Esas mañanas achacosas
de domingo
en que acaban por convertirse
las noches, felices e ingenuas,
de sábado
cuando envejecen
suelo empezarlas contemplando
un número par de botellas
vacías de cerveza.
Cuando las saco de casa,
ya convertidas en basura,
siempre oigo su último pensamiento:
ya veremos quién
está terminando con quién.
Entonces, arrojo esos cristales
al vacío y esa inquietud
se queda en el contenedor verde.
Sí, claro. Eso es vivir.
Hasta que nos quedamos sin un sitio
donde esconder los problemas.
El superviviente
es el que encuentra a alguien
como yo te he encontrado a ti.
Fue, allí, en el camino del azar.
Porque el amor, antes que nada,
es un cúmulo de casualidades.
Son dos que se cruzan
en el lugar adecuado
en el momento oportuno,
pero también dos que lo hacen
en el peor momento
y en el lugar menos indicado.
Nosotros, admitámoslo,
nunca llegamos a entender nada
pero nos reconocimos
cuando nos tuvimos delante.
Y cuidado con los charcos
que se sienten queridos
porque no dejan de ser charcos
pero se sienten más profundos
que los mares.
Vamos, que me interesa más
la realidad que se percibe
con los ojos cerrados
que la que muestran
unas lentes de contacto
perfectamente graduadas.
Creo que, por eso,
parezco un soñador
cuando se me ve desde lejos.
Más de cerca, ya se aprecia
que tengo manos de pianista
que no sabe qué hacer
con las notas musicales.
Me conozco. Soy así
pero, todas esas mañanas
de domingo,
deseo ser de otra manera.
Como el bicho que un buen día
se convierte en otra cosa.
¿Cuál? No sé. Cualquiera
para la que siga siendo ayer
o ya sea mañana.
Ése es el objetivo último
con el que escribo el primer verso,
imponer el uso horario
de la esperanza.
Sin más.
Sin más.
Termino este poema apurando
el último culín de rebeldía
y, en el instante en que pongo
el punto final,
escucho su voz amenazante
por encima de mi hombro.
Pero a éste no lo echo
al contenedor verde.
En este caso, no hay duda
de cuál de los dos
está acabando con el otro.
Sí, claro. Eso es vivir.
Hasta que nos quedamos sin un sitio
donde esconder los problemas.
El superviviente
es el que encuentra a alguien
como yo te he encontrado a ti.
Fue, allí, en el camino del azar.
Porque el amor, antes que nada,
es un cúmulo de casualidades.
Son dos que se cruzan
en el lugar adecuado
en el momento oportuno,
pero también dos que lo hacen
en el peor momento
y en el lugar menos indicado.
Nosotros, admitámoslo,
nunca llegamos a entender nada
pero nos reconocimos
cuando nos tuvimos delante.
Y cuidado con los charcos
que se sienten queridos
porque no dejan de ser charcos
pero se sienten más profundos
que los mares.
Vamos, que me interesa más
la realidad que se percibe
con los ojos cerrados
que la que muestran
unas lentes de contacto
perfectamente graduadas.
Creo que, por eso,
parezco un soñador
cuando se me ve desde lejos.
Más de cerca, ya se aprecia
que tengo manos de pianista
que no sabe qué hacer
con las notas musicales.
Me conozco. Soy así
pero, todas esas mañanas
de domingo,
deseo ser de otra manera.
Como el bicho que un buen día
se convierte en otra cosa.
¿Cuál? No sé. Cualquiera
para la que siga siendo ayer
o ya sea mañana.
Ése es el objetivo último
con el que escribo el primer verso,
imponer el uso horario
de la esperanza.
Sin más.
Sin más.
Termino este poema apurando
el último culín de rebeldía
y, en el instante en que pongo
el punto final,
escucho su voz amenazante
por encima de mi hombro.
Pero a éste no lo echo
al contenedor verde.
En este caso, no hay duda
de cuál de los dos
está acabando con el otro.
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