a todos los niños de cuarenta años,
pero yo ya no lloro
ni siquiera cuando nazco.
Será porque sólo un muerto
puede verse obligado a nacer
y porque, entre todas,
la que más duele
es la muerte pasajera.
Cómo no voy a resultarte familiar
si también yo soy extraño.
Ignoro si les sucederá
a todos los niños de cuarenta años,
pero yo, antes que una posverdad,
bien prefiero el desengaño.
Soy más yo cuanto más te quiero,
pero quiero con la misma voz
con que hago daño.
Cómo explicar a los fantasmas
que esperan en vano mi regreso
que no se vuelve de nosotros.
Cómo explicarles que mi mano
ya no volverá a ser nunca mi mano
sino nuestros dedos.
No pienso darles mis palabras,
que ya no volverán a ser mis palabras
sino nuestros silencios.
Estoy hastiado ya de primaveras.
En todas ellas he buscado
y no he encontrado un enemigo
capaz de hacerme pensar
que esta guerra contra mí
vale la pena.
Yo llevo dentro los inviernos
de las tabernas de Lasonaise.
Yo llevo dentro las tormentas
de los bosques boreales.
Cuando recompusieron los pedazos
de un héroe roto,
di yo como resultado.
Imagina la expresión de las caras
de quienes me necesitaban
y la multiplicación
del dolor de sus ojos
en las matemáticas
de todo lo que yo miraba.
No entiendo a los poetas
que creen que van a conseguir
el mejor poema del mundo.
Quizá hubiera podido
el sepulturero de León Felipe
o quizá pueda hacerlo
yo, que cultivo el oficio
de repetir a destiempo
lo poco que sé de ti y de mí,
pero no está al alcance,
conseguirlo, de un poeta.
Bebo
con los brazos abiertos.
Miro
dentro de tus gafas oscuras.
Dejo
huellas imposibles de tristeza.
Vierto
emociones cuando te me diriges.
Mancho
de ti el gris de mi cerebro.
Camino
donde los pronombres caminan solos.
Huyo
con los zapatos del revés.
Cometo
actos reflejos en tu nombre.
Desabotono
la razón para pensar en tu cuerpo.
Escondo
tu boca de las conversaciones.
Amo,
no puedo terminar entero.
Escribo,
no puedo salir ileso.