Prometo renacer entre las ascuas. Con esta oración, ha terminado el relato foguerer de Benavent que he ido leyendo de la pantalla de mi teléfono móvil durante mi paso por dos de los largos pasillos de este edificio de Madrid. Tal consorcio de palabras ha hecho que ser alicantino se me salga de la camisa. Tanto que, al ver en el reloj de la pared una aguja en el ocho y otra en el doce, me sale decir sin voz larocho.
Y, al salir del ascensor, mi corazón se alza como una plantà. Y vuelvo a ser el niño que prueba la coca amb tonyina en la barraca del tío. Y las flores abarrotan las calles. Y el sonido de Luceros llega derribando todas las puertas del tiempo y el espacio porque, en las llamas de mi casa, lo viejo se vuelve eterno. Y, a la llum de mis hermanos, se disipan las tormentas. Y, así, bajo el sol de la noche del solsticio de mi tierra, tras otro largo pasillo, llego a la sala, ocupo mi sillón de siempre, fluye por la sonda la quimioterapia y, ya no, sé que no faltaré a las hogueras de mañana.
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