jueves, 28 de mayo de 2020

LA RESISTENCIA

Resistiremos. Todos juntos. Juntos sobreviviremos al golpe del invasor. Será necesario un esfuerzo gigantesco. El enemigo libra contra nuestro pueblo una guerra de exterminio. Nuestra aniquilación es el bien supremo en la ética de sus acciones.

No vamos a marcharnos de nuestra tierra. Vinimos aquí desde el viejo mundo porque había comida para nuestros hijos. Desde el primer día, trabajamos para construir nuestras ciudades. Y crecimos. Sin molestar a nadie. Respetándolos. Siempre quisimos convivir con ellos.

Resistiremos. Todos juntos. De la hermandad de nuestros miedos resulta una valentía inesperada. Rodeado por los míos, me siento mucho más que yo, me siento tan vivo que, durante un momento, ni siquiera las partes más cobardes de mí tienen miedo de la muerte.

Resistiremos. Más allá de la derrota. Más allá de la caída. Porque con sus armas químicas no acallarán nuestra leyenda. Porque con su insecticida no fumigarán nuestro recuerdo. Porque la barbarie de las pisadas humanas no podrá hacer olvidar que, una vez, en estos suelos floreció la civilización de las cucarachas.


sábado, 23 de mayo de 2020

LOS CUENTOS DE ÉDGAR

Llevaba tres días en Santiago Atitlán cuando conseguí, por primera vez allá, que estar sentado en el váter me resultara productivo. La cerrazón que ahora terminaba había tenido causa en una pluralidad de factores, relacionados con el traslado a un lugar tan diferente y lejano, que Marina, mi mujer, me había detallado cada vez que me lamentaba de mi condición de víctima del estreñimiento. A mí la explicación, además de indiferente, me resultaba confusa pero a Marina, la doctora Cuevas, debía parecerle obvia.         

Yo formaba parte del equipaje que Marina había traído desde Oviedo. Ella tenía el detalle de hacerme saber con frecuencia que no me consideraba así, pero yo me veía como un trasto inútil. No sé, venir a Sololá a combatir la desnutrición infantil y arrastrar a un marido en paro me parecía que era cargar un peso innecesario. No sé.

Accioné el mecanismo universal de la cisterna, me lavé las manos, las sequé y recorrí el corto camino hacia la sala de estar. Encima de la mesa me esperaba paciente el portátil sosteniendo, en el tiempo irreal de su pantalla, la bandeja de entrada de una de mis cuentas de correo electrónico. F5 y el puto ordenador como quien oía llover. Ni una mínima variación en la imagen que mostraba.

En aquel momento tenía pendientes de próxima, casi inmediata, resolución dos concursos de relatos y tres de poemas. Traté de explicarme ese silencio de una manera alternativa a la que más razonablemente podía explicarlo: que aquello no le interesaba a nadie, por muy difícil (imposible) de entender que a mí me resultara. Pero me había mentido tantas veces que fui incapaz siquiera de escucharme. 

Fíjate que perder mi empleo en el banco no me causó ni un rasguño en la autoestima. Me lo tomé con deportividad y, más o menos, ale, a otra cosa... Nos ha jodido, pensarás y no te quito la razón, qué fácil es no ponerse nervioso teniendo al lado el sueldo de Marina pero, en fin, sea por lo que sea, aquello no me movió un pelo y, en cambio, esa ausencia constante de respuesta a todo lo que había venido escribiendo durante años, de pronto, me perseguía acosando incluso las zonas menos sensibles de mí.

Después de tanto tiempo, fui a darme cuenta de que siempre había estado mudo. Una voz que no logra ningún eco no es que no se oiga, es que no es voz. Mi obra vivía un piso por debajo del fracaso y yo sentí que tuve que haber muerto de bochorno hace años. Sin embargo, ahí estaba vivito y tratando de hacer rima jotabé. Me desprecié como nunca antes. No por ir por todas partes mendigando un elogio, cosa que ya daba asco, sino por ser incapaz de obtenerlo. Cerré a toda prisa mi correo electrónico vacío y me quedé frente a la última entrada de mi blog. Al verme ante los dos últimos versos que había escrito el día anterior tuve que enfrentarme a las ganas de vomitar más justificadas que había tenido en la vida.

Era demasiado temprano para hacerlo, pero decidí calmar las náuseas con una cerveza y dos cigarros. ¿O fue al revés? Fuera como fuese, al menos, sirvió para generar las endorfinas necesarias para salir de la casa. Estuve con Marina poco más del tiempo necesario para entregarle la documentación que me había pedido. Algo para el visado, creo recordar. Al volver a la calle, arrastraba los pies y estoy seguro de que eran más pequeños que antes de entrar. Todo yo era aún más pequeño a mis ojos por comparación con la tarea que mi mujer estaba llevando acabo. El orgullo que sentí no impidió que se hiciera la luz en la breve oscuridad en que la dosis matutina de alcohol había envuelto mi propia mediocridad.

Unas cuadras más allá, llegué a una canchita donde siete u ocho patojos jugaban al fútbol con el cadáver de una pelota. Me quedé mirando atraído por el poder hipnótico del balón. No transcurrió mucho tiempo hasta que, poco a poco, los niños se fueron marchando. Todos menos el de la camiseta verde, que vino hacia mí y me preguntó por qué fumaba. Como no existe respuesta para esa pregunta, me apresuré a cambiar el tema de la conversación y le dije que había hecho un partidazo. La reacción de su rostro a mis palabras me mostró que, a diferencia de mí, él no era de los que van mendigando los elogios, así que le maticé que lo que quería decir es que había sido un partidazo para su edad. Diez años dijo que tenía y, quizá para demostrarlo, salió corriendo para terminar la charla como si tal cosa. Esa mañana no supe que se llamaba Édgar.

Me dijo su nombre al día siguiente. Había vuelto a quedarme mirando jugar a los chavales cuando pasé por la canchita al volver de la ferretería. Esta vez fui yo quien me acerqué a él para felicitarle por el gol que había metido en el último minuto del partido. Sonrió levemente y se acercó a recoger la camiseta que se había quitado para que hiciera las veces de poste de una de las porterías. Me di cuenta de que, junto a ella, se llevaba un libro que había estado debajo de la prenda en lo que había durado su rol de poste. Le pregunté por el título. Con un movimiento, me enseñó la portada. El brujo serrano. Aburrido, sentenció. No puede ser. Yo conozco al brujo serrano y es un tipo verdaderamente divertido. Ya, claro. No lo conoces y es aburrido. Te juro -siempre lo hago en vano- que le conozco y lleva una vida trepidante. Pues este libro es un rollo. Eso es culpa del que ha escrito el cuento, que no sabe. ¿Y tú qué sabes? Yo soy escritor, Édgar.

No hubiera tenido huevos para decirle esa frase a nadie que no fuera un pendejo de diez años y, aun así, al hacerlo me ruboricé lo más disimuladamente que pude. En honor a la verdad, él no pidió nada pero dejé la canchita sabiendo que no iba a ser capaz de hacer otra cosa hasta que tuviera escrito un cuento sobre el brujo serrano que limpiara la imagen que Édgar tenía de él. Con él, me presenté otra vez allí al día siguiente. Me costó, no creas, conseguir dejar los tres folios en sus manos. Fijó la vista con cierta pereza en el papel y empezó a mover las pupilas y los labios en silencio. Se le cayeron pequeñas sonrisas sobre algunos momentos de la lectura y, colorín colorado, una más grande al terminar. Creo que no tienes duda sobre qué respondí cuando me preguntó si tenía más cuentos.

Como si me hubieran crecido nuevas manos, me puse a escribir. El niño junto al río, El diente perdido, La bicicleta mágica, El maestro del mar, La pintora de calor, El misterio de la barba, La casa de las fiestas, La azotea de Mónica... y otras frutas de aquel tiempo fueron desprendiéndose de mi puño y letra a lo largo de los tres meses del verano intransigente de Guatemala.

La tarde en que escribí Los campeones de la copa rota estaba lleno de la euforia (incluso llegué a sorprenderme murmurando la melodía de un villancico a pesar de que la navidad hacía mucho que había sido purgada de la nomenclatura del calendario) que sólo conocen los que han estado buscando una palabra y creen haber dado con ella. El mundo brotaba de mi alegría y, como su hijo incontrolable, en la calle sonó el sonido exuberante de un petardo seguido del griterío de la gente que se afloja el nudo de la cordura. La tarde en que escribí Los campeones de la copa rota estaba lleno de la euforia de quien cree haber encontrado exactamente la palabra que su lector tenía en la punta de la lengua.

A la mañana siguiente pagué mi impaciencia con la soledad. Llegué demasiado pronto a la canchita y allí no había ninguno de los niños habituales. Ni ellos ni nadie, la verdad. Nadie apareció a pesar de que las manecillas del reloj no escatimaron esfuerzos en hacer lo de siempre. De pronto, me preocupó la imagen poco favorecedora que ofrecería mi estampa de gallego talludito parado solo en una instalación de uso claramente infantil. Como sabes, el hospital de Marina estaba cerca, así que decidí ir a saludarle, dejar pasar un rato, y volver más tarde.

Nada más cruzar la puerta, vi a Marina trotando por el vestíbulo de recepción hacia un pasillo que no respondía ningún interrogante. Dije su nombre con voz suficiente, se volvió hacía mí, me miró con sorpresa y me hizo un gesto que interpreté, a la vez, como una declaración de imposibilidad de verme y una promesa de regresar pronto. Todo eso saqué de un solo gesto de la mano derecha. Así de listo es uno.

Efectivamente, volvió tres o cuatro minutos después. A la vez que besaba mis labios, me explicó que tenía mucho trabajo. Sin darle tiempo a decir nada más, un hombre vestido con una bata blanca dotada de un bordado azul en el pecho que le identificaba como el doctor Zarco, le abordó por la espalda y le dijo al oído que el niño había fallecido. Esa frase hizo caer sobre mí todo el frío del que había conseguido huir en toda mi existencia anterior, a pesar de que aún faltaban unas horas para que me enterara de que ese médico estaba hablando de Édgar y de que había muerto en la explosión de la cocina de gas de su casa y a pesar de que aún faltaban unos días para que un perito reflejara en un informe que el estallido se debió a un fallo en la instalación cuya resolución hubiera costado unas pocas decenas de euros. Todavía estuve unas semanas más en Santiago Atitlán. Pensé en darle a sus padres los cuentos que escribí como una especie de homenaje pero, cuando me dirigía a hacerlo, se me cayó la cara de vergüenza. Todavía hoy escribo de vez en cuando, pero nunca más he vuelto a tomar parte en un premio literario.

jueves, 7 de mayo de 2020

EL AGUSTINO, TRECE

No es tan difícil. Número trece, calle El agustino. Ni el trece bis ni, mucho menos, el once o el quince. Y, sin embargo, todos los repartidores que van a esa dirección a entregar un paquete se equivocan. Por eso, Ruth lleva diez minutos esperando en el portal. Resuelta a impedir otro malentendido de esos que luego cuesta deshacer dos llamadas como mínimo.

Ruth utiliza un movimiento de los brazos, más propio de una controladora aérea, para hacer detenerse frente a su portal al motorista de la compañía con la que había concertado la transacción. El chaval, aunque está a punto de caer de la moto por el susto, consigue parar la máquina sin rebasar la línea ideal que Ruth le ha trazado en la calzada. Se baja del vehículo mientras su clienta trata de justificar su extraño modus operandi. La explicación no cesa en ningún momento mientras ambos suben al piso de Ruth cargando, él, con las bolsas, muy reales, del supermercado virtual. No hay ascensor, como es regla general en inmuebles tan céntricos de la ciudad, por lo que al, aun paciente, transportista se le hace largo el trayecto hasta el segundo A, piso en que vive Ruth.

Una vez toda la mercancía está dentro, las partes se despiden. Ruth va a cerrar su puerta cuando se abre la del segundo B, del que sale Eva. Ruth se alegra de volver a verla y se lo hace saber. Eva explicita que comparte la dicha. Eva es la propietaria del piso contiguo al de Ruth pero no vive allí. Lo alquila a turistas a través de una plataforma telemática. Tras la sequía, unos novios alemanes han reservado la noche de hoy. Tal y como está el panorama, la plataforma ya no exige el fin de semana como periodo mínimo. A Eva, la verdad sea dicha, nunca le ha importado el tiempo de permanencia de los huéspedes. Llegarán en apenas un par de horas. Ruth se ofrece a ayudar en el acondicionamiento del piso. Tiene tiempo, porque Manuel todavía tardará un buen rato en volver a casa con los gemelos, y ganas, porque quiere que Eva le ponga al corriente de los cambios, de hacerlo.

Hacen la cama. Eva dice que ha roto con Carlos. A Ruth no le sorprende. Acondicionan el baño. Eva se queja de que no hay ayudas oficiales suficientes para los emprendedores. Ruth le da la razón. Pasan la aspiradora. Eva da voces para anunciar que ha cogido dos kilos. Ruth dice que no, que no puede ser, mientras fiscaliza su cuerpo con la mirada. Friegan con lejía todos los suelos. Ruth lamenta que no le haya ocurrido nada reseñable en este tiempo, pero habla durante veinticinco minutos ininterrumpidos de varios episodios vividos con Manuel y sus hijos. Salen del piso. Eva cierra la puerta con una vuelta de llave. Se despiden con dos sonoros besos y un medio abrazo.

Ruth entra en su casa, y con el único preámbulo del tiempo imprescindible para orinar, se apresura a distribuir el contenido de las bolsas de la compra antecedente entre frigorífico, congelador y despensa. Tiene un trío de latas de atún en aceite en la mano cuando los gemelos irrumpen trotando en la cocina seguidos, segundos después, por Manuel.

Manuel resulta el refuerzo necesario para que la tarea logística termine en un santiamén. Feliz casualidad, coincide con el momento exacto en que el reloj da la hora de abrir una cerveza. En la víspera de cada trago, Ruth transcribe la letra del reencuentro con Eva. Manuel expresa en la cara la forma que adopta la alegría cuando es sincera. Le parece muy bien que Ruth se haya ofrecido a recibir a los huéspedes y entregarles la llave. Si siempre han estado dispuestos a echar un cable a su vecina, mucho más ahora que todas las vacas son flacas.

Un timbrazo, cuando se espera visita, es un disparo de fogueo de la incertidumbre. Ruth descubre, tras la puerta, una pareja cuyas facciones no hacen siquiera frontera con Alemania. Su pasaporte, no obstante, dice que nacieron en Colonia. Él tiene veintinueve y ella, veintisiete. La buena voluntad saca adelante la conversación con gestos, sonrisas y carantoñas a los niños. Manuel pone el punto final acompañando a los jóvenes al apartamento y desempolvando el papel de cicerone de andar por casa.

Cuando regresa, Ruth ya ha acostado a los niños. Manuel, consciente de que se ha hecho tarde, les ofrece la versión más corta del cuento que les repite cada noche. Los gemelos no notan ninguna diferencia. Tras la función, encuentra a Ruth en el salón. Saborea una copa de vino tinto. Manuel se la arrebata con cariño de la mano, prueba y pregunta de dónde ha salido esa maravilla. Es un regalo de Eloísa, la señora del cuarto A. Es su forma de agradecerles la gestión para conseguirle un fontanero asequible.

Ruth despierta bruscamente en la cama. No suele tener que visitar el cuarto de baño, pero esta madrugada es diferente. Bebe agua del grifo del lavabo para enfrentarla a la tierra quemada que el exceso de vino ha dejado en su garganta. Otra vez en la cama, cierra los ojos. Sin embargo, es por el tragaluz de sus oídos por donde entra algo que le aleja del sueño. Tarda unos segundos en identificar la fuente del sonido. Cuando lo hace, su cuerpo no percibe nada más. Los jadeos y voces graves de la pareja colonesa que practica sexo en el dormitorio del piso colindante provocan un estruendo en ella. Ruth no huye del incendio. Al contrario, camina en dirección al fuego al paso de dos dedos que avanzan a tientas dentro de sus bragas y que no tardan en llegar a un orgasmo silencioso que logra no despertar a Manuel. Las tres y treinta y cuatro. Ruth recupera el ritmo habitual de su respiración. Cuando se duerme, la penumbra sigue gimiendo en alemán.

Manuel prepara el desayuno para su familia, pero él no come nada. Mientras Ruth y los gemelos desayunan, lee algunos poemas de Tiempo de manzana en el corazón del gusano. La lectura se interrumpe cuando los niños se le suben encima. Ruth se deleita mirando jugar a los tres entre carcajadas. Suena el timbre. Eva entra la casa.

Eva: Bueno, misión cumplida. Ya está todo recogido.

Ruth: ¿Ya?

Eva: Lo he hecho esta mañana tempranito. Me he puesto el despertador a las seis y media.

Ruth: Es el mejor momento ¿Y qué tal?

Eva: Mejor de lo que pensaba. Ya era hora.

Manuel: ¿Ves cómo todo llega?

Eva: No tenían activado el límite de extracción en las tarjetas. Así que, entre eso, los anillos y el bolso de ella, queda un pico. Por cierto, Manuel, he disuelto los cuerpos en la bañera. Te dejo en esta bolsa todo lo que traían sin valor para que lo elimines, ¿no?

Manuel: Sí, sí, claro. Descuida.

Eva, acercándole unos billetes,: Se me ha terminado el ácido. Toma. Para que me compres cien litros. Ahí también está lo de costumbre por las molestias de hoy. Y por las del día de los daneses, que os lo debía.

Ruth: Bueno, tonta. Déjalo. Si ya ni nos acordábamos.

sábado, 2 de mayo de 2020

EL POETA

Cuando aquel domingo de tantas horas llegué sin proponérmelo al lugar último, los amos silenciosos de las voces no tardaron en darse cuenta de que yo, de entre todos los clanes de mis semejantes, era el poeta. Como no noté la diferencia, tuvieron que avisarme de que ya había muerto.


viernes, 1 de mayo de 2020

LA PRIMAVERA QUE NO FUE

Primavera de dos mil veinte. Europa. España. Madrid. Distrito de Arganzuela. Barrio de Legazpi. Jueves de estado de alarma por la epidemia de un virus del que, tal vez, ustedes hayan oído hablar. Una de la tarde. Samuel abre la ventana de su casa que da al patio interior de la comunidad para echar otro cigarro. Nada más abrir, se topa con la imagen de su vecino de enfrente que está tendiendo la ropa. Se lo ha cruzado muchas veces. No recuerda cómo se llama. Ni siquiera recuerda si lo ha sabido alguna vez. Tarde para cerrar la ventana.

Vecino: Hola.

Samuel: ¿Qué hay?

Después de cuarenta y ocho largos segundos de silencio,

Vecino: No deberías. Los fumadores sois grupo de riesgo.

Samuel: Bueno, yo fumo muy poquito. En realidad, no soy fumador. Y soy joven. Más o menos.

Vecino: El diecisiete por ciento de los internados en la UCI... ¡Niños, por favor! ¿Cuántas veces tengo que repetir que os estéis quietos?

Samuel: Están ya desquiciados, ¿eh?

Vecino: El que está ya para que le encierren soy yo.

Samuel: Ya. En fin, paciencia...

Vecino: Tú no tienes hijos, ¿verdad?

Samuel: No, no, no. Qué va. Tú tienes dos, ¿no?

Vecino: Tres. Una locura.

Samuel: Además de verdad.

Trece segundos después,

Samuel: Qué tiempazo hace. Qué putada estar metidos aquí dentro.

Vecino: Bueno, el cincuenta y uno por ciento de los virólogos cree que, con el buen tiempo, el virus quizá podría ir desapareciendo.

Samuel: Pues Dios les oiga.

Vecino: ¿Eres creyente?

Samuel: ¡Vaya pregunta! (riendo).

Vecino: Perdona.

Samuel: No, no. En absoluto.

Vecino: ¿En absoluto crees en Dios o no en absoluto hace falta que me disculpe?

Samuel: Las dos cosas. Ha sido una forma de hablar.

Vecino: Malos tiempos para creer en Dios.

Samuel: ¿Tú crees? Estoy seguro de que ahora, cuando parece más evidente que no existe, es cuando hay más gente rezando todas las noches.

Vecino: Ya. Eso es como todo... (pensativo).

Samuel: En fin, que cada uno se agarra a lo que quiere o a lo que puede para que no se lo lleve el viento.

Vecino: Lo que hay que hacer es rezar menos y ser más responsables, copón. Que si nos tomamos a chirigota el confinamiento, no vamos a poder currar en la puta vida. Si no se suprime radicalmente el contacto social es imposible frenar la curva de contagios, hostia.

Samuel: ¿En qué curras?

Vecino: Tengo un bar. ¿Y tú?

Samuel: Soy funcionario.

Vecino: Tú no tienes prisa, cabrón. A ti, a final de mes, tracatrá en la cuenta (riéndose).

Samuel: Claro, claro (forzando una sonrisa).

Vecino: Fuera de bromas, en un caso de pandemia es imposible corregir el crecimiento exponencial de los contagios sin un aislamiento total y sostenido. Es de cajón de madera. De hecho, se lo he oído a un tertuliano.

Samuel: Sí, sí. Yo también. En el programa de Ana Rosa.

Vecino: No, yo lo he oído en la radio.

Samuel: Coño, pues ya son dos. Más a favor del argumento.

Vecino: Si es que cae por su propio peso.

Samuel: De todas formas, aunque en estas crisis es vital estar informado, joder, se le pone a uno un mal cuerpo...

Vecino: Di que sí. Uno no puede caer en la sobredosis de información. Hay que seguir sólo a medios serios. Yo nada más confío en los que tienen a tertulianos que conozco. A la mayoría ya les he visto o escuchado opinar con acierto de la inestabilidad política, de la prima de riesgo, de las copas de Europa del Madrid... Vamos, que son una garantía.

Samuel: Sí, pero peor me lo pones. Si tienen credibilidad, lo que dicen es cierto y no hay más que malas noticias.

Vecino: Eso sí. En general, claro. Alguna buena noticia se escapa por ahí de vez en cuando y a eso hay que agarrarse, tío. Mira, hace un rato he oído que ya no somos el tercer país del mundo en número de contagios sino el cuarto. Nos ha superado Estados Unidos, que va disparado.

Samuel: Lo he oído, lo he oído. Y que Francia está subiendo mucho también y quizá nos supere a finales de semana.

Vecino: Bueno, bueno. Ni que decir tiene que sería mejor que bajáramos en el escalafón por reducir nuestros casos en vez de por que los suban los demás, pero no cabe duda de que ir bajando puestos en la clasificación ayuda a mantener la moral de victoria de la peña, que todo el mundo tenga claro que el sacrificio servirá de algo y que saldremos más pronto que tarde.

Samuel: Sí, sí, Saldremos. ¿Pero quedará algo en pie en la economía?

Vecino: Claro que sí. Un plan Marshall en cada puerto. Para eso están los estados. Es de manual. Precisamente, se lo leía en Twitter anoche al economista ése de la tele. Ahora, eso sí, la geopolítca va a darse la vuelta como un calcetín.

Samuel: Ya te digo yo que será así.

Vecino: Ahí los políticos tienen que dar la talla. Ése es el tema. Porque ahora, todos a una. Pero cuando esto escampe, dimisiones. Hay que exigir dimisiones. En los gobiernos, por irresponsables, y en las oposiciones, por desleales.

Samuel: Joder, es que eso es la democracia. También te digo que no les envidio el cargo con esta movida, ¿eh? No tiene que ser fácil tomar según qué decisiones. Es elegir susto o muerte...

Vecino: Eso vale para ti y para mí. Pero ellos tienen toda la información. Y, en el periódico de hoy, dice un confidencial que esto estaba claro desde febrero. ¡Desde febrero, carajo!

Samuel: Vamos a ver. Que tienes más razón que un santo, pero te pones en su piel y... ¡Madre mía!

Vecino: En fin, voy a ir entrando que estos ahora mismo se ponen a exigir la comida.

Samuel: Sí, sí. Yo también tengo que hacer.

Vecino: A ver si coincidimos otro rato aquí. Te llamas Samuel, ¿no?

Samuel: Sí.

Vecino: Pues un placer, Samuel.

Samuel: ¿Y tú? Desde que te he visto, lo tengo en la punta de la lengua pero no hay manera de que me salga.

Vecino: Alberto.

Samuel: Pues el placer ha sido mutuo, Alberto.

Justo antes de que ambos desaparezcan en el interior de sus casas,

Samuel: Mira que estamos pagando un precio de cojones a cambio, pero al menos esta mierda ha servido para abrir la ventana y los oídos y escuchar de verdad tu nombre. Y, pase lo que pase, te aseguro que ya no se me va olvidar cómo te llamas.