Juan hubiera preferido un taxista que tuviera menos ganas de conversación que ése que le conducía al aeropuerto. Se sintió forzado a contarle el destino de su viaje, Liverpool, y el motivo de la visita. Un congreso médico. Por el simple placer de mentir, dijo que era oncólogo. Al taxista debieron quitársele las ganas de hablar y, en el silencio, Juan saboreó la sinrazón que realmente le llevaba a Liverpool. Como otros cinco amigos, había cumplido cuarenta años en dos mil diecinueve y los seis habían alquilado una casa en Roe Street para celebrarlo cumpliendo allí, una vez más, dieciocho.
Juan entró en el avión sin creerse que hubiera podido llegar tan lejos. Era la primera vez que pasaba solo por el viacrucis absurdo que forman acciones como la facturación o el embarque y, por un momento, se sintió un héroe por haber sido capaz de hacerlo. Viajaba solo porque era el único del grupo que partía desde Madrid. Los demás lo harían desde Alicante, ciudad natal de Juan, un poco más tarde. A su derecha se ubicó una sueca de Malmoe. A su izquierda, un argentino de Quequén. No obstante, él nunca lo supo porque la conversación con ambos nació muerta con el saludo inicial.
Tras perderse dos veces en el aeropuerto de Liverpool y sufrir otro viaje eterno en taxi, Juan llegó a la casa. Sus cinco compañeros de viaje estaban repartiéndose las habitaciones. El acuerdo llegó enseguida porque el canto de sirena de los pubs les llamaba a salir de allí lo antes posible. Fue en uno de esos benditos locales, Ye Hall In Ye Wall, donde les conocí la noche de aquel viernes. Como testimonio de aquel encuentro, quedaron en la memoria de sus teléfonos varias fotos que se empeñaron en que nos hiciéramos a fin de poder demostrar a sus esposas que habían estado bebiendo conmigo. Cuando nos despedimos, vi cuánto les costó arrastrar el peso de su borrachera hasta la puerta. Pronostiqué en ese momento que ninguno conseguiría llegar hasta la cama, pero me equivoqué. Todos llegaron a acostarse antes de que el gallo cantara con toda su alma el triunfo, esperado e inapelable, del amanecer.
El dolor de cabeza de un borracho es un perro fiel. Siempre va detrás de su dueño hasta encontrarlo, por mucho que éste se esconda bajo las faldas del día siguiente. A Juan, además de encontrarle, le mordió. Se acurrucó en la cama con la almohada sobre la cabeza tratando, así, de calmar el malestar sin éxito. Permaneció un tiempo en esa posición hasta que la necesidad de orinar le obligó a levantarse. El sonido de sus pasos, primero, y el de la cisterna, después, rompieron el silencio completo que reinaba en la casa. En menos de dos minutos, Juan había vuelto a su posición fetal entre las sábanas.
Juan ya no durmió. Permaneció unas horas aletargado y doliente en la cama hasta que un sol desconocido penetró con una fuerza tan mediterránea aquella ventana de Liverpool que se vio compelido a levantarse. Seguía sin haber ni el más mínimo movimiento en ninguna habitación. No le pareció extraño que ninguno de sus amigos se hubiera despertado, pero sí que no se oyera ni siquiera un giro involuntario de un cuerpo durmiente o un ronquido desabotonado. Se asomó tímidamente a la puerta de la habitación más cercana, pero al no ver a los pies de la cama parte alguna de cuerpo humano, entró en la estancia para tener una visión completa de ella. Estaba vacía. Fue recorriendo, una por una y cada vez más deprisa, todas las habitaciones de la casa. Ningún ocupante. Qué extraño. ¡Hola! ¿Estáis aquí? Preguntó al aire.
La hora le pareció a Juan demasiado temprana para que sus amigos hubieran salido a hacer turismo. Tampoco era posible, de haber sido así, que no les hubiera oído. Llevaba una eternidad dando vueltas despierto en la cama. Aturdido, se dirigió a su habitación en busca de su teléfono móvil para llamar a alguno de los ausentes. La batería estaba completamente descargada. Abrió el bolsillo de la maleta en que debiera haber estado el cargador, pero únicamente había una moneda de dos céntimos de euro. Revisó sin éxito el resto de compartimentos de la maleta, los dos cajones de la mesita que había a la derecha de su cama y, finalmente, cada rincón del cuarto. Recordaba haberlo visto en el aeropuerto. Debió dejarlo olvidado en la bandeja del control de seguridad. Recorrió otra vez los cuartos de sus compañeros por si alguno hubiera dejado su teléfono o su cargador. Nada. Tampoco en el resto de la casa. Ni siquiera había allí rastro de teléfono fijo alguno, aunque, en cualquier caso, de poco le hubiera servido. La costumbre de memorizar números de teléfono llevaba muerta veintitantos años.
Juan se sentó en un sofá a meditar la mejor forma de actuación en un escenario que, desde luego, era muy distinto al que esperaba esa mañana. Inmediatamente, la encontró. Resolvió ducharse, vestirse para salir a la calle y cargar el teléfono en el primer bar que encontrara. Diez minutos después, duchado y vestido, estaba frente a la puerta de salida de la casa. No consiguió abrirla a pesar de poner en ello todo su ingenio, toda su maña y toda su fuerza. Empujar, tirar y girar el pomo en todas las direcciones sirvió únicamente para desesperarle al cabo de poco menos de dos horas. Las llaves no estaban en el cenicero acordado por todos antes de salir de casa la noche anterior. ¿Se habían llevado las llaves y le habían dejado encerrado? Deseó fervientemente que aparecieran riéndose de él, pero no lo hicieron.
Dos horas después, Juan seguía solo. Con la cabeza en blanco y el culo en una silla de la mesa del salón hasta que escuchó aquello. Del intestino de la vivienda, surgió una melodía. Juan no sabía nada de música, pero le pareció que lo que sonaba era un violín. Se levantó e inspeccionó toda la casa buscando algún dispositivo que emitiera esa música. No dio con él. Probablemente, pensó, porque proviene del apartamento colindante. Era extraño, el sonido no es que fuera cada vez más alto, es que parecía, poco a poco, más cercano. Y más vivo, libre de las cadenas de cualquier altavoz. Sí, parecía que un violinista estaba tocando allí. Sin embargo, allí no había nadie.
No había nadie, no. O, al menos, Juan, no había visto a nadie, aunque, desde luego, había perdido todo deseo de buscar. El miedo le aconsejó quedarse en el salón y cerrar la puerta. Se sentó en el suelo con los ojos cerrados y las manos tapando, en lo posible, los oídos, pero eso no era suficiente para dejar de oír aquel bucle de notas. Abrió los ojos y, al hacerlo, vio unos pies de niño con sandalias blancas entre las patas de la silla en la que antes estuvo sentado. Cerró los ojos de inmediato, gritó sin voluntad de hacerlo y la música de violín cesó bruscamente.
A Juan le hubiera gustado pensar que existía la posibilidad de que todo fuera producto de su imaginación, de la sugestión o de la ginebra. Pero sabía bien lo que había visto y oído. Se levantó y fue hasta su habitación lo más rápido que pudo. Se metió en la cama y se quedó en ella tapado por la manta que había desechado, por innecesaria, la madrugada anterior. Tener todo el cuerpo, salvo una pequeña parte de la nariz por la que respirar, bajo esa prenda le daba una mínima y pueril sensación de seguridad que le permitía no acabar de ahogarse en el mar de pavor en el que estaba metido.
Juan no pensaba ni siquiera moverse. Estaba decidido a aguantar el picor que sentía en todo el cuerpo el tiempo que fuese necesario. Pensar en las palabras el tiempo que sea necesario le causó una herida en su espíritu de la que ya nunca consiguió recuperarse. Pero esa concreta inquietud desapareció en cuanto percibió un sonido que le hizo añorar la música de violín que antes le había provocado tanta desazón. ¿Era eso? ¿Estaba escuchando una especie de gruñido de un animal salvaje?
Las extremidades de Juan empezaron a temblar. Su cerebro no hubiera sido capaz de impedírselo pero, en realidad, tampoco se ocupó de ello. El cerebro de Juan sólo enviaba terror al resto del cuerpo. Cada vez, a medida que lo sentía más próximo, era más claro que se trataba del rugido de alguna fiera. Parecía avanzar lentamente. Pero avanzaba. Juan veía el negro que le ofrecía la manta sobre sus ojos, pero su mente traducía los ruidos amenazantes en imágenes espeluznantes. Y, entonces, todo se iluminó. Juan saltó de la cama convencido de huir y llegó a la ventana en dos pasos. Se arrojó desde ese octavo piso y comprobó que, realmente, uno no muere antes de caer al suelo en este tipo de caídas.
martes, 7 de enero de 2020
domingo, 5 de enero de 2020
LA SEGUNDA OPORTUNIDAD
Experimentó, justo cuando el tren realizaba los primeros movimientos de arranque, la turbación propia de quien no era capaz de recordar si, al final, había metido las bragas en la maleta. No iba a poder salir de dudas hasta que no estuviera en situación de abrirla. Supuso que encontrar una mercería abierta en Pamplona no sería tan difícil como lo era en Sangüesa, pero tener que dejarse dinero en eso se le representó al cerrar los ojos como un contratiempo muy nuboso.
Recostada en los asientos a su espalda, viajaba una incómoda conversación entre el párroco de Sangüesa y doña Elvira sobre la mujer muerta el mes anterior en el descarrilamiento de Huarte. Lucía había sentido esa desgracia, pero a kilómetros de distancia. Ni siquiera en ese momento, sentada en un asiento que perfectamente hubiera podido ser el mismo que ocupara la desdichada, le parecía posible que a ella le pasara algo así. Evidentemente, no se consideraba inmortal, pero estaba completamente segura de que su destino no era morir allí.
Tomó el periódico que algún viajero anterior, pensó, habría dejado olvidado en el asiento de su derecha. Miró la portada que, a duras penas, era capaz de contener en el papel la imagen de Serrano Súñer escoltada por una delegación de jóvenes italianos. Fantaseó durante unos minutos que su viaje tenía como destino alguna ciudad italiana. Roma, Florencia, Milán... qué más daba. No conocía ninguna y soñaba con todas.
Sin embargo, Lucía no se dirigía a Italia sino a Pamplona. Esa misma tarde se incorporaba como interna a la casa del señor Martínez-Goñi. No era él, ni su señora ni sus tres hijos, lo que más le imponía. La zozobra le venía de la inexperiencia. Había llevado una casa en todo el periodo en que su madre había estado enferma, pero aquello era poco trabajo. Sólo estaban ellas y su hermano Luis, que era muy poco exigente. La señora Martínez-Goñi sería harina de otro costal y ella debía evitar cualquier circunstancia que hiciera peligrar su permanencia en aquella casa durante el tiempo suficiente.
El Irati había cambiado desde la última vez que Lucía lo había utilizado. Fue antes de la guerra y lo hizo en compañía de su padre. No pudo recordar el motivo del viaje. Todo lo que rodeaba a su padre estaba envuelto por una niebla ensordecedora. El tren de aquella ocasión que se abría paso en su memoria no tenía ni un asiento libre y ese día sólo alcanzaba a sumar apenas diez personas a los trabajadores del aserradero. Eran otros tiempos. Entonces escaseaban los autobuses, ella aún tenía acné y a su padre no le habían fusilado todavía.
El padre de Lucía desapareció el mismo día en que la tropa de Mola entró en el pueblo. Una semana después, el tío Romera les contó lo del fusilamiento. Cayó junto a otros tres del sindicato. Ella recibió el mensaje de pólvora de aquellas palabras y se abrazó al hombre para no caer en su propio vacío. Un mes después fusilaron también al tío Romera.
Al dejar el periódico, la ventana gritó la belleza cruel de la foz de Lumbier y Lucía respondió dándole una segunda, pero momentánea, oportunidad a la infancia. Lucía, entonces, no sabía si fue el paisaje el que creó la naturaleza de su gente o si fue al revés y, sin embargo, ella misma ya llevaba dentro el choque histórico de dos fallas.
Un picor repentino llevó su mano al cuello buscando alivio pero encontró, además, el colgante que su madre le regaló la noche anterior. La vida de la madre de Lucía terminó el día que mataron a su marido. Se puso a coser para todas las doñas del pueblo pero no bastaba, así que fue recurriendo con frecuencia creciente al estraperlo, actividad que en pocas semanas le valió la condena sumaria de la vecindad. Claro está que el reproche no nacía de lo fraudulento de esa clase de intercambios mercantiles sino del hecho de que una viuda estuviera en compañía masculina cuando la noche subraya todo lo que pretende ocultarse.
Ya podían morder las palabras a su alrededor, que ella no pensaba dejar de hacer lo que fuese necesario por sus hijos. Además del amor incontrolable de una madre, le guiaba el ejemplo involuntario de su marido. Un hombre que distaba muy poco de ser analfabeto se empeñó en entrar, y después en permanecer, en el sindicato porque sintió el instinto salvaje de hacer algo que, pensaba, podía servir para arrancarle al patrón de los otoños un futuro para sus hijos. Ese recuerdo era una sangre añadida. Dentro de sus venas era el alimento radical, pero cuando salía al exterior era la traducción líquida de un problema grave. No hablaba con nadie, vida ni muerte, de su marido. Tampoco con sus hijos. Era tiempo de no cometer la imprudencia de tener pasado.
Ahora que la niña había conseguido colocarse las cosas serían mucho más fáciles. Urízar conocía mucha gente en Pamplona y, tirando del amigo del amigo de un amigo, le consiguió aquella bicoca en la casa Martínez-Goñi. La suerte estaba cambiando y los frutos maduros habían llegado desde el lugar menos pensado. Urízar nunca demostró tenerles simpatía pero, a la postre, había resultado providencial. Lo que la madre de Lucía siempre juzgó como una hostil indiferencia se demostraba ahora, en realidad, la discreción del hombre bueno y el tamaño de su gratitud no dejaba de crecer dentro del pecho.
El tren iba destruyendo sin ningún esfuerzo los argumentos que el viento frío oponía en su contra. La lluvia parecía estar dejando un llanto, pero saltó a la vista enseguida que se trataba de un agua sin ternura que cubría de realidad el corazón eléctrico que les guiaba.
Lucía estornudó dos veces en un intervalo de cinco segundos, se llevó el pañuelo a la nariz y lo frotó muy suavemente por ella. Fue la alternativa a sonarse los mocos más fina que pudo lograr. Uno de los ciento doce consejos, de los pocos que tenía intención de seguir, que le dio su madre cuando se despidieron fue que debía esforzarse en mantener en todo momento unos modales irreprochables en casa de los Martínez-Goñi. Lo último que le dijo fue que se sentía muy orgullosa de ella. Después, se calló y lloró al abrazarla.
A esa altura del trayecto, Lucía llevaba ya el peso de los nervios encima. No le faltaba confianza en sí misma, pero sabía que no había red bajo sus pies. No podía permitirse decepcionar a quienes le habían abierto aquella puerta. Cuántas veces se lo había rogado a Urízar desde que supo que se dedicaba a aquello. Nunca podría dar suficientemente las gracias a Dios por haberla puesto en una situación casual que le permitiera descubrir que Urízar prestaba servicio informando a la brigada político social. Al fin, en un descuido de su madre, un domingo al salir de misa le dijo que había algo para ella. Le habló del tal Martínez-Goñi. Bajo una apariencia de respetabilidad, colaboraba en actividades subversivas y, muy probablemente, era masón. El servicio que debía prestar Lucía era averiguarlo y encontrar un hilo del que tirar para llegar hasta sus secuaces. Con voz imperceptible, se repitió que no iba a desaprovechar la ocasión que le habían dado a la hija de un rojo y una puta de hacerse perdonar.
Recostada en los asientos a su espalda, viajaba una incómoda conversación entre el párroco de Sangüesa y doña Elvira sobre la mujer muerta el mes anterior en el descarrilamiento de Huarte. Lucía había sentido esa desgracia, pero a kilómetros de distancia. Ni siquiera en ese momento, sentada en un asiento que perfectamente hubiera podido ser el mismo que ocupara la desdichada, le parecía posible que a ella le pasara algo así. Evidentemente, no se consideraba inmortal, pero estaba completamente segura de que su destino no era morir allí.
Tomó el periódico que algún viajero anterior, pensó, habría dejado olvidado en el asiento de su derecha. Miró la portada que, a duras penas, era capaz de contener en el papel la imagen de Serrano Súñer escoltada por una delegación de jóvenes italianos. Fantaseó durante unos minutos que su viaje tenía como destino alguna ciudad italiana. Roma, Florencia, Milán... qué más daba. No conocía ninguna y soñaba con todas.
Sin embargo, Lucía no se dirigía a Italia sino a Pamplona. Esa misma tarde se incorporaba como interna a la casa del señor Martínez-Goñi. No era él, ni su señora ni sus tres hijos, lo que más le imponía. La zozobra le venía de la inexperiencia. Había llevado una casa en todo el periodo en que su madre había estado enferma, pero aquello era poco trabajo. Sólo estaban ellas y su hermano Luis, que era muy poco exigente. La señora Martínez-Goñi sería harina de otro costal y ella debía evitar cualquier circunstancia que hiciera peligrar su permanencia en aquella casa durante el tiempo suficiente.
El Irati había cambiado desde la última vez que Lucía lo había utilizado. Fue antes de la guerra y lo hizo en compañía de su padre. No pudo recordar el motivo del viaje. Todo lo que rodeaba a su padre estaba envuelto por una niebla ensordecedora. El tren de aquella ocasión que se abría paso en su memoria no tenía ni un asiento libre y ese día sólo alcanzaba a sumar apenas diez personas a los trabajadores del aserradero. Eran otros tiempos. Entonces escaseaban los autobuses, ella aún tenía acné y a su padre no le habían fusilado todavía.
El padre de Lucía desapareció el mismo día en que la tropa de Mola entró en el pueblo. Una semana después, el tío Romera les contó lo del fusilamiento. Cayó junto a otros tres del sindicato. Ella recibió el mensaje de pólvora de aquellas palabras y se abrazó al hombre para no caer en su propio vacío. Un mes después fusilaron también al tío Romera.
Al dejar el periódico, la ventana gritó la belleza cruel de la foz de Lumbier y Lucía respondió dándole una segunda, pero momentánea, oportunidad a la infancia. Lucía, entonces, no sabía si fue el paisaje el que creó la naturaleza de su gente o si fue al revés y, sin embargo, ella misma ya llevaba dentro el choque histórico de dos fallas.
Un picor repentino llevó su mano al cuello buscando alivio pero encontró, además, el colgante que su madre le regaló la noche anterior. La vida de la madre de Lucía terminó el día que mataron a su marido. Se puso a coser para todas las doñas del pueblo pero no bastaba, así que fue recurriendo con frecuencia creciente al estraperlo, actividad que en pocas semanas le valió la condena sumaria de la vecindad. Claro está que el reproche no nacía de lo fraudulento de esa clase de intercambios mercantiles sino del hecho de que una viuda estuviera en compañía masculina cuando la noche subraya todo lo que pretende ocultarse.
Ya podían morder las palabras a su alrededor, que ella no pensaba dejar de hacer lo que fuese necesario por sus hijos. Además del amor incontrolable de una madre, le guiaba el ejemplo involuntario de su marido. Un hombre que distaba muy poco de ser analfabeto se empeñó en entrar, y después en permanecer, en el sindicato porque sintió el instinto salvaje de hacer algo que, pensaba, podía servir para arrancarle al patrón de los otoños un futuro para sus hijos. Ese recuerdo era una sangre añadida. Dentro de sus venas era el alimento radical, pero cuando salía al exterior era la traducción líquida de un problema grave. No hablaba con nadie, vida ni muerte, de su marido. Tampoco con sus hijos. Era tiempo de no cometer la imprudencia de tener pasado.
Ahora que la niña había conseguido colocarse las cosas serían mucho más fáciles. Urízar conocía mucha gente en Pamplona y, tirando del amigo del amigo de un amigo, le consiguió aquella bicoca en la casa Martínez-Goñi. La suerte estaba cambiando y los frutos maduros habían llegado desde el lugar menos pensado. Urízar nunca demostró tenerles simpatía pero, a la postre, había resultado providencial. Lo que la madre de Lucía siempre juzgó como una hostil indiferencia se demostraba ahora, en realidad, la discreción del hombre bueno y el tamaño de su gratitud no dejaba de crecer dentro del pecho.
El tren iba destruyendo sin ningún esfuerzo los argumentos que el viento frío oponía en su contra. La lluvia parecía estar dejando un llanto, pero saltó a la vista enseguida que se trataba de un agua sin ternura que cubría de realidad el corazón eléctrico que les guiaba.
Lucía estornudó dos veces en un intervalo de cinco segundos, se llevó el pañuelo a la nariz y lo frotó muy suavemente por ella. Fue la alternativa a sonarse los mocos más fina que pudo lograr. Uno de los ciento doce consejos, de los pocos que tenía intención de seguir, que le dio su madre cuando se despidieron fue que debía esforzarse en mantener en todo momento unos modales irreprochables en casa de los Martínez-Goñi. Lo último que le dijo fue que se sentía muy orgullosa de ella. Después, se calló y lloró al abrazarla.
A esa altura del trayecto, Lucía llevaba ya el peso de los nervios encima. No le faltaba confianza en sí misma, pero sabía que no había red bajo sus pies. No podía permitirse decepcionar a quienes le habían abierto aquella puerta. Cuántas veces se lo había rogado a Urízar desde que supo que se dedicaba a aquello. Nunca podría dar suficientemente las gracias a Dios por haberla puesto en una situación casual que le permitiera descubrir que Urízar prestaba servicio informando a la brigada político social. Al fin, en un descuido de su madre, un domingo al salir de misa le dijo que había algo para ella. Le habló del tal Martínez-Goñi. Bajo una apariencia de respetabilidad, colaboraba en actividades subversivas y, muy probablemente, era masón. El servicio que debía prestar Lucía era averiguarlo y encontrar un hilo del que tirar para llegar hasta sus secuaces. Con voz imperceptible, se repitió que no iba a desaprovechar la ocasión que le habían dado a la hija de un rojo y una puta de hacerse perdonar.
jueves, 2 de enero de 2020
LA HORA H
Jabaloyas le resultó familiar ya la primera vez que escuchó su nombre. Tanto más ahora, que recorría sus calles con ojos de camino de vuelta. Había llegado caminando desde la casa rural de Arroyofrío. Ninguno de los otros tres huéspedes hubiera querido acompañarle de habérselo propuesto. La noche anterior, como siempre, habían estado bebiendo más de lo habitual. Sin embargo, él necesitaba salir a respirar la atmósfera inmortal de la sierra.
Los cuatro habían llegado a Arroyofrío con la ilusión forzada de unos días de fiesta antes de que se precipitaran en lo desconocido. Habían salido, nada más empezar su permiso del viernes, de San Gregorio. Todos ostentaban una graduación militar suficiente para saber tanto que las maniobras de las últimas semanas eran, en realidad, el adiestramiento para una operación relámpago que iniciara la guerra contra el enemigo, como que los políticos habían decidido que ésta tuviera lugar el lunes.
Sin pensarlo demasiado, siguieron su impulso de pasar juntos en la finca de otras veces el último fin de semana de paz. La superioridad sobre el enemigo era indiscutible, pero a saber cuánto tiempo tendrían que esperar para la próxima francachela. Unos pocos meses atrás, ninguno de los cuatro hubiera pronosticado que decidiría pasar con los otros momentos como ésos. Y, sin embargo, allí estaban. Nada une tanto como un disparate común.
No todos los días se está al borde de una guerra. ¿Cómo iba a poder pensar en otra cosa? Toda la información de los servicios secretos llevaba a la conclusión de que la contienda estaría bien encaminada desde el primer momento gracias a la gigantesca sorpresa que el ataque iba a suponer para ellos. Pensaba en aquello de un modo aséptico. La aparente facilidad no mitigaba su voluntad sin matices de cumplir con su deber.
Cuando regresó a la casa, todos sus ocupantes estaban desayunando. ¿Dónde cojones estabas, Tejada?, le preguntó uno de ellos al verle atravesar la puerta de la cocina. Le contestó elevando el dedo corazón de la mano derecha mientras sonreía y caminó lentamente hasta la cafetera. Le supo tibio como el olvido, pero se abstuvo de decir nada en contra de un café que, al fin y al cabo, le había llovido del cielo.
Debido seguramente a sus años de entrenamiento castrense, les pareció natural pasar la resaca corriendo por deporte, pero la mirada que vieron en los ojos del octogenario con el que se cruzaron cuando apenas llevaban cien metros de recorrido dejó bien a las claras que existía una fuerte corriente de opinión contraria. Tejada oía, en su silencio, el ritmo calculado de su respiración, pero ese soniquete no impedía el devenir de su pensamiento. Se vio transportado unos años atrás, cuando entró como cadete en la academia militar (él evocaba en mayúsculas la institución) de Zaragoza. No era capaz de recordar por qué quería ser militar en aquel momento lejano. En ese instante mismo, incluso, se le ocurrían vaguedades para explicárselo a sí mismo. Lo que sí sabía es que era lo que siempre había querido ser.
Desde niño había oído historias sobre el enemigo, pero en los últimos tiempos las noticias de sus atropellos a los nuestros se habían hecho mucho más frecuentes. En otras épocas, estos hechos pasaban casi desapercibidos, pero en ésta los medios de comunicación traían la verdad a todos los rincones del país. La intervención armada era ya una demanda de la sociedad. Una exigencia, decían algunos editoriales, que a él le resultaba indiferente. Estaba entrenado para cumplir con su obligación y es lo que pensaba hacer dijeran lo que dijeran los paisanos en las barras de los bares. Al fin, su monólogo interior quedó interrumpido. Habían alcanzado la cumbre de la Cruz de Lázaro. Los cuatro se vieron empapados de la incontenible euforia que únicamente producen las hazañas que no sirven de absolutamente nada.
La comida fue evolucionando desde una ración colosal de queso a otra de setas y, de ahí, a un guiso de toro. El vino tinto permaneció de invariable compañero. Ideológicamente, eran cuatro gotas de agua. Les separaban pequeños matices pero los exageraban, más que nada, para entretenerse en situaciones como ésa. Pasaron buena parte de la sobremesa metidos en una discusión acerca de ese tipo de detalles. Cuando el mediodía acababa de desaparecer en el bostezo del perro que les observaba, una sentencia salió de la boca de Tejada: como dijo Churchill, el patriotismo no es un deber, el cumplimiento del deber es el patriotismo. Era una técnica de debate que empleaba mucho. Resumía su opinión en una frase, trataba de darle forma de cita y, por último, se la atribuía gratuitamente a Winston Churchill para hacer que fuera mejor acogida por los incautos que la escuchaban. Era un proceder arriesgado, pero lo cierto es que nadie nunca pareció darse cuenta de aquel tocomocho. Vete a tomar por el culo, Tejada fue la respuesta que recibió a su aserto justo cuando desfilaron los licores para llevarse a rastras hora tras hora.
Cuando despertó el domingo, quedaban poco más de veinticuatro horas para la hora señalada para el comienzo de la operación según los planes del estado mayor. Es decir, estaba a poco más de veinticuatro horas de lo que los horteras llamarían la hora H. Trató de combatir el mal sabor de boca con pasta de dientes, que introdujo directamente en la boca y que expandió haciendo gárgaras ayudándose de un chorrito de agua del grifo del baño más cercano a su dormitorio. Salió de la casa tratando de hacer el menor ruido posible. Le recibió el frío que mora por el monte a esas horas tan tempranas. Entró en el coche e introdujo en el GPS las coordenadas de la iglesia de los santos Abdón y Senén en Toril.
Todos los datos, gráficos e imágenes que había visto en las últimas semanas estaban vivos en su cabeza. No obstante, le acompañaban ahora en el interior de una carpeta en el asiento del copiloto. El trabajo había sido muy intenso en su unidad. A veces hay que ayudar al río a que se encauce con ingeniería. Eso habían hecho. No habían inventado nada. Todo el contenido respondía a la infame realidad del enemigo. Lo único que había hecho la unidad era narrar los acontecimientos de forma más fácilmente comprensible para nuestros compatriotas y para el resto de la comunidad internacional. Ése era el trabajo de la unidad: explicar. Si un hecho se estaba produciendo a espaldas del mundo, ellos recreaban una situación idéntica ante una cámara y distribuían el vídeo o la fotografía para darla a conocer. Nada más.
La unidad había recibido la felicitación de todos sus superiores. Consideraban que su labor había sido básica para mostrar al pueblo que sobraban los motivos para la guerra. Sólo quedaban veinticuatro horas. No se había producido ni una sola filtración. De haberla habido, sin efecto sorpresa, la invasión hubiera tenido que ser descartada. Tejada nunca había creído que pudiera mantenerse el secreto tanto tiempo.
Cuando apagó la radio para bajar del coche estaba sonando Masculino singular. Cerró la puerta y empezó a caminar con la carpeta en la mano. En la puerta de la iglesia, le esperaba ya el redactor del diario El Tesón. Le acercó la carpeta y, cuando se marchaba, le recordó que todo debía destaparse esa misma mañana. Tejada se alejó de allí a veinte por hora. Había tirado una victoria segura por la borda, pero en el fondo de ese mar no había ni un rastro de derrota. Había estado temiendo que, cuando llegara el momento de cumplir su deber de evitar esa barbaridad, pudiera sentirse un traidor. Al contrario. Se dio cuenta de que aquello era lo más cerca que iba a estar nunca de ser un héroe de guerra.
Los cuatro habían llegado a Arroyofrío con la ilusión forzada de unos días de fiesta antes de que se precipitaran en lo desconocido. Habían salido, nada más empezar su permiso del viernes, de San Gregorio. Todos ostentaban una graduación militar suficiente para saber tanto que las maniobras de las últimas semanas eran, en realidad, el adiestramiento para una operación relámpago que iniciara la guerra contra el enemigo, como que los políticos habían decidido que ésta tuviera lugar el lunes.
Sin pensarlo demasiado, siguieron su impulso de pasar juntos en la finca de otras veces el último fin de semana de paz. La superioridad sobre el enemigo era indiscutible, pero a saber cuánto tiempo tendrían que esperar para la próxima francachela. Unos pocos meses atrás, ninguno de los cuatro hubiera pronosticado que decidiría pasar con los otros momentos como ésos. Y, sin embargo, allí estaban. Nada une tanto como un disparate común.
No todos los días se está al borde de una guerra. ¿Cómo iba a poder pensar en otra cosa? Toda la información de los servicios secretos llevaba a la conclusión de que la contienda estaría bien encaminada desde el primer momento gracias a la gigantesca sorpresa que el ataque iba a suponer para ellos. Pensaba en aquello de un modo aséptico. La aparente facilidad no mitigaba su voluntad sin matices de cumplir con su deber.
Cuando regresó a la casa, todos sus ocupantes estaban desayunando. ¿Dónde cojones estabas, Tejada?, le preguntó uno de ellos al verle atravesar la puerta de la cocina. Le contestó elevando el dedo corazón de la mano derecha mientras sonreía y caminó lentamente hasta la cafetera. Le supo tibio como el olvido, pero se abstuvo de decir nada en contra de un café que, al fin y al cabo, le había llovido del cielo.
Debido seguramente a sus años de entrenamiento castrense, les pareció natural pasar la resaca corriendo por deporte, pero la mirada que vieron en los ojos del octogenario con el que se cruzaron cuando apenas llevaban cien metros de recorrido dejó bien a las claras que existía una fuerte corriente de opinión contraria. Tejada oía, en su silencio, el ritmo calculado de su respiración, pero ese soniquete no impedía el devenir de su pensamiento. Se vio transportado unos años atrás, cuando entró como cadete en la academia militar (él evocaba en mayúsculas la institución) de Zaragoza. No era capaz de recordar por qué quería ser militar en aquel momento lejano. En ese instante mismo, incluso, se le ocurrían vaguedades para explicárselo a sí mismo. Lo que sí sabía es que era lo que siempre había querido ser.
Desde niño había oído historias sobre el enemigo, pero en los últimos tiempos las noticias de sus atropellos a los nuestros se habían hecho mucho más frecuentes. En otras épocas, estos hechos pasaban casi desapercibidos, pero en ésta los medios de comunicación traían la verdad a todos los rincones del país. La intervención armada era ya una demanda de la sociedad. Una exigencia, decían algunos editoriales, que a él le resultaba indiferente. Estaba entrenado para cumplir con su obligación y es lo que pensaba hacer dijeran lo que dijeran los paisanos en las barras de los bares. Al fin, su monólogo interior quedó interrumpido. Habían alcanzado la cumbre de la Cruz de Lázaro. Los cuatro se vieron empapados de la incontenible euforia que únicamente producen las hazañas que no sirven de absolutamente nada.
La comida fue evolucionando desde una ración colosal de queso a otra de setas y, de ahí, a un guiso de toro. El vino tinto permaneció de invariable compañero. Ideológicamente, eran cuatro gotas de agua. Les separaban pequeños matices pero los exageraban, más que nada, para entretenerse en situaciones como ésa. Pasaron buena parte de la sobremesa metidos en una discusión acerca de ese tipo de detalles. Cuando el mediodía acababa de desaparecer en el bostezo del perro que les observaba, una sentencia salió de la boca de Tejada: como dijo Churchill, el patriotismo no es un deber, el cumplimiento del deber es el patriotismo. Era una técnica de debate que empleaba mucho. Resumía su opinión en una frase, trataba de darle forma de cita y, por último, se la atribuía gratuitamente a Winston Churchill para hacer que fuera mejor acogida por los incautos que la escuchaban. Era un proceder arriesgado, pero lo cierto es que nadie nunca pareció darse cuenta de aquel tocomocho. Vete a tomar por el culo, Tejada fue la respuesta que recibió a su aserto justo cuando desfilaron los licores para llevarse a rastras hora tras hora.
Cuando despertó el domingo, quedaban poco más de veinticuatro horas para la hora señalada para el comienzo de la operación según los planes del estado mayor. Es decir, estaba a poco más de veinticuatro horas de lo que los horteras llamarían la hora H. Trató de combatir el mal sabor de boca con pasta de dientes, que introdujo directamente en la boca y que expandió haciendo gárgaras ayudándose de un chorrito de agua del grifo del baño más cercano a su dormitorio. Salió de la casa tratando de hacer el menor ruido posible. Le recibió el frío que mora por el monte a esas horas tan tempranas. Entró en el coche e introdujo en el GPS las coordenadas de la iglesia de los santos Abdón y Senén en Toril.
Todos los datos, gráficos e imágenes que había visto en las últimas semanas estaban vivos en su cabeza. No obstante, le acompañaban ahora en el interior de una carpeta en el asiento del copiloto. El trabajo había sido muy intenso en su unidad. A veces hay que ayudar al río a que se encauce con ingeniería. Eso habían hecho. No habían inventado nada. Todo el contenido respondía a la infame realidad del enemigo. Lo único que había hecho la unidad era narrar los acontecimientos de forma más fácilmente comprensible para nuestros compatriotas y para el resto de la comunidad internacional. Ése era el trabajo de la unidad: explicar. Si un hecho se estaba produciendo a espaldas del mundo, ellos recreaban una situación idéntica ante una cámara y distribuían el vídeo o la fotografía para darla a conocer. Nada más.
La unidad había recibido la felicitación de todos sus superiores. Consideraban que su labor había sido básica para mostrar al pueblo que sobraban los motivos para la guerra. Sólo quedaban veinticuatro horas. No se había producido ni una sola filtración. De haberla habido, sin efecto sorpresa, la invasión hubiera tenido que ser descartada. Tejada nunca había creído que pudiera mantenerse el secreto tanto tiempo.
Cuando apagó la radio para bajar del coche estaba sonando Masculino singular. Cerró la puerta y empezó a caminar con la carpeta en la mano. En la puerta de la iglesia, le esperaba ya el redactor del diario El Tesón. Le acercó la carpeta y, cuando se marchaba, le recordó que todo debía destaparse esa misma mañana. Tejada se alejó de allí a veinte por hora. Había tirado una victoria segura por la borda, pero en el fondo de ese mar no había ni un rastro de derrota. Había estado temiendo que, cuando llegara el momento de cumplir su deber de evitar esa barbaridad, pudiera sentirse un traidor. Al contrario. Se dio cuenta de que aquello era lo más cerca que iba a estar nunca de ser un héroe de guerra.
miércoles, 1 de enero de 2020
EL COBARDE QUE VENCERÁ A LA MUERTE
¡Qué fácil has venido
a mi voz, y en qué instante!
(José García Nieto)
¡Qué fácil has venido
a mi voz, y en qué instante!
Cuando mi boca era ya
un par de ojos cerrados.
Sin mirada y sin esperanza,
sueño contigo
y, al ver el silencio de tu cara,
al fin me reconozco.
Soy yo,
el cobarde que vencerá
a la muerte
y, contra las leyes del viento,
volverá a decir
mamá.
a mi voz, y en qué instante!
(José García Nieto)
¡Qué fácil has venido
a mi voz, y en qué instante!
Cuando mi boca era ya
un par de ojos cerrados.
Sin mirada y sin esperanza,
sueño contigo
y, al ver el silencio de tu cara,
al fin me reconozco.
Soy yo,
el cobarde que vencerá
a la muerte
y, contra las leyes del viento,
volverá a decir
mamá.
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