no tenían aún miedo de los nombres de la tierra.
Aquel mar ya trajo gotas de Quequén en la mirada
porque el océano era un futuro sin fronteras.
El pasado abril, desde Costa Bonita, España se veía
a lo lejos como una palabra muy pequeña.
Un lunes se recibió ella de doctora en biología
y el martes ya viajaba al congreso europeo
de las ascidias mediterráneas.
Él miraba desde la ventana el torpe desempeño
de los pescadores aficionados en las rocas
cuando se precipitó, sobre su muñeca izquierda, la hora
de recoger a los expertos de la Universidad de Buenos Aires.
Temió en el último instante que tomaran
su bajo rango en la organización
como una falta de respeto.
Pero, enseguida, notó cómo ese malestar se derrumbaba
mientras ella le estrechaba la mano.
Sus dedos rompieron a gritar que no era una desconocida
y leyó, tras sus lentes de allá, el verso más cercano.
No le contó nada pero él supo lo que, en ella,
quedaba de la niña que escondía a la noche del faro.
Aquel domingo no fue triste en Alicante.
Uno de esos días en que la ley del oleaje
hace que se crucen dos caminos.
Compañías que, haciendo nada, convierten
el corazón en una bahía de los vientos favorables.
No le contó nada pero ella supo cuál era
la cura de sus naufragios incurables.
No hay superficie que detenga el vuelo de los labios
de una boca que sabe lo que es haber tocado fondo.
Los peces que se marchan para siempre del amor
son los que acaban por regresar más pronto.
Ella volvió a Quequén y él se quedó en Alicante,
es decir, permanecieron juntos allá, donde
los sueños quedan a la vista al retirarse la marea,
donde las criaturas del agua están a salvo de la tierra.