Ir de
freelance tenía sus ventajas, no voy a negarlo. Sin embargo, formar parte de una organización grande permite hacer este tipo de cosas. No se crean, que cierto cargo de conciencia sí tengo. Son ya años en el oficio de sicario y es la primera vez que hago algo así.
Antes de seguir contándoles, aunque sé que no es necesario decirlo, esto queda entre ustedes y yo. Ni una palabra a nadie. Como esto llegara a oídos de la organización... En fin... que me iba a costar muy poquito hacer que un hipotético bocachancla apareciera muñeco en una cuneta.
Bueno, al turrón. A lo que voy es a que la organización me ha encargado dar matarile a un grupo de cuatro pringaos, dos pertenecientes al sexo débil y otros dos integrantes del sexo femenino. ¿Por qué? Ni puta idea. Ellos sabrán. Algo habrán hecho a quien no debían hacérselo. Hasta aquí, un día más en la oficina. Lo que ya no es tan habitual es que, en el curso de las averiguaciones que siempre son necesarias para que la ejecución de un trabajo sea satisfactoria, descubrí que estos pobres estaban a punto de irse de puente a Nueva York y la idea brotó instantánea. Coño, ¿por qué no? Si vendo la moto de que es necesario seguirlos en su viaje para poder cepillármelos, le saco a la organización un viaje a la capital del imperio por la cara. Y, como aunque está mal que yo lo diga, estoy bastante bien visto por los jefes, la organización no me puso un pero. Así que el plan básicamente consiste en seguir a los objetivos en su trayecto y, en el mientras tanto, ir contando en los informes que, por imperativo de la organización tendré que mandar cada día a mis superiores, que hoy tampoco ha sido posible cargármelos por cualquier pretexto y, en cuanto volvamos a España, matarlos. Vamos, en Barajas mismo. Y aquí no ha pasado nada. Es poco profesional, lo sé. Pero, joder, para la organización no es dinero y a mí vaya a saberse cuándo me surge otra oportunidad de viajar a los estates.
Llegar al aeropuerto con la emoción del viaje de ida es una sensación incomparable, pero me dura poco. Esto es la T cuatro y el vuelo sale desde la T uno. Vamos, no me jodas. ¿Y qué culpa tengo yo? Yo vengo siguiéndoles a ellos y presupongo que han mirado el billete, pero se conoce que no...Bueno, no quiero hacerme mala sangre. Sobre todo porque hay un autobús que lleva a la primera terminal por la patilla. Ocupo el asiento más próximo al conductor. Justo antes de salir, sube una señora preguntando si ese autobús es el de Barcelona. Tengo que hacer enorme esfuerzos para no descojonarme.
Hace años que vengo diciendo que el trato que se dispensa al viajero en las zonas de control de equipajes vulnera no pocos artículos de la Convención de Ginebra, pero así están las cosas. Si se quiere volar, hay que pasar por el aro y toca despelotarse. Una vez dentro, se olvida todo. Habrá que comer algo antes de volar, ¿no? Parece que se encaminan al Burger King. Burger King, los cojones. Entiendo que los objetivos miren el duro, pero yo voy a gastos pagados y papeo en la Boutique del gourmet como un señor, que en el nuevo mundo vamos a acabar de burgers hasta las pelotas.
Ya con el estómago lleno, paso a la tienda ésa que está cerquita de la puerta de embarque C cincuenta y dos. Saben cuál les digo, ¿no? Lo suyo sería hacerse con una almohada hinchable para prevenir la tortículis pero, hostia, el precio es prohibitivo. Vale que pague la organización pero no tengo corazón para meterles ese sable. Puta suerte la mía, me toca el control aleatorio de maleta de la compañía aérea. La abro delante del segurata y, al igual que antes en el escáner, no detectan los hierros que llevo en el fondo. ¿Qué? ¿Cómo es posible? A ustedes se lo voy a contar...
Entre pitos y flautas, cuando quiero llegar yo a la cola para subir al avión, ésta ya es muy cortita. Enseño el pasaporte y la tarjeta de embarque y, al ir a dar el primer paso, un señoro corta mi avance de cuajo diciendo que me falta la vacunación. ¿Cómo que me falta? Si tengo puestas las tres putas dosis... Nos enzarzamos en una discusión con un tono de voz más alto de lo que es propio de un gentleman como yo, tras la que descubro que el problema es que no me han puesto no sé que pegatina en el pasaporte que no sé quién coloca allí cuando el pasajero en cuestión muestra el carnet de vacunación. Cuando le acredito tener cumplidas mis obligaciones para con la salud pública, me permite la entrada muy amablemente. En cualquier caso, éste no se libra de que le haga una visita a mi vuelta en cuantito haya acabado con los cuatro que ahora me ocupan.
El vuelo se me hace cortísimo porque lo paso, casi todo, sobando merced a una pirula suministrada por el doctor Rodríguez. Llegamos con adelanto. El personal baja lo mas rápido que le es posible de la aeronave para hacerse con un puesto decente en la fila del control de pasaportes previo a la entrada en suelo americano. Sin embargo, contra todo pronóstico, la espera es corta. Uy. Uy. Uy. Desde mi posición, veo claramente como los objetivos han entrado sin poner las huellas en el mecanismo habilitado al efecto y el agente de frontera les ha dejado pasar hasta la cocina. ¿Quién es en realidad esta gente? No, si al final voy a acojonarme y todo...
En el curso de las averiguaciones que siempre son necesarias para que la ejecución de un trabajo sea satisfactoria, supe que los objetivos, antes de centrarse en la city, tenían la intención de desplazarse en coche hasta una localidad cercana a Nueva York por ubicarse allí cierta construcción de interés turístico. Lo que ignoro es el destino exacto de la escapada, por lo que decidí reservar anticipadamente un coche de alquiler con el que seguirlos. Probablemente por algún motivo escabroso que habría que determinar a través de psicoanálisis, me pierden los coches grandes. Así que en el Car rent elijo el de mayor tamaño que me permite la generosa tarifa contratada y correspondientemente endosada a la organización.
Nada más tomar la carretera de salida del JFK me queda claro que por carriles no va a ser. Qué bárbaro. Y, a pesar de ello, el tráfico es intenso. La hora, las seis y veintidós de la tarde, debe contribuir con el fin de la jornada laboral del yankee medio. Nos acercamos a Manhattan. Parece que vamos a atravesar todo el meollo. Qué locura, ¿no? Menuda gente.
¡Hostia puta! ¿Pero qué es eso? En los carriles del sentido contrario surge de una curva el pelotón ciclista más extraño que he visto en todos los años de mi vida. Se mueven por la highway siguiendo trayectorias extrañas llegando, incluso, a acosar a los vehículos de tracción motora. Agradezco muy sinceramente a los dioses que esa santa compaña no haya decidido surcar los carriles de mi sentido. Cuando devuelvo, más que probablemente con cara de tonto, la vista al frente, me topo con una señal que prescribe la velocidad máxima de setenta millas por hora. ¿Y eso cuánto es? Trato de encontrar la equivalencia milla-kilómetro haciendo uso del teléfono móvil. Hasta que el desproporcionado sonido de un claxon hace que ponga los ojos otra vez en la carretera. La falta de concentración ha hecho que me desvíe hacia la derecha hasta estar al borde de la colisión con una pick up que transporta dos neveras y una lavadora. Debo insistir: hostia puta.
Como, por suerte o por desgracia, a todo se acostumbra uno, me voy serenando y, tras -minuto arriba, minuto abajo- un par de horas, aparco el coche a una prudencial distancia del de los objetivos, que ha estacionado segundos antes en un pueblecito llamado Clinton. Entro en un dinner. Pido una cerveza y el menú. ¿Cómo? Me ha parecido entender que no tienen cerveza. Sin duda, un error de traducción. Mi inglés anda oxidado. No es un error. No tienen cerveza. Ni vino. Ni bebida alcohólica alguna y, por tanto, yo aquí sobro. Ocupo el tiempo que les lleva cenar a los objetivos en localizar una licorería de donde me llevo unas latas de cerveza.
De regreso al dinner, me quedo estupefacto al comprobar que los objetivos vuelven a subirse al coche y continúan camino en la carretera. ¿Pero no iban a un sitio al lado de Nueva York? La madre que los parió. Me tengo que volver a poner al volante sin haber cenado y, claro, sin saber cuánto me queda para llegar porque no tengo ni guarra idea de dónde voy. Y el tiempo pasa. Y llevo treinta horas despierto. Y voy dando cabezazos. Y subo la música. Y subo el aire acondicionado. Y sigo dando cabezazos.
No sé cómo he llegado entero al motel de carretera en que, al fin, han parado los objetivos. Es ese tipo de alojamiento que han visto ustedes un millón de veces en las road movies de la tele. Pido habitación. Me dan la llave. Me acuesto vestido convencido de que voy a dormir una semana.
Sin embargo, tres horas después estoy despierto. Qué hijo de la gran puta es el jet lag. Y qué hijos de la gran puta son los huéspedes que están haciendo sonar la máquina de hielo. La noche se me hace eterna. Me ducho antes de que canten los gallos de la costa este norteamericana y voy a recepción para dar cuenta del desayuno incluido en precio de la habitación. ¿Es una broma? ¿Esta mierda es el desayuno? Se lo recrimino al pamplinas que está tras el mostrador, que -pásmense- aún se me pone gallito. Siento el impulso de darle dos hostias, pero me calmo a mí mismo. No se pueden hacer así las cosas. Vuelvo a mi habitación. Abro la maleta. Saco la herramienta y, tras comprobar que no hay ningún curioso, le planto tres tiros con silenciador. La sangre no se ha expandido, así que no me lleva mucho tiempo meter el cadáver en una bolsa, llevarlo a mi habitación y dejarlo debajo de la cama en que he mal dormido.
Los objetivos deben tener hambre porque han cogido el desayuno, en modalidad self service por razones obvias. Cuando terminan suben al coche y reemprenden el viaje sin imaginar que, a una prudencial distancia, también yo lo hago. Estamos toda la mañana en el coche. Definitivamente, en Estados Unidos deben revisar el concepto cerca. Hasta que llegamos a un pequeño pueblo cuyo nombre no he llegado a ver señalizado. Las objetivos van directamente a un restaurante. Yo entro inmediatamente detrás. No juzgo necesario tomar más precauciones puesto que, como llevo gorra, estoy completamente mimetizado con el medio y ni el más atento observador podría distinguirme de los lugareños. La hamburguesa es una señora hamburguesa. La de arena es que no tienen cerveza tampoco. Definitivamente, en Estados Unidos deben revisar el concepto hostelería.
Alucinen, es evidente que todavía no hemos llegado al destino final puesto que volvemos al coche recién acabado ese líquido infame que los americanos llaman café. El destino final resulta ser el pensilvano condado de Fayette, donde se encuentra la Residencia Kaufmann o, como quizá alguno de ustedes la conozca, la Casa de la cascada. No quiero abrumar a nadie con mis sólidos conocimientos sobre la obra excelsa de Frank Lloyd Wright, así que sólo diré que paso un par de horas cojonudas y hago doscientas treinta y siete fotos desde los más variados puntos de vista.
Tras la Fallingwater, me veo obligado a chuparme unas horas de outlet al que los objetivos van en búsqueda de gangas. Con la situación cambiaria internacional, lo llevan claro pero, bueno, a joderse tocan. Aprovecho el tiempo para ir adelantando informes para la organización. Debo pensar bien los pretextos para que los jerarcas de la organización no se huelan nada raro cuando vayan pasando los días y los objetivos sigan vivitos y coleando. Tras el outlet, más coche y -oh, sorpresa-, Washington, DC.
En el curso de las averiguaciones que siempre son necesarias para que la ejecución de un trabajo sea satisfactoria, no hallé ninguna pista de que los objetivos fueran a hacer escala en la capital federal, pero me parece una sabia decisión. Ellos van a un apartamento reservado, sin duda, a través de esa aplicación en que ustedes están pensando. Yo voy a un hotel como Dios manda, cortesía de la organización. Duermo como un bebé y estoy listo para un día basado en el manual washingtoniano del turista: Casa Blanca, Capitolio -donde hay una protesta de unos abortistas contra una sentencia de, tomen nota, una jueza federal que me pone de muy mala hostia porque yo me considero provida-, Arlington y Georgetown -donde, por cierto, detecto muy poquito ambiente de estudio.
¡Me cago en la puta! Mira que me han pasado cosas en mis años de carrera, pero que el coche de unos objetivos me diera un golpe aparcando todavía no me había pasado. Me han dado en todo el morro los cabrones. ¿Se bajan? Se bajan haciendo gestos de perdón con las manos. A la desesperada, salgo yo también del coche tirando de inglés y usando un acento americano al más puro estilo José María Aznar y salgo de allí a toda leche. Aunque ha sido un momento, me han visto. Si me volvieran a ver y alguno de ellos me reconociera, y ya me jodería perderme medio viaje, tendría que hacer aquí mismo el trabajo.
Duermo mal dándole vueltas al incidente. Está claro que un profesional no puede nunca bajar la guardia. Ni siquiera cuando está, más o menos, de vacaciones. Luego, durante las horas de viaje hasta Nueva York, me sumerjo en la música de las sucesivas emisoras country sintonizables en cada lugar de paso. Poco antes del JFK, paro el carro en una gasolinera. Tengo pactada con la agencia de alquiler la devolución con el depósito lleno. De pie frente al surtidor me surgen una pregunta. ¿Qué mierda es un galón? Wikipedia me da la respuesta. Lleno y, sin solución de continuidad, devuelvo el coche.
No puedo irme del JFK todavía porque los objetivos andan metidos en una interminable conversación con el caballero de la agencia de alquiler, competencia de la que yo he utilizado, encargado de recibir los vehículos. No sé qué diantre estarán preguntando pero, desde mi posición, percibo con nitidez que el pavo del Rent car está poniendo toda su capacidad comunicativa, incluida la corporal, para que se piren. Por fin, the end, finito el tema y, después de un trayecto suburbano entre las estaciones de Jamaica y Pensilvania en el que voy leyendo el conocido ensayo Centrorreformismo y arquitectura cachonda, pongo los pies en el suelo de Manhattan.
Tengo el tiempo justo para registrarme y dejar el macuto en el hotel antes de centrarme en lo mollar. Hoy hay que estar a lo que hay que estar. Hoy el Real de Madrid se juega el pase a una final de Champions League. Los objetivos ingresan, y yo tras ellos, a un local repleto de buena gente cargada hasta los dientes de distintivos del rey de Europa. ¡Noooo! Salen del mágico establecimiento descrito haciendo visibles gestos de desagrado por el ruido reinante. Acaban entrando en un pub irlandés que, comparado con lo otro, es un camposanto. Tampoco puedo ponerme tiquismiquis. Al menos, el partido se ve. Lo que pasa es que lo que se ve me gusta nada y menos. Vamos cero a uno por debajo de los ingleses en el tanteo. Necesitamos dos goles para forzar el tiempo extra. Minuto ochenta y nueve. Los objetivos pagan y se marchan del garito. ¿Pero dónde vais, gilipollas? ¡Que es el Madrid, payasos! Da tiempo de sobra. Me cuesta un mundo cumplir con el deber de seguirlos desde la sombra. Cuando el aviso del teléfono móvil me informa de la remontada y soy consciente de que no he sido testigo de tan glorioso acontecimiento, siento un deseo casi irrefrenable de acabar con ellos en plena calle. No obstante, las cervezas que voy encadenando en la celebración contribuyen a que, poco a poco, me vaya calmando hasta que, no pocas rondas después y ya noche cerrada, regreso al hotel no sin cierta dificultad para mantener el equilibrio, tras comprobar la superpoblación de gente raruna que presenta Pensilvania Station a estas horas.
Por la mañana, camino por Manhattan como metido en una puta película. Las calles de esta ciudad, como les pasará a ustedes, las tengo metidas en el fondo de armario del subconsciente. ¿O es del inconsciente? En cualquier caso, lo mismo da. Lo que pasa es que estoy tan absorto que estoy a punto de perder a los objetivos más de una vez. El Empire State sale a mi encuentro a la vuelta de cada esquina. Times Square, World Trade Center, Brooklyn Bridge, Greenwich Village van pasando por mí más que yo por ellos. Definitivamente, ha merecido la pena esta pequeña travesura. Ahora, también les digo que creo sinceramente que, después de estos días, van a tener que darme la compostelana al ritmo de pateo al que me están llevando estos pirados. Regreso al hotel para descansar un rato la paliza que llevo encima antes de cenar, pero me quedo tieso y no regreso al mundo de los vivos hasta la mañana siguiente.
En cuanto pongo un pie en la treinta y dos oeste, sé que el sol se ha ido para no volver. Las gotas caen sobre el asfalto como una sombra de duda sobre el rotundo grito de Nueva York. De entrada, dada la poca intensidad de la precipitación, hasta me parece agradable recibir la lluvia sobre mí. Pero no tardo en cansarme y, después de dos horas puede decirse sin temor a exagerar que estoy hasta los cojones del agua. Tanto es así que recibo con alborozo la decisión de los objetivos de subirse a un autobús. Les sigo, tres asientos más atrás, hasta la parada situada frente a los Cloisters. Lo digo claro. Se pongan como se pongan los señores del Met, esto es un jodido ex-po-lio. Fuera sigue igual y nada hace tanto por la cultura como el mal tiempo como lo atestigua la siguiente parada del periplo: el Moma. Nada más que añadir. Sólo daré mi opinión sobre el arte moderno en presencia de mi abogado. Recorro el museo en el tiempo mínimo indispensable para aparentar interés y regreso al exterior con la firme intención de no ponerme delante de otro puto cuadro en una buena temporada.
Mi perenne pasión por Audrey Hepburn es lo que me hace entrar en Tiffany al cabo de unos minutos. Hecho un vistazo rápido y leo con alivio la palabra Restroom sobre una puerta al fondo de la primera planta. Una vez hago uso del baño, me dirijo hacia la salida de la joyería. Poco antes de cruzarla, descubro la existencia de una insignia de oro blanco que, por su mínimo tamaño, entiendo al alcance de mi poder adquisitivo. Pregunto, con el mejor inglés que puedo sacarme de la manga, a una dependienta que se marcha balbuceando sin siquiera mirarme a la cara. Vamos a ver, gilipollas, ¿es que no me has oído? Vaya que si me ha oído. Pero parece que a sus ojos no soy digno de ser atendido en aquel lugar. No pasa nada. Calma. Cuento hasta diez. Respiro hondo. Y, cuando veo a la tiparraca entrar en él, me cuelo tras ella en el almacén y le parto el cuello girándoselo rápido con toda la energía de mis manos de clase media. Oh, hipnótico crujido celestial en mis oídos. Las labores de intendencia que inevitablemente resultan necesarias para deshacerse de un cadáver hacen que, por un momento, dude de si voy a poder llegar a tiempo a mi butaca de la octava fila del teatro de Broadway donde van a representar Wicked. Pero, as usual, lo consigo y ahí estoy para aplaudir a rabiar a Britney Johnson desde la primera nota.
El nuevo día multiplica la fuerza de la tormenta. Los objetivos, aun así, se tiran a la calle. Yo voy detrás. En algún momento tendrá que parar y, qué carajo, mañana hay que regresar a España y volver al curro. Es ahora o nunca. Paragüitas, chubasquero y a hacer millas séptima avenida abajo. Oye, y más o menos, no se va tan mal.
En algún momento tendrá que parar. Y un huevo. Llevo mojada cada prenda de mi ropa. Tengo frío. Pero los objetivos continúan caminando bajo el agua como si hacerlo fuera lo más normal del mundo. Observo un momento la situación desde fuera y me rompo en mil carcajadas, cada vez más sonoras y que soy incapaz de controlar. Tan violentas son mis risas que una ancianita de marcadas facciones amerindias se me queda mirando. Me mantengo en silencio bajo una película de rubor. Entonces, vuelvo a sentirme empapado. Creo que no voy a poder evitar el llanto pero, entonces, los objetivos entran en una hamburguesería y yo les sigo, a una prudente distancia por supuesto, para escapar de las húmedas garras del temporal.
Comer mi hamburguesa descalzo, libres mis pies de mi calzado y de mis chorreantes calcetines, es la experiencia más cercana a la felicidad que he tenido en los últimos lustros. Sensación que va mejorando progresivamente a medida que van desfilando por mi mesa las Budweiser frías que voy solicitando a los camareros. Toco el cielo hasta que una cuenta de treinta mil pelas me devuelve a la tierra. Me parece un escándalo, pero pago religiosamente. No dejo, eso sí, más que la propina mínima a la que obliga la costumbre del Estado de Nueva York con la esperanza de que la dirección del restaurante reflexione y concluya que la política de precios no va por el buen camino.
Oigo por ahí que hoy es el día de entrada libre en el Guggenheim. Bueno, leyendo la letra pequeña, de lo que se trata es de una de esas americanadas en que el visitante paga lo que le sale del bolo por entrar en el museo. Sea como sea, servidor no va a acudir a la llamada de la fundación de don Solomon. Primero porque ayer tuve exposiciones suficientes para tres ó cuatro primaveras. Segundo porque en la villa y corte tenemos la primera pinacoteca del mundo -por favor, pónganse en pie al escucharme nombrar el Museo Nacional del Prado-. Y tercero porque, no nos engañemos, yo ya he arrancado la moto con las birras, he cruzado la línea roja tras la que ya no hay retorno y tengo la innegociable intención de proseguir la caravana hasta que cierre el último garito de la ciudad. Oteo el panorama de la acera de enfrente. ¿Un Irish pub? Pues venga un Irish pub.
El bar contiene cierta vidilla en su interior. Hay un partido de no sé qué que están retransmitiendo todas las pantallas del local. En la pizarra más cercana a la barra escrita está una oferta interesante. Una botella de vino blanco por un precio bastante civilizado. Llamo la atención del camarero. No, no espero a nadie más. Es para mí solo. ¿Algún problema? Pues date brío, niño. Paso diez minutos a palo seco. Vuelve el camarero con las manos vacías. No recuerda qué he pedido. ¿Qué coño nachos? ¡El vino de la oferta! Apúntalo, coño. Otros diez minutos después vuelve sin nada en la bandeja. No queda vino. ¿Tú eres imbécil, chaval? Pues ponme una pinta de lo que sea, pero tráeme algo de una puta vez. Ahora no porque hay ropa tendida pero, como podrán comprender, a este inútil voy a darle candela cuando acabe el turno. Mientras tanto, me centro en el New York Rangers vs Pittsburgh Penguins de la National Hockey League, que resulta que ése era el partido, y en el líquido elemento que, gracias a Dios, ya me han servido.
Resacón de siete grados en la escala de Richter. No recuerdo cómo llegué a la cama. Tampoco recuerdo haber finiquitado al camarero. Ese tontín ni sospecha que ha vuelto a nacer. Me levanto ya con la melancolía a cuestas. Esto se acaba. Es el domingo superlativo. Saco fuerzas de donde no quedan y trato de aprovechar el último día en lo posible. Naciones Unidas, Central Park y callejear y callejear y callejear hasta que suena la campana que llama a regresar al aeropuerto. Los caminos de vuelta siempre son eternos. Pensar en mañana me deprime. A los objetivos los quito de en medio rápido en la mismita terminal de llegadas. Eso es lo de menos. Pero la movida que hay que montar para ver a la gente de la organización, cerrar el encargo y fijar nuevos objetivos es un coñazo. Qué pereza, señores.
Me despierto en mi asiento del avión a veintitrés minutos de la hora prevista de llegada a Madrid. No nos dan ni un triste café para desayunar. Hay que joderse. Cuando aterrizamos, a diferencia del vuelo de ida, el pasaje baja en silencio. Me sitúo a la espalda de los objetivos. Cada vez más cerca. Quito el seguro de la pipa con discreción. Estamos a cincuenta metros del lugar en que he decidido ejecutarlos. Cosas de trabajar en una organización importante. Hay infraestructura para crear puntos ciegos incluso en lugares tan concurridos como éste. Recibo la vibración con que el teléfono alerta de la recepción de un mensaje. Aborte el trabajo. Los objetivos han dejado de serlo. Repito: aborte el trabajo. No me jodas. Dudo. Pero el mensaje no admite interpretación ni duda. Son ya años en el oficio de sicario y es la primera vez que veo algo así. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Quién es en realidad esta gente? No, si al final voy a acojonarme y todo...