viernes, 29 de mayo de 2015

EL HOMBRE QUE LO OLVIDÓ TODO

El hombre que lo olvidó todo
había llegado al trabajo como una gota de agua.
Cobraba el sueldo de una empresa de mierda
que hacía giros en divisas a países
que, la última vez que miré el mapa, no existían.
La negligencia era su imagen de marca
pero, aún, culpaban a Zapatero de su negro balance.
No era una excusa. Se creían, sinceramente, víctimas.
Aquel mayo había sido un abril de nervios y voces.
Menos la antitabaco, querían cumplir todas las leyes
pero, hostia, la verdad es que no sabían.
Conclusión: no sé si fue la agencia tributaria
la que les cascó un expediente sancionador
a mano abierta, a puerta cerrada.

El hombre que lo olvidó todo
aún no había olvidado nada
cuando salió de su despacho con varios documentos.
Se dirigía a resolver un problema que se inventó,
hacia el mar en que desembocaba el pasillo.
¿Había una razón para levantarse al alba?
Si la había, verla a ella era ese motivo.
Su lengua era un chiste preparado.
Eran más de las once pero sabía
que no amanecería mientras no sonriese.
Ésa era su misión de lunes a viernes:
traer la luz a ese rincón perdido de occidente.
La realidad es que sus chistes, como todo lo negro,
habitualmente lo que provocaban en ella
era una mueca de miedo en el estómago.
Pero, afortunadamente, eso él no lo sabía.

Cuando atravesó la puerta,
ya era el hombre que lo olvidó todo.
Su nombre no le concernía, las normas
que tantas veces impuso factura en grito
le resultaban un idioma terroríficamente nuevo.
Ella sintió pena porque pensó que bromeaba
pero, enseguida, se dio cuenta de que sus ojos
le tocaban como a una extraña.
La fotocopiadora le parecía un avance insospechado,
sus compañeros eran enemigos recién nacidos,
el correo electrónico era un canto al disparate.
El personal de la empresa se sintió unido
por el más humano de los pánicos animales.
El caos se extendió como un rumor azul.

Cuando se abrió la puerta del despacho de su jefa,
ésta guardó, precipitadamente, en su bolso,
un descuento en ingles brasileñas.
Aunque la vida ya le había hecho abuela,
era cliente habitual del garito depilatorio.
Pero, afortunadamente, eso nadie más lo sabía.
Sus gafas heridas por la niebla
habían visto horrores,
dos de sus nietos eran ñetas y, sin embargo,
también ella se asustó cuando vio que ya era
el hombre que lo olvidó todo.
No recordaba el procedimiento básico
ni el antiguo régimen ni la nueva ola.
Sin rastro de sus contraseñas. Sin pistas
del lugar en el mundo que ocupaba su coche.
El viento susurraba un lejano qué te pasa.
Volaban los diagnósticos apresurados:
golpe en el parietal, estrés, cuento,
patatús, virus, pitopausia, bacteria,
ataque de locura, recuperación de la cordura,
viaje extrasensorial, falta de sueño.
Palabras huecas que no acabaron con el misterio.
Pero me temo que la respuesta es cuestión de tiempo.
Lo temo. Sí. Lo temo.
El ser humano vive de CO2 y de interrogantes.
La vida humana brotó de la incertidumbre
y se acaba con cada respuesta que buscaba.
¡Que el cielo nuble esta investigación!
¡Que nadie despeje la incógnita
del hombre que todo olvidó!


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