Aquella isla no se parecía en nada a Tabarca. Este pensamiento de Esmeralda hubiera sido del todo intrascendente si no fuera porque aquella isla era Tabarca. Hacía trece años que no estaba allí y, extrañamente, se sorprendió al volver a constatar, una vez más en su vida, que nada es más susceptible de ser el antónimo de algo que ese algo mismo. Había llegado treinta y cinco minutos antes de su apresurada reflexión en la Kontiki que salió de Alicante a las once de la mañana.
También hacía mucho, aunque no tanto, que no pisaba Alicante. No había vuelto desde que murió su madre y la muerte de su madre también era, ahora, la causa de su regreso. Sus hermanas, Toñi y Lucía, habían conseguido, por fin, malvender la casa familiar y tripartita. Era necesaria su firma para formalizar el trato y aquello vino a resolver el problema de conciencia que le resurgía cada vez que pensaba en el tiempo que llevaba sin acercarse a ver a su padre, a sus hermanas y a las pocas amistades que habían sobrevivido a la distancia de cientos de kilómetros.
Era la primera vez que acudía a Tabarca con un fin distinto al de tostarse al sol, pero Esmeralda tampoco se parecía en nada a Esmeralda después de los años en Málaga, donde vivía desde que dejó Alicante. No dejaba de tener cierta gracia que hubiera tenido que irse tan lejos para saber que existía una isla de los poetas y que, además, ella la conocía, pensaba hasta ese momento, bien. Hoy venía a caminar descalza sobre los versos mojados de Salvador Rueda.
Y, paso a paso, se iba diluyendo el malestar que le había dejado la tarde anterior. La firma de la venta del piso en la notaría no había tenido el efecto liberador que Esmeralda suponía. Al contrario, le devolvió a melancolías que tenía ya olvidadas. De pronto, perder aquella casa era cortar el último hilo que le unía a su madre. De pronto, la echaba de menos de forma violenta. De la misma forma que la echaba de menos cuando, después de morir, estaba en la casa. Apresada en ese callejón sin salida, la realidad se resumió en una breve oración: de la muerte de su madre no se podía huir.
Se le dibujó una sonrisa involuntaria al ver a una niña de unos cinco años asomada a uno de los balcones de la calle d´Enmig. Del estrecho venís aves marinas/ y al ver isla de amor tan prodigiosa... Los versos de Rueda le cayeron de la boca al ver una gaviota posarse en la baranda de la terraza contigua. La palabra amor arrastró a su mente la imagen de Pedro. Él se había ofrecido a acompañarla, pero Esmeralda prefirió que se quedara en Málaga. Era muy pronto para que conociera a una familia de la que ella misma cada vez desconocía más cosas.
Así se sintió, poco más que una desconocida, cuando Toñi fue a buscarla a la estación. En el camino en coche hasta su apartamento de San Juan le acribilló a información sobre sus hijos y su marido. La vida de su hermana le era completamente ajena. Era curioso que tuviera mucho más presente a su madre muerta que al resto de su familia. Rara vez les dedicaba un pensamiento. Le chocó lo gorda que vio a Lucía y lo que se había avejentado, aunque a ella le dijo que estaba estupenda y su padre... su padre era otro que tampoco se parecía nada a sí mismo.
El sol caía alicantinamente sobre los cuerpos. El de Esmeralda iba cubierto por el vestido más fresco que tenía. Era antiguo, pero periódicamente volvía a estar de moda. Fue el último regalo que recibió de su madre. Aquella fiesta de cumpleaños se limitó a unas cañas en un bar, hoy invisible. En aquel momento, el vestido le dejó indiferente, hoy acariciar el tejido le reconforta. Una mísera gota del mar de su madre. Una gota, pero de su madre. Una gota del cobijo de niña que encontraba en ella.
Esmeralda era profesora de primaria en un colegio de Málaga. Le había costado mucho conseguir el viernes libre, pero el notario fue inflexible. Era impensable que una notaría abriera en sábado. Estaba segura de que el jefe de estudios iba a querer cobrarse aquel favor. No obstante, la anestesia del sábado hacía que los mordiscos del lunes no dolieran.
Y vuestra algarabía extraña...Otro verso de Rueda fue a poblar su silencio al cruzarse con tres niños que corrían alegres por la calle del corsario. Los niños le enternecían. Su profesión era consecuencia de ello. La causa es mi madre, pensó. Cómo no iba a necesitar dar amor a los niños si yo tuve la mejor madre posible. Cómo la echo de menos. Qué pena, Dios mío. Que pena que resultara inevitable matarla. Se llenó de inquietud y volvió a repasar otra vez los posibles cabos sueltos. No los había. Se libró de todas las pruebas hace siglos. Era imposible que nadie nunca le descubriera. No obstante, no pensaba volver por allí.