domingo, 29 de noviembre de 2020

TESTIGO DE ALBORANIA

Como el alumno medio de secundaria sabe, Alborania es el país más próspero de su región. Llegué a su capital, como muchos otros docentes universitarios de todo el mundo, atraído por el influjo de la obra del profesor Mauro Acame y no tardé en convertirme en uno de sus más estrechos colaboradores. El alborano fue siempre pueblo de acusada espiritualidad y mantenía la coexistencia de dos comunidades religiosas, los lumenistas y los lumenianos. Esa convivencia había sido pacífica y fructífera una vez, pero entonces la situación era ya antónima. Las dos predicaban la unidad en el amor, pero un muro separaba a las dos iglesias.

Nadie sabe cuándo nace el odio exactamente. Nadie lo ve hasta que ya reside en cada cuerpo como una enfermedad repetida. Lo que sí puedo situar en el tiempo es el primer atentado que causó muertes. Fue el veintinueve de febrero del año siguiente al de mi llegada a Alborania. El brazo armado de los lumenianos cayó sobre un barrio residencial mayoritariamente lumenista. La respuesta llegó el seis de marzo en las proximidades del estadio del equipo de fútbol más popular entre los lumenianos. Al principio, los actos de los radicales causaron el espanto, incluso, de los propios pero, bajo la luz sostenida de la noche sobre una tierra, todas sus criaturas acaban por volverse oscuras y no tardaron todos los ciudadanos, por un motivo u otro, en considerarse titulares de un acuciante derecho a la venganza.

El estado de derecho alborano trató de defenderse con cambios de su política criminal pero, como el alumno medio de secundaria sabe, las tiritas de la razón no pueden detener la sangría colectiva del delirio. Y, si un adolescente puede llegar a esa conclusión, imagínese el lector la rapidez con la que el profesor Mauro Acame alcanzó tal convicción para difundirla, después, mediante su libro Los asesinatos de Dios. Acame defendía que era la idea misma de la religión la que había llevado al país a aquella situación. La solución, pues, estaba dentro de cada alborano. Si cada individuo sacaba su relación con Dios de la relación con los demás, si todos, creyesen lo que creyesen, actuaban como si Dios no existiera, la ola de violencia que sumergía al país, sencillamente, se retiraría.

Desde el primer momento, eso que los que se consideran fuera del concepto llaman la gente puso en práctica de modo creciente esa sordina de la religión. Como un incendio inesperado, se fue extendiendo y, a la inversa, la violencia en el país fue cayendo como un cuerpo dormido desde el reino de los cielos. Recuerdo las portadas en todos los diarios de tirada nacional tras el primer mes, el primer trimestre... el primer año sin muertes. Las miradas de los medios de comunicación de todo el mundo confluyeron en la paz alborana y, por ende, en la figura de Mauro Acame y, de puertas para adentro, no resultaba excesiva la palabra mitificación. Tanto que, aunque a regañadientes, el profesor no tuvo más remedio que presentar su candidatura a la presidencia, tal y como le demandaban con insistencia en todas partes, desde la universidad a la cantina.

Ya supondrá el lector el resultado electoral ampliamente favorable al nuevo partido creado por Acame. Cuando se formó el gobierno, fui designado -tuve que aceptar a regañadientes- como asesor del presidente en cuestiones de tecnología agraria y alimentaria. Los inicios del gobierno Acame fueron una nueva edad de oro de Alborania. Las cifras del país desbordaban los índices de las organizaciones internacionales. La economía, las artes, la ciencia, el deporte... todo florecía a partir de la semilla de la euforia tras el fin de la violencia.

Sin embargo, en don Mauro nació una inquietud. Cayó en la cuenta de que todo aquel bienestar descansaba sobre un basamento de aire. Igual que los ciudadanos habían decidido por las buenas poner sus relaciones a salvo de la religión, podrían hacer lo contrario en cualquier momento y, con ello, devolver Alborania a la rutina de la autodestrucción. Una mañana de junio, mientras tomábamos café, me anunció que la muy absoluta mayoría parlamentaria que le sostenía en el gobierno iba a modificar la constitución alborana para declarar ilegal cualquier manifestación religiosa. ¿Y qué necesidad hay de prohibir algo que ya no existe? fue mi pregunta. El profesor la respondió recordando que su obligación era garantizar también la seguridad de las generaciones futuras y, para eso, debía evitar que mañana volvieran las luchas de ayer. Se trataba, simplemente, de llevar a la ley lo que los ciudadanos habían decidido libremente con su quehacer diario.

La noticia de la aprobación de la reforma constitucional tuvo, a pesar del crítico editorial del New York Times al día siguiente, un eco muy débil en el país cuando se produjo. Sin embargo, al cumplirse el primer aniversario, y por mor de un hashtag creado por quién sabe quién en quién sabe qué red social, se organizó un notable revuelo. El presidente, no obstante, no le dio ninguna importancia hasta que empezaron las protestas en la calle semanas después. La primera manifestación tuvo lugar el sábado diecisiete de enero en la capital y se repitió los dos sábados siguientes. Después, otro asunto apartó el foco de la ilegalización y la administración Acame, aliviada, pasó aquella página.

Cumplir con lo que la agenda pública alborana me exigía me dejaba poco tiempo libre. Aquélla fue la primera mañana en cuatro meses que pude dedicar al mayor vicio que he tenido nunca: dar pedales encima de la bicicleta. La inactividad me hizo padecer más de lo habitual en los ochos kilómetros de ascensión al monte Arcano. Fue una gozada. Si el lector es cicloturista o está enamorado entenderá que, claro que sí, se pude disfrutar sufriendo sin estar adscrito a ningún género de masoquismo. Antes de iniciar el descenso, entré en la cafetería de la gasolinera que hay en la cima. Me senté en un taburete de la barra con la mirada medio dormida sobre la pantalla de la televisión. Y, entonces, los ojos se me despertaron de un golpetazo cuando apareció en el monitor la imagen de varios policías sacando detenidos de un edificio del casco viejo. El texto que ilustraba la crónica audiovisual me acuchilló el ánimo. Diez detenidos por proselitismo religioso. Aquella gente que salía esposada resultó ser un grupo de lumenianos que organizaba clandestinamente ritos propios de su culto. A partir de los documentos encontrados en el registro, la policía detuvo a otras comunidades lumenianas y, a partir de los interrogatorios practicados, cayeron también colectivos de lumenistas que los primeros capturados señalaron.

Por incomprensible que le parezca al lector, Mauro Acame se quedó atónito cuando vio la calle incendiarse de protestas por los arrestos. Pensó que si aplastaba la mosca no llegaría a convertirse en el gigante capaz de arrasarlo todo. Por eso actuó con una contundencia que no hizo más que multiplicar a la bestia bicéfala al convertirse él mismo en su tercera cabeza. Un círculo interminable empezó a girar sobre Alborania como si de un Saturno se tratara. No fue la barbarie, lo que me asustó fue la decepción mía que habitaba cada acto del profesor Acame. Si no me fui entonces, fue porque Alborania era el país de Amelia. Tras las algaradas, el presidente instó el mayor endurecimiento penitenciario de la historia del país. El día que el parlamento votó la cadena perpetua, una bomba acabó con el ministro de justicia. Si fue lumeniana o lumenista la mano que la detonó era muy difícil saberlo ya. A la sazón tenían un enemigo común, aunque eso no impidió que, además, continuara cada facción atentando contra la otra. Por incomprensible que le parezca al lector, el parlamento alborano declaró el estado de sitio otorgándole plenos poderes al presidente. Esa misma tarde, instauró la pena de muerte y suspendió -por el tiempo mínimo imprescindible, dijo- los derechos constitucionales.

Vienen a por nosotros. Esa frase salió, en la letra más minúscula, de la boca de mi vecino. Yo no sabía que él y su familia eran lumenistas, pero ellos creían que era algo evidente para todo el mundo y que, por tanto, estaban en peligro. Tenía que ayudarles a salir de Alborania -por lo que más quisiera, dijo-. Días después, cuando logré despachar con él, rogué al presidente que les dejara marchar. Diría que en ese momento Mauro Acame estuvo a punto de sonreír, aunque consiguió evitarlo. Me dijo que había llegado a la conclusión de que los alboranos eran incapaces de vivir sin religión aun después de habérseles demostrado que era la raíz de los árboles más oscuros de la patria. Había que aceptarlo. El gobierno debía ser práctico. No quedaba más remedio que elegir cuál de los dos bandos debía ganar. Acame abandonó el lugar sin despedirse y un ordenanza me hizo saber que la entrevista había terminado.

Dos horas después, Mauro Acame declaró la religión lumeniana como oficial del estado y juró solemnemente no descansar hasta eliminar la herejía lumenista para restablecer la paz. Casi al mismo tiempo, cuando me detuvieron a mí por integración en banda terrorista, empezó algo que terminó con una sentencia que me tiene condenado a muerte. Por incomprensible que le parezca al lector, aún hoy, lo que no me deja dormir es saber que, aunque estuviera fuera de esta celda, Amelia tampoco estaría conmigo.



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