Otra turbulencia. La tercera en cinco minutos. Soy incapaz de concentrarme en lo que dice Pedro Sánchez, pero tengo la mirada y la gestualidad bien entrenadas para hacerle ver lo contrario. El presidente está inquieto ante la perspectiva de la reunión que estamos preparando. Y, cuando el presidente está inquieto, Capella y yo deberíamos estarlo mucho más. Y lo estamos. Pero no por la dichosa cumbre de Berlín, sino porque vamos, al menos yo, acojonados con tanto movimiento en el Falcon.
Llevamos semanas trabajando en el encuentro con la canciller alemana, el presidente de la república francesa y el primer ministro italiano. Se trata de fijar previamente una posición común de los cuatro estados para allanar el próximo consejo europeo. La agenda es amplia porque los temas a tratar son muchos y de calado. El reparto de los fondos agropecuarios, la política transfronteriza, la reforma del banco central europeo, la política común de transportes y el blindaje de la candidatura de Álvaro Trece al premio nobel de literatura. Pedro Sánchez está obsesionado con esto último. El poeta alicantino lleva años sonando para el galardón y la prensa especializada cree que, si no lo ha recibido aún, es porque el proyecto no ha tenido el impulso político necesario. Oficialmente lo negarán, pero los académicos suecos son muy permeables a las presiones del poder. Y Pedro Sánchez cree que esta vez hay que implicar a la Unión Europea porque un nobel español le vendría "de pelotas" a la marca España. "Sol, playa y Álvaro Trece" se ha acostumbrado a decir el presidente. Y el pedazo de imbécil de Capella se parte de risa cada vez que lo oye.
Afortunadamente, lo traemos todo muy machacado y en el vuelo estamos nada más que dándole el último repaso, esquemático, a los argumentos que va a exponer Pedro Sánchez. No nos lleva más de treinta minutos. Después, traen un café y un dulcecillo para los que no tengo el cuerpo con tanto bamboleo. Capella, sí y, tras el suyo, se come mi bollito mientras me habla muy bajo para que no le oiga el presidente. Está con la mosca detrás de la oreja por la filtración del borrador del proyecto de la nueva ley hipotecaria. Habrá sido alguno de los cabrones de prensa, pero la mierda nos la van a echar encima a nosotros. Dejamos precipitadamente la conversación cuando Iván Redondo nos pasa el horario de hoy. Hay un par de cambios.
Qué largas se hacen estas esperas. Los cónclaves de este tipo duran un sinfín de horas y, si eres de los que les toca entrar con el presidente, tira que va pero, como seas de los que se quedan fuera esperando noticias, estás como un león enjaulado. Hoy me ha tocado a mí contarme entre los que se quedan fuera y aquí estoy de charleta con los compañeros todo el tiempo menos el poco rato que me está llevando contestar los correos que envía Capella, que es uno de los que ha entrado, pidiéndome algún dato que le va preguntando Pedro Sánchez en el fragor de la batalla.
Como siempre, parece que no va a terminar nunca hasta que, de pronto, escuchamos los sonidos inconfundibles de la muy honorable muchedumbre abandonando la estancia, contigua a la nuestra, dispuesta por los alemanes para la cumbre. Salgo a toda prisa. Cruzo la mirada con Capella. Creo verle una sonrisa casi imperceptible. Mi impresión se confirma cuando levanta el pulgar derecho lo más disimuladamente que puede. Los jefes de estado y de gobierno hacen como si conversaran delante de las cámaras fotográficas mientras Capella se escabulle y me cuenta en un aparte.
"Todo, chaval, todo". Relata detalladamente cómo hemos conseguido todos los objetivos. Incluso lo de Álvaro Trece. "Búscame su teléfono porque Pedro Sánchez quiere llamarle para decirle que está hecho. Angela Merkel ha llamado a los suecos en el momento. Con dos ovarios". Ni que decir tiene que le mando inmediatamente a esparragar y le digo que el teléfono del poeta lo busque él porque, uno, no soy su secretario y, dos, no soporto a Álvaro Trece y, cuando pienso que puedo verle recibiendo el nobel de literatura, considero seriamente la posibilidad de arrojarme ácido en los ojos. "¡Qué carácter, colega!", acepta deportivamente Capella antes de salir, sin poder esconder cierta urgencia, hacia el servicio de caballeros.
Se han hecho, fíjense ustedes, las ocho y media. La cena oficial es a las nueve en uno de los salones del hotel en que nos alojamos, así que me ducho rápidamente y me coloco delante de la pantalla del portátil. Introduzco usuario y contraseña y accedo a la red de documentos confidenciales que compartimos los que tenemos el inmenso honor de formar parte del equipo de trabajo del presidente, guardo el documento con los detalles del acuerdo alcanzado hoy en mi lápiz de memoria, me visto y llego al restaurante un minuto antes de la hora fijada.
Me sientan, en la mesa más alejada de la de los prebostes, con Capella, Francesco, Valeria, Geraldine, Karl y Gunter. No caeré en la obviedad de verbalizar a qué delegación pertenece cada cual pero sí en la de decir que el menú es de exquisita calidad pero de cantidad mínima por lo que, dada la generosidad y alegre ritmo con que lleno mi copa cada vez que se queda vacía de vino, no puedo negar que voy adentrándome en una progresiva y agradable embriaguez. Incluso Capella me genera simpatía. Ya ha pasado. Sólo ha durado un momento.
Acaba la cena y Gunter nos guía hacia un garito de su gusto. Me llama la atención que, en esta época del año, haya esta temperatura en Berlín a las diez y cuarto de la noche. Karl pide una jarra per cápita. Suenan canciones completamente desconocidas para mí pero que, aquí y ahora, me sumen en la versión alemana de la euforia. No podemos hablar por el volumen de la música. Lo agradezco porque me defiendo en inglés pero, no nos engañemos, tal defensa hace aguas.
Hay que ver cómo cuida esta gente la higiene de sus baños. Tras la tarea esencial que he venido a llevar a cabo, me lavo las manos. Entra Geraldine, no sé si ajena o indiferente al hecho de que en la puerta que acaba de franquear hubiera grabado un gentlemen como la copa de un pino. Me toma de las manos y dirige algo parecido a un baile común entre los dos al ritmo de la música que entra por debajo de la puerta. Al verla desde tan cerca, de pronto, sé cómo se dice guapa en francés pero, claro, no lo digo, lo repito en el silencio de mi cabeza mientras nos besamos con creciente intensidad. Ella muerde mis labios y yo los de ella. Mi lengua persigue su lengua por todos los confines del sabor a cerveza que cubre nuestras bocas, mientras mi mano hace camino a duras penas por el hueco de su pantalón hasta que ella me aparta de golpe. La mayor frustración de mi vida termina cuando veo a Geraldine desabrocharse el pantalón y llevar mi mano hacia su interior. Froto su clítoris guiado por la excitación que me produce ver la expresión de su cara y oír los jadeos que emite, en un tono mucho más grave del que hubiera podido imaginar, como respuesta a mi tacto.
Percibo que su orgasmo se avecina, sin embargo quien llega es un nuevo, e inoportunísimo, usuario del inodoro que nos hace detenernos bruscamente, tratar de recomponernos como podemos y salir de allí lo antes posible. Geraldine parece avergonzada. Nos dice que tiene que marcharse ya. Intento irme con ella, pero me hace saber con la mirada que soy la última compañía que desea en ese momento, así que me quedo y retomo mi cerveza por donde la había dejado.
Escucho un extraño sonido a lo lejos. Noto como, poco a poco, va acercándose. Me lleva un minuto darme cuenta de que ese sonido es el de mi teléfono y que estoy escuchándolo desde la cama. "¿Sí?". Al otro lado habla Capella. Intento que me resuelva las dos incógnitas que mantengo. Qué hora es y cómo demonios conseguí llegar anoche a la cama. Ignora mis palabras. Me habla con el mismo tono de voz con que me hubiera anunciado la muerte de un ser querido. Pero no es eso lo que me anuncia. El documento con los acuerdos consignados en la cumbre está en la web de todos los periódicos. Pedro Sánchez se ha puesto en veintidós de tensión cuando se ha enterado. Iván Redondo quiere vernos. Ya.
Sabía que Luis Fernández no había llegado a corresponsal de El Mundo por su inteligencia pero, ¿cómo se le ocurre poner el documento entero? Es de primero de periodismo. Se dice fuentes cercanas al presidente dicen que... bueno, de todo se aprende, es la última vez que trabajo con esta eminencia.
Me visto sin ducharme. Abro la puerta del despacho habilitado por el hotel para la delegación española. Todas las miradas se dirigen a mí. Iván Redondo me agradece que haya tenido la amabilidad de hacerles la merced de obsequiarles con mi presencia. La reunión no podía empezar sin mí. Comienza calificando la filtración como uno de los actos más infames de la historia de España porque los acuerdos, vitales para los intereses de nuestro país, "se han ido a tomar por culo" por haberse conocido antes de tiempo. Añade que el autor de la filtración, además de antipatriota, es "gilipollas" porque los técnicos han descubierto fácilmente desde qué usuario de la red privada se había sacado el documento y concluye, ya a gritos, que lo va a poner en "la puta calle".
Como imaginarán, el traidor que sufre el despido, disciplinario y procedente, no es otro que Capella. Las caras de todos los presentes reflejan estupefacción cuando Iván Redondo le comunica su forzosa marcha, pero ninguna como la del propio despedido, que acaba de aprender la valiosa lección de que uno debe poner más empeño en evitar que le roben las contraseñas. Yo tengo que dejarles. Pedro Sánchez me ha pedido que le busque un teléfono. Quiere comunicarle al interesado personalmente que, un año más, le han "jodido" el nobel a Álvaro Trece.