Todo ocurrió en esa estación del año
que separa el otoño del invierno.
Nadie había visto antes tanta lluvia
dentro de las casas en esa parte del país.
Ella no se despertó hasta los primeros ladridos
de los gatos que volvían de Catral por la mañana.
El miércoles trajo en las manos una especie
de ramo de flores ciertamente lamentable.
Y todo, por la ciudad, estaba lleno
de un familiar olor a patata asada.
Caminaba sin convicción. Como quien huye
con la boca pequeña del tabaco.
Ni siquiera tuvo que acelerar el paso cuando se cruzó
con Toni Culebra en una avenida a la que llamaban la roja
por el verde de unos aligustres de tres pares de narices.
Habitualmente escapaba de él porque, de entrada,
distaba muchísimo de estar bueno
y, además, fracasaba sistemáticamente
cuando trataba de esconder que era un auténtico imbécil.
Pero, por suerte, Toni no reparó en ella.
Ni siquiera le lanzó una mirada a las tetas
con aquello que guardaba bajo las gafas de sol.
Orgullosa del ruido de sus propios tacones,
llegó a la altura del Azahar Patio.
Hacía lustros que desayunaba allí
un té gyokuro con leche semidesnatada
y dos torrijas que preparaba el hermano
gemelo del barman en plan artesano.
No obstante, en la fecha de autos,
no sintió necesidad alguna de parar a dar bocado.
Máxime cuando el local de moda
estaba de gente hasta la bandera.
"No me jodas que no para" masculló
al ver pasar de largo un autobús
cuyo conductor ignoró los aspavientos
con que intentaba detenerlo.
La desgraciada circunstancia
hizo que tuviera que adentrarse a pie
en el puente sobre un río que, por no comprometer
seriamente la seguridad del lector, no revelaré.
No le había confesado nunca a nadie
que siempre experimentaba excitación sexual
en las infraestructuras fluviales.
Con buen criterio, tampoco ella misma se preguntaba por qué.
Pero no sintió nada en aquel trayecto.
De hecho, se percató de que llevaba días sin ponerse cachonda.
No se preocupó ni se lamentó por ello.
Constató el hecho con total asepsia.
Aún no había arribado a la ribera
cuando vio a una niña pelirroja que le miraba.
Le pareció que le sonreía pero ella
no lo hubiera puesto por escrito.
Lo que era seguro es que, tras unos segundos,
la criatura se dio la vuelta y comenzó a alejarse.
Nuestra mujer, obedeciendo su primer impulso,
fue tras ella vaya usted a saber con qué objetivo.
Era rápida la demonia. No recortaba la distancia
a pesar de la diferencia de tamaño entre las dos.
A cualquier observador imparcial le hubiera parecido
constitutiva de delito aquella persecución infantil.
De pronto, en medio de otra repentina quietud,
la niña se detuvo y le miró con otro rostro.
Cuando, poco a poco, consiguió apartar los ojos
de la pequeña inalcanzable,
reparó en que aquéllo había terminado
en el área privatizada del cementerio municipal.
A partir de ahí, todo fue muy rápido:
el inconfundible sonido de los cristales rotos
de una botella estampada contra la tapia del camposanto
siempre que termina un botellón,
la luz lejana, como de estrella cutre,
de los faros de un trasto que pasaba
en ese momento por una autovía próxima
y el dedo de la fantasmilla pelirroja
apuntando en dirección a una lápida
con un más que tópico epitafio
y con el nombre de la protagonista de esta crónica
grabado, rotundo, en la piedra.
El miedo golpeó su corazón de cadáver
al leer escrito su apellido con la misma
falta de ortografía que venía viendo desde el colegio.
La mancha de ignorancia con la que habían emborronado su vida
pretendía ponerle tachones a su muerte.
Y eso era algo que Arturo Pérez-Reverte
debería hacerles pagar a esos zoquetes.