Anudo el pañuelo alrededor del cuello. Estiro los músculos de los brazos y la espalda. Ella ata los cordones de sus zapatillas. Aparto la vista, cuando se incorpora, para que no sé de cuenta de que tengo los ojos oscuros de mirarla. Él termina de un trago lo poco que queda en el botellín de agua que compró donde Tomás y lo deja, junto al tobillo derecho, en el suelo con disimulo. Conocemos la señal. Al oírla, acaso inconscientemente, empezamos a correr.
En los sonidos del encierro, escucho la libertad. A mi alrededor, nadie parece advertir la muerte repentina del sol a pesar de que las nubes se empeñan en propagar su cruel noticia de algodón. Vuelvo atrás la cabeza en la curva de Postas. El cuerpo de los toros lo veo en la gravedad de dos o tres caras de quienes los tienen más cerca. Recupero la posición natural. A la izquierda, él se mueve por Estafeta demostrando que no es la primera vez que hace esto. A la derecha, ella tiene el gesto parado en su propia agitación y no sabe que me enseña el abc de la belleza al verla tan arreboladita. Me ruborizo instantáneamente. A qué extremos de cursilería estoy llegando...
Rompo la barrera del frescor de la mañana y sudo por la frente lo que late en mi cerebro. La tierra que piso en la arena no se parece a lo que él me dijo que sentiría cuando entrara en la plaza por primera vez. Ella toma aire y, a medio camino de una sonrisa, recorre el graderío con la mirada. No sabe que me forma parte. No sabe que ella es todo eso que hay en mí y no soy capaz de explicarme.