¿Recuerdan el plomizo verano de dos mil cincuenta y uno? Estaba a punto de empezar cuando Vera aterrizó en el aeropuerto
Francisco Vigueras - Alicante. Mirando desde la ventana del avión, la terminal este le resultó familiar. Supongo que es lo que le pasaría a cualquiera que llegara a una macro infraestructura de transporte diseñada por sus propios padres. Era una sensación que había experimentado muchas veces en los sitios más dispares de la Tierra, pero aquél era un lugar especial. Fue el primer proyecto de este tipo que sus padres llevaron a cabo después de que dejaran la docencia cuando Francisco,
Pancho, Varona llegó al Ministerio de Universidades. Vera, para entonces, ya no sabía si recordaba directamente todo aquello o si lo que tenía en su mente no era sino el producto de lo que había oído contar en tantas sobremesas familiares.
No han olvidado el plomizo verano de dos mil cincuenta y uno, ¿verdad? Estaba a punto de empezar cuando Eduardo aparcó su coche frente al Sueño de Jemik. Le parecía el mejor nombre que un bar hubiera tenido nunca. Máxime teniendo en cuenta que era uno de carretera. Sólo uno de ésos en que los viajeros paran a orinar a medio camino. Eduardo se detenía allí siempre que pasaba con el coche en tránsito a cualquier destino. Llevaba haciéndolo desde que era niño y sus padres le compraban la merienda, con la única interrupción, para evitar el lógico revuelo, de los años en que su madre fue alcaldesa de Madrid. Si en aquel tiempo piafante de la post pandemia alguien le hubiera dicho que, años después, iba a entrevistar a tantos políticos no hubiera podido creerlo.
Vera dejó de mirar por la ventana cuando escuchó una ráfaga de sucesivas alertas de entrada de mensajes en su buzón de correo electrónico. ¿Cómo era posible que hubiera recibido treinta y cinco en los doce minutos que había durado el vuelo Londres - Alicante? Su vista se fijó de forma instantánea en un correo cuyo asunto era "Proyecto de presupuesto 2052". Al abrirlo, tomó el teléfono y le verbalizó su disgusto al consejero de la oficina económica. Había que empezar de nuevo, nada de lo que le había enviado el buen señor servía de nada. Dos semanas atrás un problema así le hubiera quitado alguna hora de sueño, pero desde la noche de la fiesta en el Savoy su escala de valores había cambiado de arriba a abajo.
Eduardo telefoneó a la emisora en cuanto empezó a notar los efectos del aire acondicionado en el coche. El director pretendía que hiciera El observador de esa noche desde los estudios de Alicante, pero él no tenía ninguna intención de salir al aire. Le traía sin cuidado la comisión de investigación del caso Cocifesa. Llevaba ocho años sin tomarse un día libre, su programa era el que más publicidad llevaba a la casa y, qué demonios, Laura Serafín estaba perfectamente capacitada para sustituirle. Eso sí, prometió estar disponible para cualquier tipo de consulta. El director, qué remedio, acabó aceptando, se despidieron fríamente y, acto seguido, Eduardo apagó el teléfono y lo dejó caer en el asiento trasero.
La fiesta en el Savoy empezaba a las ocho. Ese mismo día se cumplían dos años del nombramiento de Vera como embajadora de España en el Reino Unido, pero el motivo de la fiesta era otro. Esparm, el gigante español de la fabricación de armamento, acaba de adjudicarse el mayor contrato jamás ofertado por el ministerio de defensa británico y su consejo de administración le puso muy pocos límites a la celebración. Vera buscó desesperadamente una excusa que le permitiera ausentarse, pero sabía que era inevitable que la embajadora acudiera a aquella recepción.
Aquella noche Eduardo dedicó el editorial de apertura de El Observador al contrato entre Esparm y el Reino Unido. Para estupor de la cadena, que durante días había mantenido una posición crítica con el trato, defendió, apoyó y aplaudió lo que calificó del mayor éxito español en la última década. Después, en la tertulia de análisis de la actualidad que constituía en núcleo del programa, se enzarzó con todos sus contertulios en defensa de su opinión, más que favorable, al contrato de suministro de armamento y, por si todo esto fuera poco, terminó por felicitar a José Ángel Cuesta, máximo accionista y presidente de Esparm, que entró en directo desde el hotel Savoy de Londres. Cuando sonaba la sintonía de despedida de El Observador, el director de la cadena experimentaba ya una acidez de estómago de la que nunca llegó a reponerse del todo.
Vera vio cómo José Ángel Cuesta regresaba al salón. Había estado unos minutos atendiendo a la prensa española en el pasillo. Los años de ejercicio de la carrera diplomática permitieron a Vera esconder el desagrado que le produjo comprobar que el presidente de Esparm se dirigía decididamente hacia ella. Al poco rato, le pareció que su sueldo de embajadora no era suficiente recompensa por tener que soportar el tostón de una conversación artificialmente alargada por el empresario. Por un lado, éste no tenía intención de desaprovechar la oportunidad de buscar la complicidad e influencia de la primera autoridad española en un mercado tan importante para él como el Reino Unido y, por otro, por qué no decirlo, Cuesta sabía que no iba a encontrar el color de los ojos de Vera en ninguna otra mirada. Así que, cuando le fue imposible prolongar su perorata por más tiempo, le rogó poder continuar aquella charla en un momento más propicio. Vera, que no tenía intención de proporcionarle ninguna información de carácter personal más allá de la estrictamente necesaria, indicó al presidente de Esparm que podía escribir a la dirección de correo electrónico de la embajada que figuraba en la página web de la legación.
A las nueve y media de la mañana siguiente, Eduardo se estaba desayunando una bronca del director de la emisora tamaño XXL. Para el director, la ecuación era sencilla. "Somos una puta emisora de izquierdas. Nuestros oyentes son de izquierdas. Si decimos que es cojonudo que un empresario dé el pelotazo padre vendiendo armas, dejarán de oírnos. Si dejan de oírnos, no entrará publicidad. Y, si no entra publicidad, tú y yo nos vamos a la puta calle." Eduardo no tenía intención de desdecirse de su opinión en ninguna circunstancia. Primero porque, para él, la única forma posible de hacer periodismo era decirle al oyente lo que uno verdaderamente piensa. Segundo porque, con los datos del último EGM en la mano, se sentía intocable.
Vera llevaba trabajando desde las ocho menos cuarto de la mañana. A mediodía, no se había levantado de la mesa ni siquiera un momento. Notó el rigor en el cuello, estiró los brazos, se incorporó y caminó en círculo por su despacho con un sándwich de queso en una mano y una coca cola zero - zero en la otra. El último trago lo dio, de nuevo, sentada en su silla negra y ojeando la bandeja de correos no leídos. ¿Cómo era posible que hubiera recibido veinte en los ocho minutos que había durado su comida? El más distante en el tiempo era del presidente de Esparm. Pffff...
Eduardo había escrito ya los dos primeros párrafos del editorial para esa noche. Iba a poner un punto más de intensidad en la defensa del acuerdo, pero dudó si no sería demasiado. A partir de ahí, su pensamiento empezó a divagar y, de pronto, se vio preguntándose a sí mismo si no debería haberse buscado otro tipo de trabajo. Uno en el que no tuviera que opinar sobre todo. Posicionarse ante cualquier suceso. Su hermana, por ejemplo, no tenía esos problemas. La vida de primera soprano de la ópera de Nueva York, sin duda, tenía sus sacrificios pero, salvo cuando estaba en el escenario unas pocas veces al mes, podía afrontarlos con más tranquilidad. El periodismo político era estar siempre en primera línea de fuego. Quizá él también debió probar suerte en el bel canto. Aunque no llegaba a las cotas de su hermana, su voz tampoco era desdeñable... "En fin, Edu, déjate de gilipolleces y ponte a currar...", se dijo mientras devolvía la vista al ordenador.
El correo de José Ángel Cuesta venía cargado de archivos que mostraban la fotografía del trato de su empresa con el Reino Unido desde todos los puntos de vista posibles. A Vera le llamó la atención el nombre de la última hoja excel. A diferencia de todos los demás documentos, que habían sido nombrados con palabras propias del campo semántico de la empresa como "balance", "presupuesto" o "estrategia", éste se llamaba "Panteón". Cuando lo abrió, examinó su contenido varias veces con atención creciente y entendió que aquello era una relación inagotable de nombres en clave y cantidades de dinero, se quedó estupefacta al darse cuenta de que aquel imbécil hubiera sido capaz de enviarle por error la contabilidad del pastón en mordidas que Esparm había repartido para hacerse con el contrato.
¡Vaaaaaamos! ¡De puta madre! Eduardo estaba eufórico. Acababa de confirmar la presencia del ministro de asuntos exteriores en su programa. En directo. En el estudio. Otro repaso a la competencia. Oficialmente, el gobierno español estaba unido y en contra del acuerdo Esparm - Reino Unido, pero todo el mundo sabía que de unidad, nada, que el ministro de asuntos exteriores siempre había estado a favor y que había desplegado toda su capacidad de influencia para llevar adelante el proyecto. Eduardo estaba seguro de que la entrevista de esa noche iba a ser la bomba. Cerró los ojos buscando la mayor concentración posible que le permitiera esbozar un cuestionario base contundente.
La cabeza de Vera daba vueltas. No sabía qué hacer con la información que acababa de recibir. No estaba preparada para eso. Pensó que, probablemente, nadie lo estaba. ¿Se habría dado cuenta el presidente de Esparm de que le había enviado ese archivo incriminatorio? ¿Era de esa clase de personas que revisa sus propios correos electrónicos después de enviarlos? ¿Estaba en peligro? Concluyó que, en un caso como éste, la obligación de toda funcionaria era poner los hechos en conocimiento de su superior jerárquico y, siendo la embajadora de España en el Reino Unido, ése no era otro que el ministro español de asuntos exteriores.
Eduardo frunció el ceño. Habían llamado del ministerio de exteriores. El ministro iba a acudir directamente a la entrevista, pero anulaba la cena previa al programa que habían acordado compartir. Había surgido un asunto urgente. Algo se estaba cociendo. Eduardo frunció el ceño.
Vera, sentada en el asiento trasero del coche oficial que la llevaba desde la embajada a su residencia, estaba agotada y aliviada. Agotada porque los treinta minutos que había durado la videoconferencia con el ministro le habían parecido horas. Aliviada porque éste le había agradecido calurosamente que le hiciera partícipe de una información tan delicada y le había garantizado que, a partir de ese momento, podía olvidarse del asunto puesto que él, como jefe de la diplomacia española, iba a encargarse de solucionarlo de la forma menos gravosa para los intereses del estado. Vera estaba agotada y aliviada. Hasta que una bala del calibre treinta y tres entró en el coche atravesando el cristal de una de las ventanillas.
Faltaban tres minutos para que empezara El Observador. El ministro no había aparecido. Ni una explicación. Eduardo entró en el estudio. Decidió que iba a darle una buena tunda a ese cabrón mientras sonaba la sintonía del programa. "Buenas noches, señoras y señores" dijo a la audiencia. Luego quedó en un breve, pero incómodo, silencio al ver entrar al ministro de exteriores en el estudio.
Vera fue conducida a toda prisa a su residencia por el personal de seguridad de la embajada. Milagrosamente, el chófer y ella habían salido ilesos. Un centímetro más a la derecha y... Aunque estaba demasiado asustada para llorar, cuando se quedó sola, se llevó las manos a la cara. ¿Cómo podía estar envuelta en aquello? Esas cosas sólo pasaban en las novelas de su hermano que, formando la saga Crónicas kilesas, había leído todo el mundo en todas las lenguas conocidas. Ay, su hermano... pensó durante un segundo en contarle el lío en que se había metido, pero descartó la idea inmediatamente. Sólo serviría para preocuparle.
Eduardo y el ministro de asuntos exteriores se despidieron con un fuerte apretón de manos. La entrevista había durado mucho más de lo previsto. Tanto que El Observador había invadido el horario del programa deportivo posterior. Eduardo miró su teléfono. Mensajes, interacciones en redes sociales, felicitaciones. Había vuelto a conseguirlo.
¿Y ahora qué? Vera no encontraba respuestas. ¿Quién estaba detrás del disparo? ¿El ministro? ¿El presidente de Esparm? ¿Ambos? ¿Podía fiarse de alguien?
Eduardo llegó a casa pasadas las dos menos cuarto. No había cenado. Estaba muerto de hambre. Llenó de agua una olla exprés e introdujo dos patatas y un huevo con el objetivo de comérselos hervidos y aliñados con aceite y sal. Sin embargo, no llegó a hacerlo. Se quedó dormido en el sofá antes de alcanzarse el punto de cocción necesario. Afortunadamente, el sistema de apagado automático de la vitrocerámica le libró de morir en una casa incendiada.
Vera comprobó qué larga puede hacérsele la noche londinense a alguien que no puede conciliar el sueño. El reflejo de la luna entraba por la ventana del baño cuando pasó a refrescarse la cara y la nuca en el lavabo. Se miró al espejo y se dijo sí misma en silencio que sólo había una forma de intentar salir de aquello.
Eduardo estaba otra vez en el estudio cuando sonaron las señales horarias de las ocho de la mañana. Inmediatamente después, tomó la palabra para dar la mayor exclusiva periodística de las últimas décadas. ¿Recuerdan el plomizo verano de dos mil cincuenta y uno? Estaba a punto de empezar cuando estalló el caso Panteón.
Vera ya no tenía miedo. Los líderes de la trama estaban en paradero desconocido pero, al haberse hecho público todo el tinglado, ya no había razón para que actuaran contra ella. No han olvidado el plomizo verano de dos mil cincuenta y uno, ¿verdad? Estaba a punto de empezar cuando los gobiernos británico y español cayeron en el plazo de cuarenta y ocho horas.
Dos semanas después, Eduardo, tras cuarenta y cinco minutos dando vueltas por el centro de Alicante, consiguió encontrar aparcamiento. Cuando aún no se había alejado cincuenta metros del coche, ya notó que una película de sudor fino cubría su frente. Masculló una maldición entre dientes. No era el momento de sudar.
Vera entró en Clan Cabaret diez minutos antes de las ocho. Ocupó la única mesa libre que encontró. Desde allí, recorrió toda la estancia con los ojos hasta que éstos se toparon con la televisión. No escuchaba nada desde allí, pero era evidente que un reportero informaba acerca de las novedades del partido del día siguiente. No hubiera viajado para ver ningún otro partido de fútbol. Sin embargo, ¿Cómo iba a perderse ése?
Eduardo no era el único periodista que había viajado a Alicante ese día, víspera de la semifinal de la copa de Europa que iba a disputarse en el Rico Pérez. Pero, probablemente, sí era el único que lo había hecho por razones distintas a las laborales. Chelsea - Hércules. Cómo le hubiera gustado al viejo, pensó mientras cruzaba la puerta de Clan Cabaret, ver este partido. Evocarle, le hizo retroceder a su infancia, al tiempo en que su padre solía decir que acabaría teniendo algo con ella. Si era sincero consigo mismo, debía admitirse que nunca había estado seguro de si acertaba o se equivocaba. ¿Y qué más daba eso? No era momento de buscar certezas. Bastante tenía Eduardo con reprimir la lágrima que le brotó cuando tuvo delante, otra vez, la sonrisa de Vera y sintió que había vuelto a casa.