Llovía el día en que, me parece que fue ayer, empecé a trabajar en Lamucca. Cuando entré por primera vez en el restaurante, notaba la responsabilidad en mis tendones. Habían movido cielo y tierra para traerme desde el norte. Estaba decidido a retribuir los esfuerzos realizados para contar conmigo y la confianza que se me había otorgado. Centrado en cumplir mi papel de la mejor forma posible. Centrado. Hasta que llegó ella.
Su nombre sonó en cocina igual que si una pila de platos se hubiera hecho añicos en el suelo. Los compañeros iban contándose unos a otros que Susana Carbonara estaba sentada en la mesa ocho. De pronto, todo se llenó de la ensalada colectiva de emociones que su presencia provocaba en el personal. Zozobra, esperanza, miedo, ilusión desbordaban Lamucca.
A ustedes les surgirá ahora la misma pregunta que a mí entonces. ¿Quién demonios era Susana Carbonara y, sobre todo, por qué ponía de los nervios a todo el mundo? Les daré, aun a riesgo de resultar soez, la misma respuesta que a mí me dieron. La puta ama de la crítica de cocina. No había término medio. Sus opiniones catapultaban restaurantes al triunfo o los cerraban. Y estaba en el nuestro. Nos la jugábamos a una carta.
Entonces, hice lo que cualquiera con un mínimo de curiosidad hubiera hecho. La miré a través de una rendija desde el puesto que me habían asignado. Y experimenté algo que nunca, se lo juro, nunca antes había experimentado. La visión de aquella mujer bajo la luz de la noche del viernes estuvo a punto de deshilacharme. Sus facciones rimaban en consonante con mis ojos, por lo que éstos no obedecían las repetidas órdenes de mirar hacia otro lado que mi cerebro les enviaba. Definiría mi ánimo como fascinación si no fuera porque al hacerlo traicionaría, al quedarme tan corto en mi descripción, el deber de lealtad con ustedes, lectores, que me obliga como narrador.
En cualquier caso, y fuera cual fuese el término que usáramos para definirlo, fui arrancado de golpe de aquel estado. El camarero entró apresurado, blandiendo la comanda, y diciéndome que Susana Carbonara había pedido verme. A mí. Sí, a mí. ¡A mí! La madre -sí, soy un soez- que me parió. Estuve a punto de caerme redondo, pero un cocinero que andaba cerca lo evitó. Dedicó unos minutos a tranquilizarme. Me atendió. Me recompuso. Y, en fin, me ayudó a salir lo más acicalado y confiado posible.
Sin embargo, cuando llegué a su mesa y pude oler su perfume, recaí en esa dulce causa de enajenación mental llamada Susana Carbonara. De nuevo, no era capaz de más acción que contemplarla ensimismado de arriba a bajo. Y, entonces, deseé con todas mis fuerzas estar dentro de su cuerpo. Y vaya si acabé dentro de su cuerpo. Dio cuenta de mí en unos minutos. No quedó ni rastro en aquel plato de este pobre chuletón que les escribe.