraba en primera página del diario el día en que empezó lo nuestro. Bien me he documentado sobre esa fecha. Desde entonces, Tierrablanca ya no existe y el embajador, que apareció una semana después sin dar explicación alguna, es un novelista de éxito. Nosotros, ya lo sabes. A nosotros estas cosas nos siguen importando un bledo.
Esta noticia figuraba en primera página del diario el día en que empezó lo nuestro. Bien me he documentado sobre esa fecha. Desde entonces, Tierrablanca ya no existe y el embajador, que apareció una semana después sin dar explicación alguna, es un novelista de éxito. Nosotros, ya lo sabes. A nosotros estas cosas nos siguen importando un bledo.
sábado, 9 de noviembre de 2019
EL CAMINO EQUIVOCADO
Sonó el despertador. Chuso se depiló las piernas, se vistió, cogió un plátano para el camino y se fue a toda velocidad sobre su bicicleta. Era su duodécima marcha cicloturista en lo que iba de año. Se inscribió justo antes de la prueba. Nunca lo hacía anticipadamente. A veces, hacerlo a última hora hacía que, con las prisas, al organizador se le olvidara cobrar el precio.
Los primeros kilómetros del recorrido le llevaron a un disgusto deshabitado hasta entonces. Había perdido ya el contacto con el grupo. Él, que era el ciclista más dotado de la comarca. Últimamente, se veía cada vez más bicicletas eléctricas en estas carreras, pero lo de aquel día era demasiado. Todas, salvo la suya, lo eran. Tuvo que esforzarse al máximo para alcanzar la última de ellas. Ya nunca pudo recuperar el aliento porque, al mirar la cara de quien estaba sobre el sillín, no vio expresión facial humana. A pesar de su forma de hombre, aquella era una criatura mecánica. En unos segundos, se vio rodeado por todo aquel grupo.
Chuso ya no tuvo tiempo de verme alejarme corriendo de allí por el camino equivocado.
Los primeros kilómetros del recorrido le llevaron a un disgusto deshabitado hasta entonces. Había perdido ya el contacto con el grupo. Él, que era el ciclista más dotado de la comarca. Últimamente, se veía cada vez más bicicletas eléctricas en estas carreras, pero lo de aquel día era demasiado. Todas, salvo la suya, lo eran. Tuvo que esforzarse al máximo para alcanzar la última de ellas. Ya nunca pudo recuperar el aliento porque, al mirar la cara de quien estaba sobre el sillín, no vio expresión facial humana. A pesar de su forma de hombre, aquella era una criatura mecánica. En unos segundos, se vio rodeado por todo aquel grupo.
Chuso ya no tuvo tiempo de verme alejarme corriendo de allí por el camino equivocado.
jueves, 7 de noviembre de 2019
DÍGASE ESTO CUANDO LE ENTREN GANAS DE IR A LA GUERRA
No soy neutral.
Soy el que escucha a todos
con oídos del otro bando.
Pero también soy el que dice no
a la propuesta irrechazable
de la fiera que encierro.
Si es necesario, rompo los espejos
para que tú tengas rostro
y pueda dejar yo
de ser un pedazo de cristal.
Yo borro las fronteras
para hacerle sitio al desgobierno del mar
y a los pueblos imposibles del horizonte.
No muerdo nunca
porque, si nos queda una oportunidad,
habrá de salirnos de la boca.
Yo soy lo que queda
de tantos que no hubieran querido
tener que dar la vida.
Por eso, me lo debo.
Me debo el amor
al que todo en ti me dirige.
Me debo la paz
porque yo soy todo lo que queda
de tantos que murieron creyendo
que habían ganado la guerra.
Soy el que escucha a todos
con oídos del otro bando.
Pero también soy el que dice no
a la propuesta irrechazable
de la fiera que encierro.
Si es necesario, rompo los espejos
para que tú tengas rostro
y pueda dejar yo
de ser un pedazo de cristal.
Yo borro las fronteras
para hacerle sitio al desgobierno del mar
y a los pueblos imposibles del horizonte.
No muerdo nunca
porque, si nos queda una oportunidad,
habrá de salirnos de la boca.
Yo soy lo que queda
de tantos que no hubieran querido
tener que dar la vida.
Por eso, me lo debo.
Me debo el amor
al que todo en ti me dirige.
Me debo la paz
porque yo soy todo lo que queda
de tantos que murieron creyendo
que habían ganado la guerra.
domingo, 3 de noviembre de 2019
ETREUM
Y, finalmente, murió.
Murió de una forma tan impersonal que las huellas de los dedos se le volvieron vulgares. Murió de un modo tan parecido a cualquiera que la enfermera que le observaba ni siquiera matizó su bostezo cuando el sol apuñaló la ventana para poner luz en el torso despojado de su última camisa.
Dos horas antes, había entrado en urgencias con el pecho descorazonado de dolor y la cabeza tan llena de luto que las piernas se las movía el color negro. Los fantasmas le vieron desear que los médicos hubieran hablado en otro idioma mientras la palabra soledad le daba picotazos. Nadie le hizo esperar para entrar rodando donde decenas de máquinas no valen ni la mitad de una esperanza.
Hacía un rato, su coche había demostrado ser una buena compra. Cuando subió, a pesar de mirarlo, no vio el pañuelo de Carmen en el asiento de al lado. A esa hora del domingo, el tráfico era sólo pasado y futuro, por lo que conseguía avanzar aunque tuviera que hacerlo arrastrando dos bloques de mármol sobre su ánimo. Como a todas las personas civilizadas, los domingos siempre le habían parecido insoportablemente aburridos pero, en ese momento, hubiera aceptado con euforia el peor tedio a cambio de la catástrofe íntima hacia la que se despeñaba.
Esa idea ya se le había pasado por la borrasca de la cabeza antes de salir de su casa. Mientras poblaba el pasillo de plegarias inútiles, de súplicas sin destinatario buscando que los síntomas del ocaso cesaran. Una bandada de pájaros asustados por un disparo iba apoderándose, poco a poco, de su voluntad. La incredulidad acabó desapareciendo como un misterio, como una marea que dejó a la intemperie de la tierra una certeza, hasta entonces, desconocida.
El desayuno de los domingos siempre era copioso porque nunca estaba llamado a satisfacer hambre alguna. Aquella vez, se tradujo sólo en café de ayer. Las molestias que le habían amanecido en ese órgano incomprensible no disminuían y empezó a preocuparse por causas naturales. Mientras, la televisión se esforzaba por mantener cierto contacto entre aquella casa y la opinión pública internacional.
Había invertido el primer momento de consciencia del día en encenderla desde la cama. La voz que salía despedida del reproductor causaba en él un desagrado soñoliento pero ni siquiera consideró la posibilidad de presionar el botón de apagado. Esa molestia pugnaba con un taciturno malestar en el tórax por llamar su atención pero la falta de agresividad de ambas hacía que se ocultaran la una a la otra. Hasta que, cobardemente, el dolor fue saliendo de su escondrijo.
Súbitamente, parecían haberse precipitado muchos inviernos desde las tres cuarenta y siete de la madrugada. A esa oscuridad en punto, Carmen había empezado a devolver a su bolso todo cuanto había extraído durante las horas que había permanecido en la casa. Mientras observaba su cara con fingida naturalidad, a él le pareció que las teóricas imperfecciones, a la vista una vez huido el maquillaje con el que había llegado, le volvían más guapa. No se lo dijo porque estaba seguro de que a ella no le hubieran parecido palabras sinceras. Carmen le dejó una explicación de por qué debía marcharse a esa hora y salió tras besar sus labios. A él le pareció que aquél era un beso en la mejilla que le daban en la boca.
Más aún si lo comparaba con el beso que había empapado de Carmen esa misma noche. Un beso que había llegado a sus bocas arrastrado por la inercia de tantos besos precedentes que se habían dado de bruces con la puerta de la realidad hasta derribarla. Un beso que era todos sus besos desde el primero hasta el último. Nunca se sintió tan abrazado como por los dientes de Carmen. Primero fue el sabor a ginebra, después todo le supo a puerta abierta. Después las fieras devoraron los botones y descubrió que los pechos de Carmen eran ciertos al fin y tembló al pensar que, desde el principio de su breve historia en común, bajo tantos saludos de cortesía, esos dos pezones probablemente siempre habían estado ahí. Un aullido le hizo volver la vista al mundo que sólo unas bragas saben crear cuando se van. La mera contemplación de la vagina desnuda de Carmen, cada vez más próxima, le pareció por sí sola un acto sexual. Después todo le supo a puerta abierta.
Se habían sentado en aquel sofá nada más llegar al apartamento veinte minutos después de que Antonio hubiera cerrado el bar. Él sirvió dos copas en una pequeña mesa que dormía frente a ellos. Un canal dedicado a la música de las tres últimas décadas del siglo pasado eligió ese momento, y no otro, para programar una canción del grupo favorito de Carmen. Con los primeros acordes, él no pudo evitar verbalizar el placer que le producía escuchar aquello. Y no mentía. Ni siquiera exageraba. Le dominaba una atracción caliza por todo lo que su cerebro relacionara con Carmen. Al alejarse de la pantalla cuando terminó la canción, sus miradas confluyeron y él creyó entender para qué narices tenemos ojos los seres humanos.
Ya antes, en el bar, le había sobresaltado el grito de los ojos de Carmen. Fue mientras Antonio, manchado siempre de mal humor, les contaba que cerraba la persiana definitivamente a final de año. Les dio detalle de las causas de su abandono del negocio y de sus planes de futuro pero él sólo registró en el cerebro el vago titular de la nueva. Lo único que conservó de ese relato fue que aquello tenía algo que ver con una casa rural en Otero de Herreros. Cuando volvieron a quedarse solos empezaron a tirar del hilo de la cerveza hasta aflojar los nudos de las primeras personas del singular y absorber la distancia. Después, cuando probó el primer gintonic, él fue repentinamente consciente de que ya habían cenado. Había pasado de puntillas por aquellos platos. Algo sumamente extraordinario en uno de esos tipos de los que damos una importancia capital a la comida.
De importancia capital. Había leído esa expresión en el cuadernillo que le entregaron al entrar al teatro referida a Amadeus, la obra que Carmen había elegido. El director de más éxito de aquellos días, Enrique Sánchez Serra, se presentaba en la ciudad con un montaje en el que había introducido algunas modificaciones sobre el texto de Shaffer. Don Enrique sabría por qué. La tarde enmudeció mientras él miraba la escena desde el lugar al que le había llevado el olor inalcanzable de Carmen.
Se sentía bien. Ni rastro del regusto agridulce de cuando estaba esperando a Carmen en la puerta del teatro. Algo, que no eran nervios ni inseguridad exactamente, le hacía sentirse tan incómodo en los momentos previos a un encuentro acordado con Carmen que, sin llegar a verbalizárselo a sí mismo, deseaba que ella no llegara a aparecer y poder permanecer en la pax romana que es la soledad para hombres que son como era él. Luego, apareció Carmen y un viento de nadie se llevó lejos aquellas soplapolleces.
Había empezado el sábado en el sofá de casa, con un portátil en el regazo en el que rellenaba documentos encabezados por el logotipo de su empresa. Mientras lo hacía de modo casi mecánico, pensó en su amigo Juan. Él también debió haberse hecho funcionario. Juan no tenía que trabajar fuera de su cómodo horario ni tenía más preocupación que elegir en qué sucursal bancaria recibiría su sueldo a final de mes. Él también debió haberse hecho funcionario. Si Juan había aprobado aquel examen... en fin. Se había hecho tarde para pensar en preparar nada para comer. Bajó al bar de Antonio, pidió un pincho de tortilla y reservó una mesa para dos para la noche.
Había terminado el viernes con el mismo portátil en el regazo en el que rellenaba documentos encabezados por el logotipo de su empresa. Cuando le venía a la mente la reunión que había mantenido con el resto de responsables de departamento y con el coordinador general, la ira dominaba sus mejillas. Era una injusticia. Era una puta injusticia. Era una put... de pronto se sobresaltó al ver en la esquina inferior derecha del ordenador lo tarde que era, apuró la cerveza que le acompañaba y se levantó para acostarse. Mientras caminaba por el pasillo, sintió febrero en todo el cuerpo. Se metió deprisa en la cama y se contrajo bajo las sábanas y la manta. Cuando entró un poco en calor, se masturbó extrayendo mínimamente el pene por el hueco que dejaban los botones abiertos del pantalón de su pijama. Cuando terminó, pensó que estas cosas, antes, las hacía contemplando imágenes pornográficas salidas de páginas web pero, desde que admitió ante sí que estaba enamorado de Carmen, sólo se masturbaba evocándola. Le pareció algo terriblemente romántico y se durmió dudando si a Carmen se lo parecería si lo supiera.
Prácticamente todas sus noches tenían un final similar. Por eso, le llamaban la atención noches como la del jueves. Esa noche entró en la cama arrastrando un ánimo incompatible con el onanismo. Incluso con el practicado por amor. Había pasado la tarde con su madre. Todo lo que vio en ella, todo lo que salió de su boca le sumió en la evidencia de que sus padres se habían hecho viejos. Ese convencimiento, unido a la contemplación de las canas propias en el espejo, provocó que la ceniza llegada de un estallido sordo llenara las palmas de sus manos. Volvió a demostrarse que nada deja más aturdido al ser humano que la llegada de algo que ya sabía inevitable.
La previsión meteorológica del miércoles dejaba la ciudad en mal lugar. Después, todo fue a peor con el resumen de noticias del día que el programa de radio que frecuentaba repetía cada hora en punto. El paro había subido. Su equipo se acercaba al descenso de categoría. La tensión territorial de su país se acercaba a la ebullición. La tasa de criminalidad constituía otro máximo histórico. La recesión se multiplicaba. Una guerra preventiva parecía necesaria. Escuchando aquello, él no salía de su zozobra: el mensaje que había enviado la noche anterior a Carmen tenía las dos marcas azules desde hacía horas pero ella todavía no le había contestado.
Ahora se arrepentía de haberlo enviado pero, cuando la concibió, la idea de aquel mensaje le pareció una genialidad abracadabrante. Había pulido el texto durante una hora y diecisiete minutos. Qué cantidad de matices era capaz de advertir su cerebro en un "Hola Carmen. ¿Hace un cine el sábado? Yo invito". Qué cantidad de matices era capaz de advertir su cerebro en la palabra Carmen. Un nombre que, hasta hacía bien poco, ni siquiera le gustaba y que ahora repetía en silencio como la única manera posible de ser sincero. Un nombre que, desde hacía bien poco, temía verbalizar en público porque le parecía imposible que el resto del mundo no advirtiera el significado extremo que para él tenía ese vocablo.
Por eso, a pesar de estar completamente solo, experimentó un calor parecido al rubor cuando introdujo Carmen - Chunguitos en el buscador de los archivos musicales de su teléfono nada más salir del trabajo. Con esa canción ardiendo en sus auriculares, atravesó deprisa la avenida José García Mármol. Al pasar cerca de la puerta de la iglesia que hacía de frontera entre el norte y el sur de la calle, percibió el olor a incienso que escapaba con disimulo del templo. Aquello le agradó, principalmente, porque le transportó a su infancia pero ni siquiera eso le hizo plantearse entrar en aquel recinto a resguardarse del frío. Estaba bautizado, comulgado y confirmado pero descreía de cualquier idea de Dios sin el menor atisbo de duda. Se interrogó en ese momento si, cuando fuera viejo y sintiera que la muerte fuera una posibilidad real e inmediata, no le entraría alguna duda. No respondió él sino la voz de Los Chunguitos... voy a tener que emborracharme.
Hacía una eternidad que no se emborrachaba. Durante la comida, Corrales, uno de los becarios, narró toda una serie de peripecias que le acontecieron durante la borrachera de su último fin de semana. Un derramar de risas iba trasladándose de uno a otro lado de la mesa mientras hablaba. Él observaba a Corrales con un ojo a la vez que, con el otro, echaba la vista hacia tantos sábados idénticos al que salía de la boca de su compañero. Echó de menos estar borracho rodeado por otros igualmente borrachos. Por más tiempo que pasara nunca superaría la adicción a tener risas derramándose alrededor de una mesa.
La Alegría es una taberna destartalada situada frente al supermercado al que, cada lunes, acudía a hacer la compra semanal. Atravesó la puerta a la mayor velocidad que le permitió la amplitud de su zancada, consciente de que la hora de cierre estaba próxima. No había llegado a introducir en la cesta el tercer artículo de la lista que traía preparada, cuando a lo lejos, creyó ver a Carmen esperando turno en la pescadería. Al fijarse mejor, comprobó que, una vez más, se trataba de un espejismo y recuperó el desaliento. Terminó la compra dejando para la semana siguiente lo más pesado. En la caja registradora se encontró con la misma pregunta de siempre. ¿Cuántas bolsas necesita? Volvió a indignarse en silencio como cada vez que le planteaban ese interrogante. Era incapaz de comprender por qué debía hacer un pronóstico de cuántas bolsas serían necesarias. ¿Por qué no podía aguardarse a que los hechos demostraran cuántas bolsas eran precisas?
Sabido es que la ducha suele ofrecer respuestas que no se buscan. No sucedió entonces. Abrió los grifos y el lunes cayó a veinticinco grados sobre su espalda. Fijó la atención en la etiqueta del bote de champú. Sabido es que existe un estado en el que uno no está ni siquiera solo. Existe un estado en el que el corazón percibe una carencia mayor que cuando siente soledad.
Todo empezó demasiado pronto. Despertó con el cansancio propio de quien se despierta antes de empezar a soñar.
Murió de una forma tan impersonal que las huellas de los dedos se le volvieron vulgares. Murió de un modo tan parecido a cualquiera que la enfermera que le observaba ni siquiera matizó su bostezo cuando el sol apuñaló la ventana para poner luz en el torso despojado de su última camisa.
Dos horas antes, había entrado en urgencias con el pecho descorazonado de dolor y la cabeza tan llena de luto que las piernas se las movía el color negro. Los fantasmas le vieron desear que los médicos hubieran hablado en otro idioma mientras la palabra soledad le daba picotazos. Nadie le hizo esperar para entrar rodando donde decenas de máquinas no valen ni la mitad de una esperanza.
Hacía un rato, su coche había demostrado ser una buena compra. Cuando subió, a pesar de mirarlo, no vio el pañuelo de Carmen en el asiento de al lado. A esa hora del domingo, el tráfico era sólo pasado y futuro, por lo que conseguía avanzar aunque tuviera que hacerlo arrastrando dos bloques de mármol sobre su ánimo. Como a todas las personas civilizadas, los domingos siempre le habían parecido insoportablemente aburridos pero, en ese momento, hubiera aceptado con euforia el peor tedio a cambio de la catástrofe íntima hacia la que se despeñaba.
Esa idea ya se le había pasado por la borrasca de la cabeza antes de salir de su casa. Mientras poblaba el pasillo de plegarias inútiles, de súplicas sin destinatario buscando que los síntomas del ocaso cesaran. Una bandada de pájaros asustados por un disparo iba apoderándose, poco a poco, de su voluntad. La incredulidad acabó desapareciendo como un misterio, como una marea que dejó a la intemperie de la tierra una certeza, hasta entonces, desconocida.
El desayuno de los domingos siempre era copioso porque nunca estaba llamado a satisfacer hambre alguna. Aquella vez, se tradujo sólo en café de ayer. Las molestias que le habían amanecido en ese órgano incomprensible no disminuían y empezó a preocuparse por causas naturales. Mientras, la televisión se esforzaba por mantener cierto contacto entre aquella casa y la opinión pública internacional.
Había invertido el primer momento de consciencia del día en encenderla desde la cama. La voz que salía despedida del reproductor causaba en él un desagrado soñoliento pero ni siquiera consideró la posibilidad de presionar el botón de apagado. Esa molestia pugnaba con un taciturno malestar en el tórax por llamar su atención pero la falta de agresividad de ambas hacía que se ocultaran la una a la otra. Hasta que, cobardemente, el dolor fue saliendo de su escondrijo.
Súbitamente, parecían haberse precipitado muchos inviernos desde las tres cuarenta y siete de la madrugada. A esa oscuridad en punto, Carmen había empezado a devolver a su bolso todo cuanto había extraído durante las horas que había permanecido en la casa. Mientras observaba su cara con fingida naturalidad, a él le pareció que las teóricas imperfecciones, a la vista una vez huido el maquillaje con el que había llegado, le volvían más guapa. No se lo dijo porque estaba seguro de que a ella no le hubieran parecido palabras sinceras. Carmen le dejó una explicación de por qué debía marcharse a esa hora y salió tras besar sus labios. A él le pareció que aquél era un beso en la mejilla que le daban en la boca.
Más aún si lo comparaba con el beso que había empapado de Carmen esa misma noche. Un beso que había llegado a sus bocas arrastrado por la inercia de tantos besos precedentes que se habían dado de bruces con la puerta de la realidad hasta derribarla. Un beso que era todos sus besos desde el primero hasta el último. Nunca se sintió tan abrazado como por los dientes de Carmen. Primero fue el sabor a ginebra, después todo le supo a puerta abierta. Después las fieras devoraron los botones y descubrió que los pechos de Carmen eran ciertos al fin y tembló al pensar que, desde el principio de su breve historia en común, bajo tantos saludos de cortesía, esos dos pezones probablemente siempre habían estado ahí. Un aullido le hizo volver la vista al mundo que sólo unas bragas saben crear cuando se van. La mera contemplación de la vagina desnuda de Carmen, cada vez más próxima, le pareció por sí sola un acto sexual. Después todo le supo a puerta abierta.
Se habían sentado en aquel sofá nada más llegar al apartamento veinte minutos después de que Antonio hubiera cerrado el bar. Él sirvió dos copas en una pequeña mesa que dormía frente a ellos. Un canal dedicado a la música de las tres últimas décadas del siglo pasado eligió ese momento, y no otro, para programar una canción del grupo favorito de Carmen. Con los primeros acordes, él no pudo evitar verbalizar el placer que le producía escuchar aquello. Y no mentía. Ni siquiera exageraba. Le dominaba una atracción caliza por todo lo que su cerebro relacionara con Carmen. Al alejarse de la pantalla cuando terminó la canción, sus miradas confluyeron y él creyó entender para qué narices tenemos ojos los seres humanos.
Ya antes, en el bar, le había sobresaltado el grito de los ojos de Carmen. Fue mientras Antonio, manchado siempre de mal humor, les contaba que cerraba la persiana definitivamente a final de año. Les dio detalle de las causas de su abandono del negocio y de sus planes de futuro pero él sólo registró en el cerebro el vago titular de la nueva. Lo único que conservó de ese relato fue que aquello tenía algo que ver con una casa rural en Otero de Herreros. Cuando volvieron a quedarse solos empezaron a tirar del hilo de la cerveza hasta aflojar los nudos de las primeras personas del singular y absorber la distancia. Después, cuando probó el primer gintonic, él fue repentinamente consciente de que ya habían cenado. Había pasado de puntillas por aquellos platos. Algo sumamente extraordinario en uno de esos tipos de los que damos una importancia capital a la comida.
De importancia capital. Había leído esa expresión en el cuadernillo que le entregaron al entrar al teatro referida a Amadeus, la obra que Carmen había elegido. El director de más éxito de aquellos días, Enrique Sánchez Serra, se presentaba en la ciudad con un montaje en el que había introducido algunas modificaciones sobre el texto de Shaffer. Don Enrique sabría por qué. La tarde enmudeció mientras él miraba la escena desde el lugar al que le había llevado el olor inalcanzable de Carmen.
Se sentía bien. Ni rastro del regusto agridulce de cuando estaba esperando a Carmen en la puerta del teatro. Algo, que no eran nervios ni inseguridad exactamente, le hacía sentirse tan incómodo en los momentos previos a un encuentro acordado con Carmen que, sin llegar a verbalizárselo a sí mismo, deseaba que ella no llegara a aparecer y poder permanecer en la pax romana que es la soledad para hombres que son como era él. Luego, apareció Carmen y un viento de nadie se llevó lejos aquellas soplapolleces.
Había empezado el sábado en el sofá de casa, con un portátil en el regazo en el que rellenaba documentos encabezados por el logotipo de su empresa. Mientras lo hacía de modo casi mecánico, pensó en su amigo Juan. Él también debió haberse hecho funcionario. Juan no tenía que trabajar fuera de su cómodo horario ni tenía más preocupación que elegir en qué sucursal bancaria recibiría su sueldo a final de mes. Él también debió haberse hecho funcionario. Si Juan había aprobado aquel examen... en fin. Se había hecho tarde para pensar en preparar nada para comer. Bajó al bar de Antonio, pidió un pincho de tortilla y reservó una mesa para dos para la noche.
Había terminado el viernes con el mismo portátil en el regazo en el que rellenaba documentos encabezados por el logotipo de su empresa. Cuando le venía a la mente la reunión que había mantenido con el resto de responsables de departamento y con el coordinador general, la ira dominaba sus mejillas. Era una injusticia. Era una puta injusticia. Era una put... de pronto se sobresaltó al ver en la esquina inferior derecha del ordenador lo tarde que era, apuró la cerveza que le acompañaba y se levantó para acostarse. Mientras caminaba por el pasillo, sintió febrero en todo el cuerpo. Se metió deprisa en la cama y se contrajo bajo las sábanas y la manta. Cuando entró un poco en calor, se masturbó extrayendo mínimamente el pene por el hueco que dejaban los botones abiertos del pantalón de su pijama. Cuando terminó, pensó que estas cosas, antes, las hacía contemplando imágenes pornográficas salidas de páginas web pero, desde que admitió ante sí que estaba enamorado de Carmen, sólo se masturbaba evocándola. Le pareció algo terriblemente romántico y se durmió dudando si a Carmen se lo parecería si lo supiera.
Prácticamente todas sus noches tenían un final similar. Por eso, le llamaban la atención noches como la del jueves. Esa noche entró en la cama arrastrando un ánimo incompatible con el onanismo. Incluso con el practicado por amor. Había pasado la tarde con su madre. Todo lo que vio en ella, todo lo que salió de su boca le sumió en la evidencia de que sus padres se habían hecho viejos. Ese convencimiento, unido a la contemplación de las canas propias en el espejo, provocó que la ceniza llegada de un estallido sordo llenara las palmas de sus manos. Volvió a demostrarse que nada deja más aturdido al ser humano que la llegada de algo que ya sabía inevitable.
La previsión meteorológica del miércoles dejaba la ciudad en mal lugar. Después, todo fue a peor con el resumen de noticias del día que el programa de radio que frecuentaba repetía cada hora en punto. El paro había subido. Su equipo se acercaba al descenso de categoría. La tensión territorial de su país se acercaba a la ebullición. La tasa de criminalidad constituía otro máximo histórico. La recesión se multiplicaba. Una guerra preventiva parecía necesaria. Escuchando aquello, él no salía de su zozobra: el mensaje que había enviado la noche anterior a Carmen tenía las dos marcas azules desde hacía horas pero ella todavía no le había contestado.
Ahora se arrepentía de haberlo enviado pero, cuando la concibió, la idea de aquel mensaje le pareció una genialidad abracadabrante. Había pulido el texto durante una hora y diecisiete minutos. Qué cantidad de matices era capaz de advertir su cerebro en un "Hola Carmen. ¿Hace un cine el sábado? Yo invito". Qué cantidad de matices era capaz de advertir su cerebro en la palabra Carmen. Un nombre que, hasta hacía bien poco, ni siquiera le gustaba y que ahora repetía en silencio como la única manera posible de ser sincero. Un nombre que, desde hacía bien poco, temía verbalizar en público porque le parecía imposible que el resto del mundo no advirtiera el significado extremo que para él tenía ese vocablo.
Por eso, a pesar de estar completamente solo, experimentó un calor parecido al rubor cuando introdujo Carmen - Chunguitos en el buscador de los archivos musicales de su teléfono nada más salir del trabajo. Con esa canción ardiendo en sus auriculares, atravesó deprisa la avenida José García Mármol. Al pasar cerca de la puerta de la iglesia que hacía de frontera entre el norte y el sur de la calle, percibió el olor a incienso que escapaba con disimulo del templo. Aquello le agradó, principalmente, porque le transportó a su infancia pero ni siquiera eso le hizo plantearse entrar en aquel recinto a resguardarse del frío. Estaba bautizado, comulgado y confirmado pero descreía de cualquier idea de Dios sin el menor atisbo de duda. Se interrogó en ese momento si, cuando fuera viejo y sintiera que la muerte fuera una posibilidad real e inmediata, no le entraría alguna duda. No respondió él sino la voz de Los Chunguitos... voy a tener que emborracharme.
Hacía una eternidad que no se emborrachaba. Durante la comida, Corrales, uno de los becarios, narró toda una serie de peripecias que le acontecieron durante la borrachera de su último fin de semana. Un derramar de risas iba trasladándose de uno a otro lado de la mesa mientras hablaba. Él observaba a Corrales con un ojo a la vez que, con el otro, echaba la vista hacia tantos sábados idénticos al que salía de la boca de su compañero. Echó de menos estar borracho rodeado por otros igualmente borrachos. Por más tiempo que pasara nunca superaría la adicción a tener risas derramándose alrededor de una mesa.
La Alegría es una taberna destartalada situada frente al supermercado al que, cada lunes, acudía a hacer la compra semanal. Atravesó la puerta a la mayor velocidad que le permitió la amplitud de su zancada, consciente de que la hora de cierre estaba próxima. No había llegado a introducir en la cesta el tercer artículo de la lista que traía preparada, cuando a lo lejos, creyó ver a Carmen esperando turno en la pescadería. Al fijarse mejor, comprobó que, una vez más, se trataba de un espejismo y recuperó el desaliento. Terminó la compra dejando para la semana siguiente lo más pesado. En la caja registradora se encontró con la misma pregunta de siempre. ¿Cuántas bolsas necesita? Volvió a indignarse en silencio como cada vez que le planteaban ese interrogante. Era incapaz de comprender por qué debía hacer un pronóstico de cuántas bolsas serían necesarias. ¿Por qué no podía aguardarse a que los hechos demostraran cuántas bolsas eran precisas?
Sabido es que la ducha suele ofrecer respuestas que no se buscan. No sucedió entonces. Abrió los grifos y el lunes cayó a veinticinco grados sobre su espalda. Fijó la atención en la etiqueta del bote de champú. Sabido es que existe un estado en el que uno no está ni siquiera solo. Existe un estado en el que el corazón percibe una carencia mayor que cuando siente soledad.
Todo empezó demasiado pronto. Despertó con el cansancio propio de quien se despierta antes de empezar a soñar.
jueves, 31 de octubre de 2019
EPITAFIO A VOCES
Aún hoy, conservo el sentido
de saber que estás aquí.
Aún hoy, bajo la piedra y el olvido,
sin aire y sin carcajadas,
sin lugar y sin carne,
sin fuerza y sin tiempo,
sin verso y sin moneda,
sin ciencia y sin oportunidad,
créeme, aún hoy, yo
la esperanza no la he perdido.
de saber que estás aquí.
Aún hoy, bajo la piedra y el olvido,
sin aire y sin carcajadas,
sin lugar y sin carne,
sin fuerza y sin tiempo,
sin verso y sin moneda,
sin ciencia y sin oportunidad,
créeme, aún hoy, yo
la esperanza no la he perdido.
domingo, 27 de octubre de 2019
PONERSE A SALVO
No sé por qué os cuento esto -si los vierais abrazados al fondo del vagón del Metro probablemente no los reconoceríais- pero no por eso voy a dejar de hacerlo.
Desconozco quién los presentó. Da igual. Ignoro, también, qué sucesión de hechos les condujo a besarse pero os aseguro, porque es evidente, que aún no han terminado de darse el primer beso. Tal vez, consigan ponerse a salvo del siguiente capítulo. Tal vez, algún día los veáis abrazados al fondo del vagón del Metro pero, probablemente, no vais a reconocerlos.
Desconozco quién los presentó. Da igual. Ignoro, también, qué sucesión de hechos les condujo a besarse pero os aseguro, porque es evidente, que aún no han terminado de darse el primer beso. Tal vez, consigan ponerse a salvo del siguiente capítulo. Tal vez, algún día los veáis abrazados al fondo del vagón del Metro pero, probablemente, no vais a reconocerlos.
sábado, 26 de octubre de 2019
PERDERSE POR EL CAMINO
Qué difícil resulta sorprender a quien, como yo, ha cruzado con tantas personas ya la asimetría de sus vidas respectivas en el metro. Sin embargo, observar a aquel niño desde mi asiento canoso llamó a gritos mi atención. Jugaba a inventar países. No a conquistarlos. No a someterlos. Su fantasía hablaba con detalle de los territorios que había creado mientras su mano iba esbozando un mapa que traducía, poco a poco, sus palabras. No tengo la menor idea de dónde lleva aquella cartografía improvisada, pero estoy seguro de que ese niño no va a perderse por el camino.
viernes, 11 de octubre de 2019
LA CARTA DE BARROS
Terminó
la consulta con un caso de bradicardia. Simpatizaba con los pacientes que
presentaban esta característica. Su padre y su mejor amigo la tenían también.
Llegó al aparcamiento. Subió al coche. La radio informó de la caída del
gobierno italiano hasta que el sonido del teléfono la interrumpió y fue
sustituida por la voz de Barros, que entraba a través del dispositivo manos
libres.
Barros,
antiguo sacerdote que dejó el ministerio para casarse (y divorciarse seis meses
después) con una feligresa, era su vecino. Justificó su llamada en que había
golpeado su puerta varias veces sin resultado. El cartero, otra vez, había
confundido los buzones y había dejado en el de Barros una carta para él. Dejó
constancia, innecesaria como toda la llamada, de que la introducía en su casa
por debajo de la puerta y colgó.
Llevaba
un rato en la ducha cuando recordó la monserga de Barros. Supuso que habría
pisado el sobre al entrar sin reparar en él. Aún vestido de gotas, lo abrió
para descubrir que encerraba un tríptico publicitario. Sólo ese pobre infeliz
podía pensar que, a estas alturas, se comunicara algo importante por carta.
Donde sí encontró algo que llamó su atención fue en la bandeja de su correo
electrónico al abrirlo tras el intrascendente episodio epistolar.
El asunto
del email era Fin de semana de singles en
Salamanca. Leyó muy por encima las condiciones antes de inscribirse porque,
aunque no había asistido a ningún evento de ese tipo, hace tiempo que tenía
decidido aceptar la primera propuesta similar que le realizaran. Ni siquiera la
precipitación, era jueves y la cita era al día siguiente, le hizo dudar.
No voy
relatar lo acontecido hasta las nueve de la noche del viernes por no violar el
derecho a la intimidad de sus pacientes más de lo estrictamente necesario. A
esa hora, salió en coche hacia Salamanca provisto de una pequeña maleta y una
emoción íntima de la que le hubiera sido muy difícil explicar su naturaleza.
No tardó
en dedicar su pensamiento a la preparación de una táctica para el fin de
semana. En esa época del año ya era noche cerrada, por lo que sus ideas se
cruzaban continuamente con los faros de los vehículos que circulaban en sentido
contrario. Sin embargo, eso no les impedía avanzar. Se le acumulaban en la
mente frases que aplicar según las distintas circunstancias en las que pudiera
verse envuelto, temas de conversación en que pudiera sentirse cómodo y pautas
de comportamiento que le acercaran al objetivo.
¿Cuál era
el objetivo? Ni que decir tiene que el sexo siempre lo es, pero no exclusivamente.
Buscaba algo más. ¿Amor? Mucho pedir. ¿Amistad? ¿Compañía? No se respondió.
Había temas, delicados como ése, que no trataba consigo mismo. Además, sintió
en el estómago un retortijón de dimensiones gigantescas. Un hachazo del
intestino que le dobló como al olmo viejo y le dibujo un riptus penoso en la
cara. Duró unos segundos y, después, el dolor se apagó lentamente como una vela
triste de cumpleaños dejando paso, primero, al alivio y, poco después, al tedio.
Y, junto
al tedio, la lluvia. El cristal se llenó de sus impactos. Accionó los limpia
parabrisas y la contemplación de aquella imagen, la psicología podrá explicar
por qué, le llevó al tiempo en que iba al cine con su hermana todos los
miércoles. Lo llamaban el día del espectador los empresarios de las salas de
proyección. Ellos lo llamaban... No llegó a evocar el nombre. Se
interpuso un retortijón todavía más terrible.
Lo que le
acosaba por dentro estaba a punto de tirar la puerta abajo y salir. Él contrajo
el esfínter con todas sus fuerzas dispuesto a resistir. Notó enseguida que dos
lágrimas se dirigían a lanzarse por el balcón de sus ojos. Llegó a pensar en
capitular y, entonces, milagrosa, se materializó cercana un área de servicio.
El
aparcamiento estaba desierto. Es difícil correr encorvado y con el culo
apretado pero lo consiguió y llegó al pequeño edificio, también completamente
vacío, que era a la vez cafetería, tienda de alimentación y quiosco de
prensa. Cruzó la puerta abierta, alcanzó el cuarto de baño y se derramó estruendosamente
en el inodoro.
Una vez
recorrido el camino que va del padecimiento al alivio, accionó la cisterna y
salió. Al hacerlo, se encontró el negocio múltiple completamente a oscuras. Un
apagón, pensó inicialmente, pero se dio cuenta de que era mucho peor, aunque no
lo confirmó hasta que se acercó a tientas a la puerta y comprobó que estaba
cerrada. Un mazazo de incredulidad le aplastó el ánimo. ¿Qué había pasado? Su
reloj y un pequeño cartel en la puerta le respondieron por cortesía de la luz
desprendida de una farola. Aquello cerraba a las diez y eran las diez y trece.
Estaba claro que había entrado en pleno proceso de cierre sin que el cancerbero
reparase en su presencia y se había quedado preso de aquel sinsentido.
Empezó a
agitar el pomo de la puerta. Lentamente, primero. Deprisa, después.
Frenéticamente, por último. De ahí, las manos viajaron desesperadas a la
cabeza. A continuación, repitió este viaje manual un invierno de veces, hasta
que necesitó palparse los bolsillos. El teléfono móvil se había quedado en el
coche en su precipitado descenso y, aunque la buscó como si de un antídoto se
tratara, no halló allí una línea fija. Gritó pidiendo ayuda con idéntico
resultado. Salió basura de su boca y golpeó con fuerza el mostrador como si
aquello tuviera algún objeto.
Inspirado por la necesidad, llegó a reunir cuatro planes
de fuga en un santiamén. Tres de ellos quedaron descartados en cuanto los pensó
dos veces. La única opción de salir de allí era golpear la puerta de cristal
con algún objeto con la contundencia necesaria para romperla. Se le hicieron
visibles dos pegas: que pudiera haber cámaras y que sonara alguna alarma al
reventar la puerta. El primer problema lo resolvió encontrando el dispositivo
de vídeo, sacando el disco y partiéndolo con facilidad. Tras ello, el dilema de
si había o no alarma le pareció absurdo puesto que, si la había, quién demonio
iba a oírla.
Así, arrojó con furia montecristiana un extintor contra
la puerta y, al romperse en la medida suficiente para cruzarla, salió de allí
por piernas bajo, efectivamente, el sonido de una alarma perfectamente inútil.
Se acercó al coche en el estado de euforia del evadido y pulsó la llave de
apertura a unos metros de distancia. ¿Cuántos? Muy pocos, pero esa distancia le
pareció insalvable cuando surgió un perrazo negro que se dirigía hacia él a
ladrido en cuello. Estalló a correr guiado por el pánico con el can detrás.
Inútil sería explicar qué sentía entonces a los afortunados que nunca se han
visto en una de éstas. Lo que sí debo decir es que logró alcanzar una velocidad
que, de largo, supuso una plusmarca personal que le permitió alcanzar la
valla que separaba el aparcamiento del ¿bosque? ¿monte? Lo único claro es que
se trataba de terreno rústico y que cayó de golpe sobre él al saltar la valla
en dos tiempos.
Desde el suelo, vio cómo el perro trataba de saltar el
obstáculo, enardecido por la persecución. De momento, no tenía éxito, pero
temía con fundamento que, en una de ésas, lo consiguiese. Así que resolvió
poner tierra de por medio y se alejó de allí al trote y entre sollozos. Fue una
huida necesaria que le llevó a una situación menos acuciante pero igualmente
hija del terror. Avanzar a oscuras por aquel terreno, a merced de ruidos de
origen indescifrable para él hizo que su cuerpo empezara a temblar sin control.
Periódicamente, escuchaba movimientos entre los arbustos cercanos. No podía ver
prácticamente, pero por la vía del oído se le estaba escapando la vida. La
noche se desgarró cuando notó unas fuertes pisadas entre unas ramas vecinas y
vomitó. Nada salió de allí. Nada pasó y se fue arrastrando aquel sabor.
Unos ratos trotaba, otros caminaba o avanzaba hacia quién
sabía dónde de rodillas. Llevaba una eternidad deshaciéndose en aquel éxodo,
pero el amanecer debía estar aún en otra parte del mundo y no lo encontraba. El
camino terminó para él cuando debajo de una de sus pisadas sólo encontró vacío y
se precipitó desde una altura que rondaba el metro. Cayó de bruces. Quedó
tendido boca abajo en el suelo. La pituitaria se le llenó de tierra. Una vez
más, lloró. Ahora, a borbotones durante veinte minutos hasta que acabó por
quedarse dormido.
Despertó bruscamente. Tanto que en otras circunstancias
el espasmo hubiera parecido fingido. Una vez que consiguió ponerse vertical,
retomó la marcha en una dirección aleatoria. Su situación seguía siendo
comprometida pero la luz del día trajo sosiego y, después de lo que había
experimentado, la atmósfera se le hizo respirable. Tratar de orientarse hubiera
sido perder el tiempo. Jamás tuvo la menor capacidad espacial. Lo mejor era
moverse porque, simplemente, quedarse quieto parecía peor.
No tuvo ninguna sensación de estar acercándose a terreno
habitado. No percibió nada que le hiciera suponerse en el buen camino y, de
pronto, sin embargo, tras unas ramas, se hizo visible una carretera. Arrancó a
correr emitiendo extraños sonidos a través de los que empezó a llover un
éxtasis irrefrenable. Estuvo dos veces a punto de abrazarse a sí mismo cuando
llegó al arcén de la vía. En los quinientos metros que recorrió por él se cruzó
con tres coches. Sus ocupantes le miraron estupefactos, pero nadie le ofreció
ayuda ni él la pidió. Tras una rotonda, alcanzó las afueras de una ciudad. No
supo que se trataba de Salamanca hasta que se topó con un edificio imponente
coronado por un letrero elegante que rezaba Hotel Castilla. Junto
a su puerta, un soporte publicitario sostenía un mensaje claro y rotundo. Fin
de semana de singles. Junto al hotel, se ubicada una franquicia de
artículos del hogar que le resultó familiar. Buscó dinero en sus bolsillos y
subió la apuesta.
Tras lanzar su ropa impregnada de vómito, sangre y barro
a un contenedor, se dirigió, en calzoncillos y portando una toalla amarilla que
había adquirido en la franquicia de marras, hacia el hotel. Justo antes de
entrar en él, abordó a una mujer depositando dos besos en sus mejillas.
Se presentó. Ella le dijo que se llamaba Itziar. Era una de
las solteras del evento, como él suponía. Justificó su ausencia la noche
anterior en el cansancio causado por la semana laboral y su indumentaria en que
se dirigía a la piscina climatizada. No sabía si el hotel disponía de una, pero
ella no lo discutió. Cardiólogo, respondió él cuando ella preguntó cuál era el
trabajo que le tenía tan cansando. Ella confesó conocer el gremio porque tenía
bradicardia. Él supo que su suerte había cambiado.
domingo, 29 de septiembre de 2019
LA ISLA DE LOS ANTÓNIMOS
Aquella isla no se parecía en nada a Tabarca. Este pensamiento de Esmeralda hubiera sido del todo intrascendente si no fuera porque aquella isla era Tabarca. Hacía trece años que no estaba allí y, extrañamente, se sorprendió al volver a constatar, una vez más en su vida, que nada es más susceptible de ser el antónimo de algo que ese algo mismo. Había llegado treinta y cinco minutos antes de su apresurada reflexión en la Kontiki que salió de Alicante a las once de la mañana.
También hacía mucho, aunque no tanto, que no pisaba Alicante. No había vuelto desde que murió su madre y la muerte de su madre también era, ahora, la causa de su regreso. Sus hermanas, Toñi y Lucía, habían conseguido, por fin, malvender la casa familiar y tripartita. Era necesaria su firma para formalizar el trato y aquello vino a resolver el problema de conciencia que le resurgía cada vez que pensaba en el tiempo que llevaba sin acercarse a ver a su padre, a sus hermanas y a las pocas amistades que habían sobrevivido a la distancia de cientos de kilómetros.
Era la primera vez que acudía a Tabarca con un fin distinto al de tostarse al sol, pero Esmeralda tampoco se parecía en nada a Esmeralda después de los años en Málaga, donde vivía desde que dejó Alicante. No dejaba de tener cierta gracia que hubiera tenido que irse tan lejos para saber que existía una isla de los poetas y que, además, ella la conocía, pensaba hasta ese momento, bien. Hoy venía a caminar descalza sobre los versos mojados de Salvador Rueda.
Y, paso a paso, se iba diluyendo el malestar que le había dejado la tarde anterior. La firma de la venta del piso en la notaría no había tenido el efecto liberador que Esmeralda suponía. Al contrario, le devolvió a melancolías que tenía ya olvidadas. De pronto, perder aquella casa era cortar el último hilo que le unía a su madre. De pronto, la echaba de menos de forma violenta. De la misma forma que la echaba de menos cuando, después de morir, estaba en la casa. Apresada en ese callejón sin salida, la realidad se resumió en una breve oración: de la muerte de su madre no se podía huir.
Se le dibujó una sonrisa involuntaria al ver a una niña de unos cinco años asomada a uno de los balcones de la calle d´Enmig. Del estrecho venís aves marinas/ y al ver isla de amor tan prodigiosa... Los versos de Rueda le cayeron de la boca al ver una gaviota posarse en la baranda de la terraza contigua. La palabra amor arrastró a su mente la imagen de Pedro. Él se había ofrecido a acompañarla, pero Esmeralda prefirió que se quedara en Málaga. Era muy pronto para que conociera a una familia de la que ella misma cada vez desconocía más cosas.
Así se sintió, poco más que una desconocida, cuando Toñi fue a buscarla a la estación. En el camino en coche hasta su apartamento de San Juan le acribilló a información sobre sus hijos y su marido. La vida de su hermana le era completamente ajena. Era curioso que tuviera mucho más presente a su madre muerta que al resto de su familia. Rara vez les dedicaba un pensamiento. Le chocó lo gorda que vio a Lucía y lo que se había avejentado, aunque a ella le dijo que estaba estupenda y su padre... su padre era otro que tampoco se parecía nada a sí mismo.
El sol caía alicantinamente sobre los cuerpos. El de Esmeralda iba cubierto por el vestido más fresco que tenía. Era antiguo, pero periódicamente volvía a estar de moda. Fue el último regalo que recibió de su madre. Aquella fiesta de cumpleaños se limitó a unas cañas en un bar, hoy invisible. En aquel momento, el vestido le dejó indiferente, hoy acariciar el tejido le reconforta. Una mísera gota del mar de su madre. Una gota, pero de su madre. Una gota del cobijo de niña que encontraba en ella.
Esmeralda era profesora de primaria en un colegio de Málaga. Le había costado mucho conseguir el viernes libre, pero el notario fue inflexible. Era impensable que una notaría abriera en sábado. Estaba segura de que el jefe de estudios iba a querer cobrarse aquel favor. No obstante, la anestesia del sábado hacía que los mordiscos del lunes no dolieran.
Y vuestra algarabía extraña...Otro verso de Rueda fue a poblar su silencio al cruzarse con tres niños que corrían alegres por la calle del corsario. Los niños le enternecían. Su profesión era consecuencia de ello. La causa es mi madre, pensó. Cómo no iba a necesitar dar amor a los niños si yo tuve la mejor madre posible. Cómo la echo de menos. Qué pena, Dios mío. Que pena que resultara inevitable matarla. Se llenó de inquietud y volvió a repasar otra vez los posibles cabos sueltos. No los había. Se libró de todas las pruebas hace siglos. Era imposible que nadie nunca le descubriera. No obstante, no pensaba volver por allí.
También hacía mucho, aunque no tanto, que no pisaba Alicante. No había vuelto desde que murió su madre y la muerte de su madre también era, ahora, la causa de su regreso. Sus hermanas, Toñi y Lucía, habían conseguido, por fin, malvender la casa familiar y tripartita. Era necesaria su firma para formalizar el trato y aquello vino a resolver el problema de conciencia que le resurgía cada vez que pensaba en el tiempo que llevaba sin acercarse a ver a su padre, a sus hermanas y a las pocas amistades que habían sobrevivido a la distancia de cientos de kilómetros.
Era la primera vez que acudía a Tabarca con un fin distinto al de tostarse al sol, pero Esmeralda tampoco se parecía en nada a Esmeralda después de los años en Málaga, donde vivía desde que dejó Alicante. No dejaba de tener cierta gracia que hubiera tenido que irse tan lejos para saber que existía una isla de los poetas y que, además, ella la conocía, pensaba hasta ese momento, bien. Hoy venía a caminar descalza sobre los versos mojados de Salvador Rueda.
Y, paso a paso, se iba diluyendo el malestar que le había dejado la tarde anterior. La firma de la venta del piso en la notaría no había tenido el efecto liberador que Esmeralda suponía. Al contrario, le devolvió a melancolías que tenía ya olvidadas. De pronto, perder aquella casa era cortar el último hilo que le unía a su madre. De pronto, la echaba de menos de forma violenta. De la misma forma que la echaba de menos cuando, después de morir, estaba en la casa. Apresada en ese callejón sin salida, la realidad se resumió en una breve oración: de la muerte de su madre no se podía huir.
Se le dibujó una sonrisa involuntaria al ver a una niña de unos cinco años asomada a uno de los balcones de la calle d´Enmig. Del estrecho venís aves marinas/ y al ver isla de amor tan prodigiosa... Los versos de Rueda le cayeron de la boca al ver una gaviota posarse en la baranda de la terraza contigua. La palabra amor arrastró a su mente la imagen de Pedro. Él se había ofrecido a acompañarla, pero Esmeralda prefirió que se quedara en Málaga. Era muy pronto para que conociera a una familia de la que ella misma cada vez desconocía más cosas.
Así se sintió, poco más que una desconocida, cuando Toñi fue a buscarla a la estación. En el camino en coche hasta su apartamento de San Juan le acribilló a información sobre sus hijos y su marido. La vida de su hermana le era completamente ajena. Era curioso que tuviera mucho más presente a su madre muerta que al resto de su familia. Rara vez les dedicaba un pensamiento. Le chocó lo gorda que vio a Lucía y lo que se había avejentado, aunque a ella le dijo que estaba estupenda y su padre... su padre era otro que tampoco se parecía nada a sí mismo.
El sol caía alicantinamente sobre los cuerpos. El de Esmeralda iba cubierto por el vestido más fresco que tenía. Era antiguo, pero periódicamente volvía a estar de moda. Fue el último regalo que recibió de su madre. Aquella fiesta de cumpleaños se limitó a unas cañas en un bar, hoy invisible. En aquel momento, el vestido le dejó indiferente, hoy acariciar el tejido le reconforta. Una mísera gota del mar de su madre. Una gota, pero de su madre. Una gota del cobijo de niña que encontraba en ella.
Esmeralda era profesora de primaria en un colegio de Málaga. Le había costado mucho conseguir el viernes libre, pero el notario fue inflexible. Era impensable que una notaría abriera en sábado. Estaba segura de que el jefe de estudios iba a querer cobrarse aquel favor. No obstante, la anestesia del sábado hacía que los mordiscos del lunes no dolieran.
Y vuestra algarabía extraña...Otro verso de Rueda fue a poblar su silencio al cruzarse con tres niños que corrían alegres por la calle del corsario. Los niños le enternecían. Su profesión era consecuencia de ello. La causa es mi madre, pensó. Cómo no iba a necesitar dar amor a los niños si yo tuve la mejor madre posible. Cómo la echo de menos. Qué pena, Dios mío. Que pena que resultara inevitable matarla. Se llenó de inquietud y volvió a repasar otra vez los posibles cabos sueltos. No los había. Se libró de todas las pruebas hace siglos. Era imposible que nadie nunca le descubriera. No obstante, no pensaba volver por allí.
lunes, 26 de agosto de 2019
SONIDOS QUE ROMPEN LA BARRERA DEL SONETO
De tu garganta emergen sonidos
que rompen la barrera del soneto.
Tu cuerpo da la vida a mi esqueleto
con esos pechos llenos de latidos.
Derribamos botones de un soplido
entre verbos que unen a dos sujetos.
Mi lengua pronuncia el alfabeto
en todos tus órganos desvestidos.
Suerte que tu clítoris me traduce.
Las manos empujan al precipicio.
Los dedos encienden todas las luces.
Las hormonas conocen bien su oficio.
¿La puerta? Abierta a que el amor cruce.
Los cerebros quieren perder el juicio.
que rompen la barrera del soneto.
Tu cuerpo da la vida a mi esqueleto
con esos pechos llenos de latidos.
Derribamos botones de un soplido
entre verbos que unen a dos sujetos.
Mi lengua pronuncia el alfabeto
en todos tus órganos desvestidos.
Suerte que tu clítoris me traduce.
Las manos empujan al precipicio.
Los dedos encienden todas las luces.
Las hormonas conocen bien su oficio.
¿La puerta? Abierta a que el amor cruce.
Los cerebros quieren perder el juicio.
lunes, 19 de agosto de 2019
EXTREMADAMENTE, DECIRNOS
Sonaba en aquella sala una canción
tan repetida para mí que no podía creer
que estuviera saliendo de tan dentro de ti.
Tampoco podía quitarte los ojos de encima
porque tenías la voz completamente desnuda
y me contabas cosas tan desmaquilladas
que me pareció que me tocabas
con las yemas calientes de tu confianza
y que me abrías la puerta de tu vida cotidiana.
Entré con la única certeza
de no querer marcharme de allí nunca,
decidido a hacer lo que fuese necesario
para seguir escuchando siquiera un minuto más
qué te sucede, qué piensas, qué sientes
porque no hubiese podido resistir
la soledad de no poder decirte
qué me sucede, qué pienso, qué siento
todos los días y las noches de mi boca.
Me sentía tan yo siendo aquello
que sumaba contigo entre esas paredes
que mis dedos dejaron extremadamente
dibujada la silueta de tu vulva
en cada página del diario
que he llevado desde entonces
y, desde aquella vez, te anda persiguiendo
la furia cobarde de mis abrazos
como prueba de que mis labios
son lo que son para subrayarte los pezones.
Reías en aquella sala
y, si hubiese estado en mi mano,
seguiría conteniendo la tristeza
para que jamás nada te detuviese.
Pero, sin embargo, en tu mano estaba
el poder de estremecerme en un leve contacto.
En tu mano estaba el sentido de mi tacto.
Porque yo no soy suficiente para mí
y, en aquella sala, tú me desbordabas
y yo te acariciaba ahí,
donde tenías los sentimientos desabrochados.
tan repetida para mí que no podía creer
que estuviera saliendo de tan dentro de ti.
Tampoco podía quitarte los ojos de encima
porque tenías la voz completamente desnuda
y me contabas cosas tan desmaquilladas
que me pareció que me tocabas
con las yemas calientes de tu confianza
y que me abrías la puerta de tu vida cotidiana.
Entré con la única certeza
de no querer marcharme de allí nunca,
decidido a hacer lo que fuese necesario
para seguir escuchando siquiera un minuto más
qué te sucede, qué piensas, qué sientes
porque no hubiese podido resistir
la soledad de no poder decirte
qué me sucede, qué pienso, qué siento
todos los días y las noches de mi boca.
Me sentía tan yo siendo aquello
que sumaba contigo entre esas paredes
que mis dedos dejaron extremadamente
dibujada la silueta de tu vulva
en cada página del diario
que he llevado desde entonces
y, desde aquella vez, te anda persiguiendo
la furia cobarde de mis abrazos
como prueba de que mis labios
son lo que son para subrayarte los pezones.
Reías en aquella sala
y, si hubiese estado en mi mano,
seguiría conteniendo la tristeza
para que jamás nada te detuviese.
Pero, sin embargo, en tu mano estaba
el poder de estremecerme en un leve contacto.
En tu mano estaba el sentido de mi tacto.
Porque yo no soy suficiente para mí
y, en aquella sala, tú me desbordabas
y yo te acariciaba ahí,
donde tenías los sentimientos desabrochados.
sábado, 1 de junio de 2019
CELEBRACIÓN DE LA DERROTA
Cómo podría explicártelo,
me dijo el brujo mientras se incorporaba.
Verás, avergonzarse de una derrota
es el equivalente humano
a que una roca se lamentara
de que el agua y el viento, poco a poco,
fueran matizando sus formas de mineral.
Escuchas desde niño que las derrotas se sufren
y que existen personas ganadoras
que habitan un lugar cerrado, cuya llave
debes dedicar tu vida a encontrar,
y llaman derrota a perder un empleo,
ganar unos kilos, no alcanzar una meta
o llevar en el cuello una medalla de plata.
Pero sobran pruebas de que ganar y perder
son exabruptos en todos los idiomas.
Deja, dijo, de encadenar tu significado
a algo que no significa nada
y serás libre para comprobar
que la victoria y la derrota
no se distinguen desde lo alto.
Dime qué puede derrotar a alguien
que está envuelto en una carcajada.
Qué puede importarle, a quien se siente
donde quiere estar, no haber llegado primero.
Antes de escoger camino,
piensa que nunca se ha perdido
quien no busca un resultado.
Y qué muerte más triste
la de quien nunca se cura de un triunfo.
Qué pequeñito se vuelve
quien se alza a hombros de una victoria
mientras todo lo verdadero se aleja bajo sus pies.
Mientras las biopsias escriben la historia.
Mientras el sol cree que es más rápido que el anochecer.
me dijo el brujo mientras se incorporaba.
Verás, avergonzarse de una derrota
es el equivalente humano
a que una roca se lamentara
de que el agua y el viento, poco a poco,
fueran matizando sus formas de mineral.
Escuchas desde niño que las derrotas se sufren
y que existen personas ganadoras
que habitan un lugar cerrado, cuya llave
debes dedicar tu vida a encontrar,
y llaman derrota a perder un empleo,
ganar unos kilos, no alcanzar una meta
o llevar en el cuello una medalla de plata.
Pero sobran pruebas de que ganar y perder
son exabruptos en todos los idiomas.
Deja, dijo, de encadenar tu significado
a algo que no significa nada
y serás libre para comprobar
que la victoria y la derrota
no se distinguen desde lo alto.
Dime qué puede derrotar a alguien
que está envuelto en una carcajada.
Qué puede importarle, a quien se siente
donde quiere estar, no haber llegado primero.
Antes de escoger camino,
piensa que nunca se ha perdido
quien no busca un resultado.
Y qué muerte más triste
la de quien nunca se cura de un triunfo.
Qué pequeñito se vuelve
quien se alza a hombros de una victoria
mientras todo lo verdadero se aleja bajo sus pies.
Mientras las biopsias escriben la historia.
Mientras el sol cree que es más rápido que el anochecer.
viernes, 3 de mayo de 2019
MIRAD A ESE NIÑO
Cerrad la boca
y mirad a ese niño.
Lleva en su mirada
un mundo sin países.
Sus ojos aún no saben
ver enemigos
ni lebensraums
que echarse al bolsillo.
Miradlo. Miradlo bien.
Su cerebro no busca
un casus belli
como hacen vuestras cabezas.
Aprended de él
lo que estos versos
nunca serán capaces
de haceros entender.
Aprended de ese niño
a desconquistar la tierra.
Enseñad otra vez
los dientes de leche.
Luchad otra vez
con garras de juguete.
No matéis y seréis otra vez
incapaces de morir.
Mirad a ese niño
y veréis un llanto de fogueo
y el mar nuevo sumergirá
los campos de batalla.
Ya no habrá derrotas
cuando todos los colores
aprendan a perder.
Mirad a ese niño.
Miradlo. Miradlo bien.
y mirad a ese niño.
Lleva en su mirada
un mundo sin países.
Sus ojos aún no saben
ver enemigos
ni lebensraums
que echarse al bolsillo.
Miradlo. Miradlo bien.
Su cerebro no busca
un casus belli
como hacen vuestras cabezas.
Aprended de él
lo que estos versos
nunca serán capaces
de haceros entender.
Aprended de ese niño
a desconquistar la tierra.
Enseñad otra vez
los dientes de leche.
Luchad otra vez
con garras de juguete.
No matéis y seréis otra vez
incapaces de morir.
Mirad a ese niño
y veréis un llanto de fogueo
y el mar nuevo sumergirá
los campos de batalla.
Ya no habrá derrotas
cuando todos los colores
aprendan a perder.
Mirad a ese niño.
Miradlo. Miradlo bien.
lunes, 29 de abril de 2019
LA PUERTA ABIERTA DE UNA PELUQUERÍA DE CABALLEROS
No sé cuál es el género literario
que le permite a uno escribir
sobre una peluquería de caballeros,
pero siéntense a tomar notas
porque me dispongo a cultivarlo.
Pasen, pasen. No se queden fuera
porque, en esta peluquería de caballeros,
he visto de todo menos una puerta cerrada.
Pasen y vean que, debajo del pelo,
hay quien lleva un corazón en cueros.
Se lo digo yo, que entré aquí
cuando no era todavía un niño
y, como pueden ver, no he salido aún.
Y es que, sencillamente, uno no puede irse
de aquello de lo que forma parte.
Pasen y vean los mechones de mi risa por el suelo.
También encontrarán más de un gol del Barça
pintando de azulgrana la pared
y, al fondo del pasillo, los cadáveres exquisitos
que deje la última batallita de un parroquiano.
Traigan gafas de cerca, está garantizada
la lectura del Marca y la contemplación del Interviu,
y pónganse ropa cómoda
porque tendrán que viajar en el tiempo
al pretérito perfecto de la calle Bailén.
Les espera allí el domicilio social
de lo que queda de mi infancia,
el garito donde se acicalan mis recuerdos,
el lugar donde me peino el hemisferio del cerebro
con el que encuentro el camino a casa.
Créanme. Es verdad, se lo aseguro,
esto que les digo con el pecho.
Ni por un instante piensen que exagero.
Esto es lo que sucede cuando un genio
abre un peluquería de caballeros.
que le permite a uno escribir
sobre una peluquería de caballeros,
pero siéntense a tomar notas
porque me dispongo a cultivarlo.
Pasen, pasen. No se queden fuera
porque, en esta peluquería de caballeros,
he visto de todo menos una puerta cerrada.
Pasen y vean que, debajo del pelo,
hay quien lleva un corazón en cueros.
Se lo digo yo, que entré aquí
cuando no era todavía un niño
y, como pueden ver, no he salido aún.
Y es que, sencillamente, uno no puede irse
de aquello de lo que forma parte.
Pasen y vean los mechones de mi risa por el suelo.
También encontrarán más de un gol del Barça
pintando de azulgrana la pared
y, al fondo del pasillo, los cadáveres exquisitos
que deje la última batallita de un parroquiano.
Traigan gafas de cerca, está garantizada
la lectura del Marca y la contemplación del Interviu,
y pónganse ropa cómoda
porque tendrán que viajar en el tiempo
al pretérito perfecto de la calle Bailén.
Les espera allí el domicilio social
de lo que queda de mi infancia,
el garito donde se acicalan mis recuerdos,
el lugar donde me peino el hemisferio del cerebro
con el que encuentro el camino a casa.
Créanme. Es verdad, se lo aseguro,
esto que les digo con el pecho.
Ni por un instante piensen que exagero.
Esto es lo que sucede cuando un genio
abre un peluquería de caballeros.
lunes, 1 de abril de 2019
METAFÍSICA PARDA
La edad, más que tiempo, mide miedo
y transforma niños en gente asustada.
Siguiendo el camino del temor,
cómo no íbamos a llegar hasta este punto.
Cómo no íbamos a ponernos en manos
de dioses que anuncian plagas al otro bando.
Las mayores cumbres de la infamia
las alcanzan buenas personas aterrorizadas.
Todos los amores son el mismo lugar
en que convergen los desorientados.
Nadie llega allí siguiendo un plan.
Nadie se va por su propio pie.
Nos corre por las venas un estado de necesidad.
Eso es lo que nos separa de quien somos en nuestros sueños.
Eso es lo que explica nuestra versión de los hechos
y hace que tiemble, y no lata, el corazón.
Tal como se nos está quedando el cuerpo,
más nos vale que tengamos alma.
Pero no soy optimista ni siquiera
cuando camino sobre las aguas de la música.
Nunca supimos encontrar el equilibrio
entre supervivencia y autodestrucción.
Nunca llegamos a necesitarlo,
todos los amores son el mismo lugar
en que convergen los desequilibrados.
y transforma niños en gente asustada.
Siguiendo el camino del temor,
cómo no íbamos a llegar hasta este punto.
Cómo no íbamos a ponernos en manos
de dioses que anuncian plagas al otro bando.
Las mayores cumbres de la infamia
las alcanzan buenas personas aterrorizadas.
Todos los amores son el mismo lugar
en que convergen los desorientados.
Nadie llega allí siguiendo un plan.
Nadie se va por su propio pie.
Nos corre por las venas un estado de necesidad.
Eso es lo que nos separa de quien somos en nuestros sueños.
Eso es lo que explica nuestra versión de los hechos
y hace que tiemble, y no lata, el corazón.
Tal como se nos está quedando el cuerpo,
más nos vale que tengamos alma.
Pero no soy optimista ni siquiera
cuando camino sobre las aguas de la música.
Nunca supimos encontrar el equilibrio
entre supervivencia y autodestrucción.
Nunca llegamos a necesitarlo,
todos los amores son el mismo lugar
en que convergen los desequilibrados.
jueves, 21 de marzo de 2019
TU CUERPO DESNUDO EN LAS COPAS DE LOS ÁRBOLES
Soslayaré los días en que eras una desconocida
y yo compartía mi nombre con millones de personas
en el pasado de los oídos con que me escuchas.
Tampoco me detendré en cómo llegué al estado
de ver tu cuerpo desnudo al mirar la calle,
el río, el techo, la luna o los árboles.
Empezaré por ahí, por el primer invierno
en que soñé con los seres oscuros de tu boca.
Soñaba ya con caer por la grieta de tu sonrisa
mientras la lluvia deshiciere la serpiente cotidiana,
con hacerte posible fuera de los endecasílabos
y, en resumen, con tropezarme con tu amor
al entrar distraído en una habitación desordenada.
Hoy es la continuación de tu mirada por otros medios.
Bajo una prenda de entretiempo, las agujas de un reloj
terminan por apuntar siempre al mismo sitio.
No conozco las razones de mi lengua
para entregarte las llaves del océano.
No sé del amor más que huele a ti
y que es capaz de hacer llorar a las estatuas.
Cuando el insecto busca un escondite en algo más grande que él,
yo pienso en tu silueta de verso libre.
Yo escribo cuando vive el hombre.
Yo importo cuanto te hago falta.
Yo grito tus pechos
cuando el corazón que compartimos se calla.
Mañana es una certeza destructiva.
Mañana acataremos que la muerte
nos salga de los ojos del otro.
Moriremos hasta el extremo.
Moriremos sin esperarnos.
Moriremos mientras sobreviven
poetas más muertos que nosotros.
Moriremos de todas las causas
que caben en el hueco profundo de un abrazo.
Moriremos con todas las consecuencias
que salen de unos labios cerrados por la fuerza.
Moriremos sin pedir la vida eterna a cambio.
Moriremos un instante y, después, ya ni siquiera eso.
Y en otro lugar y en otro tiempo, otro nombre
andará a tientas una tierra desconocida
hasta hacerse único, entre millones de personas,
en un cerebro que se despierte un día corazón.
Ese hombre nuevo verá otro cuerpo desnudo
al mirar las copas de los mismos árboles
y soñará con caer por la grieta de su sonrisa
hasta llegar al significado último de sí mismo.
Se besarán sin saber que se dan nuestros besos.
Se tocarán sin saber que ahí estuvieron nuestras manos.
Se querrán sin imaginar siquiera
que, mucho antes, otros seres oscuros
hallaron la misma luz al unir sus dedos de niebla.
y yo compartía mi nombre con millones de personas
en el pasado de los oídos con que me escuchas.
Tampoco me detendré en cómo llegué al estado
de ver tu cuerpo desnudo al mirar la calle,
el río, el techo, la luna o los árboles.
Empezaré por ahí, por el primer invierno
en que soñé con los seres oscuros de tu boca.
Soñaba ya con caer por la grieta de tu sonrisa
mientras la lluvia deshiciere la serpiente cotidiana,
con hacerte posible fuera de los endecasílabos
y, en resumen, con tropezarme con tu amor
al entrar distraído en una habitación desordenada.
Hoy es la continuación de tu mirada por otros medios.
Bajo una prenda de entretiempo, las agujas de un reloj
terminan por apuntar siempre al mismo sitio.
No conozco las razones de mi lengua
para entregarte las llaves del océano.
No sé del amor más que huele a ti
y que es capaz de hacer llorar a las estatuas.
Cuando el insecto busca un escondite en algo más grande que él,
yo pienso en tu silueta de verso libre.
Yo escribo cuando vive el hombre.
Yo importo cuanto te hago falta.
Yo grito tus pechos
cuando el corazón que compartimos se calla.
Mañana es una certeza destructiva.
Mañana acataremos que la muerte
nos salga de los ojos del otro.
Moriremos hasta el extremo.
Moriremos sin esperarnos.
Moriremos mientras sobreviven
poetas más muertos que nosotros.
Moriremos de todas las causas
que caben en el hueco profundo de un abrazo.
Moriremos con todas las consecuencias
que salen de unos labios cerrados por la fuerza.
Moriremos sin pedir la vida eterna a cambio.
Moriremos un instante y, después, ya ni siquiera eso.
Y en otro lugar y en otro tiempo, otro nombre
andará a tientas una tierra desconocida
hasta hacerse único, entre millones de personas,
en un cerebro que se despierte un día corazón.
Ese hombre nuevo verá otro cuerpo desnudo
al mirar las copas de los mismos árboles
y soñará con caer por la grieta de su sonrisa
hasta llegar al significado último de sí mismo.
Se besarán sin saber que se dan nuestros besos.
Se tocarán sin saber que ahí estuvieron nuestras manos.
Se querrán sin imaginar siquiera
que, mucho antes, otros seres oscuros
hallaron la misma luz al unir sus dedos de niebla.
martes, 29 de enero de 2019
LA RESPUESTA EQUIVOCADA
Te diré algo
con todas las letras
haciendo eses.
Te escucho
para aprender de ti
de qué estoy hecho.
Te imagino
en regiones húmedas
de otro mundo
y, allí, te toco
con el índice reencarnado
en otros dedos
y te abrazo
y, así, abarco
el horizonte.
De pronto, tú,
al mirar en dirección
a la alegría,
despertando
al niño que murió
dentro de mi boca
al degollar
tantas palabras
en que te traducías.
Qué pensarán de mí
el deseo y el amor
al verme unirlos
en la palpitante
polisemia
de tu nombre
y entregártelos,
como un tributo
invisible,
aun en contra
de su voluntad
y de la mía.
Y qué importa
si tu cuerpo responde
las preguntas
con más preguntas
y a nosotros
nos une la suerte
de buscar la respuesta.
La misma respuesta
equivocada.
con todas las letras
haciendo eses.
Te escucho
para aprender de ti
de qué estoy hecho.
Te imagino
en regiones húmedas
de otro mundo
y, allí, te toco
con el índice reencarnado
en otros dedos
y te abrazo
y, así, abarco
el horizonte.
De pronto, tú,
al mirar en dirección
a la alegría,
despertando
al niño que murió
dentro de mi boca
al degollar
tantas palabras
en que te traducías.
Qué pensarán de mí
el deseo y el amor
al verme unirlos
en la palpitante
polisemia
de tu nombre
y entregártelos,
como un tributo
invisible,
aun en contra
de su voluntad
y de la mía.
Y qué importa
si tu cuerpo responde
las preguntas
con más preguntas
y a nosotros
nos une la suerte
de buscar la respuesta.
La misma respuesta
equivocada.
sábado, 5 de enero de 2019
PAÍS SUFICIENTE
Nuestros dos cuerpos
son país suficiente
para mi nación.
No necesito
los millones de pechos
en que no lates.
No traigo aquí
ningún otro mensaje.
Sólo los brazos.
Cuido mi salud
para perderla toda
en tu vagina.
Eso que suena
mojando las máquinas
es nuestro amor.
son país suficiente
para mi nación.
No necesito
los millones de pechos
en que no lates.
No traigo aquí
ningún otro mensaje.
Sólo los brazos.
Cuido mi salud
para perderla toda
en tu vagina.
Eso que suena
mojando las máquinas
es nuestro amor.
martes, 1 de enero de 2019
EL CAMINO OPUESTO
Empezó a correr
con dos nietos ya
en las articulaciones.
Le perseguía
un consejo médico
por todas partes.
Aquel miércoles,
cuando esprintaba al trote,
encontró, casual,
lo que, entendió
después de una exploración,
era un dorsal
del, entonces próximo,
Cross de Atapuerca
caído, probablemente,
de la mano muerta
de un bolsillo
insuficiente.
Algo le empujó
a tomarlo a sabiendas
de que su camino
era el camino
opuesto a las cifras
y a los aplausos.
Tiendo a pensar
que lo hizo
por la misma razón
por que los hombres
de otra especie
miraron al horizonte
hasta que nosotros
vimos nuestra tierra.
con dos nietos ya
en las articulaciones.
Le perseguía
un consejo médico
por todas partes.
Aquel miércoles,
cuando esprintaba al trote,
encontró, casual,
lo que, entendió
después de una exploración,
era un dorsal
del, entonces próximo,
Cross de Atapuerca
caído, probablemente,
de la mano muerta
de un bolsillo
insuficiente.
Algo le empujó
a tomarlo a sabiendas
de que su camino
era el camino
opuesto a las cifras
y a los aplausos.
Tiendo a pensar
que lo hizo
por la misma razón
por que los hombres
de otra especie
miraron al horizonte
hasta que nosotros
vimos nuestra tierra.