Veintidós de mayo de mil novecientos setenta y nueve.
El piso parecía aún más pequeño. La tensión se comía los metros cuadrados con bocados eternos. Lola tenía las mejillas incendiadas y las manos rendidas al frío. Escuchar las palabras de su madre era la fuente de ese huracán térmico que le azotaba. Más que el volumen excesivo de su voz, le molestaba el tono de bofetón que empleaba. Le indignaba la injusticia. Su madre le recriminaba hechos de los que había tenido conocimiento tras cometer el peor de los crímenes que pueden cometerse en un hogar. Había leído el diario de Lola sin permiso.
De la boca de su madre, estaba saliendo una caricatura de Jose que le arañaba los oídos. Nunca se había sentido tan ofendida. ¿Por qué no iba a poder salir con él o con cualquier otro que le diera la gana si ya tenía dieciséis? Su madre respondía sin cesar esa pregunta con argumentos salidos de las garras y los dientes del miedo. Y no se detenía ahí. Tras esa puerta de entrada, se dedicó a formar el habitual inventario de faltas.
Por supuesto, le recordó que había suspendido dos asignaturas en la pasada evaluación. Con lo inteligente que era, según decía don Enrique. Ahora lo entendía todo, no aprobaba porque estaba pensando en las musarañas. En concreto en una musaraña gris: el toligo de Jose. Además, casi no ayudaba nada en casa. Se limitaba a cubrir el expediente haciendo su cuarto y cuatro cosas que le afectaban a ella directamente, pero no arrimaba el hombro con todo lo demás y su madre tenía que sacarlo todo adelante. Con el trabajo que daban su padre y su hermano. Qué decepción. Y como te pille otra vez fumando, le advirtió, te parto la cara.
Lola tiró de chulería para contestar la amenaza materna y, por consiguiente, recibió el tortazo. Magnitud cuatro en la escala de Richter. El contacto de la mano con su mejilla activó el mecanismo, entonces muy sensible, de sus lacrimales. Naturalmente, no lloró por el dolor. Se trataba del llanto que brota de la rabia ante lo que cualquier hija adolescente hubiera considerado una humillación intolerable. Balbuceó algo incomprensible y se fue, con paso firme, hacia su habitación. Antes de entrar en ella dando un portazo cinematográfico, volvió la cabeza y miró a su madre con la expresión más fiera que encontró.
Tumbada en la cama, mordió la almohada. Lloró durante un minuto y, después, fue poco a poco aplacando el ritmo de su respiración. En ningún momento de sus diecisiete días de relación, ni siquiera de los dos meses y medio que conocía a Jose, había dudado de que era el hombre de su vida. Estar con él era mucho más importante que cualquier asignatura. Su madre iba a tener que entender eso o, muy pronto, no le volvería a ver el pelo. Cerró los ojos y se acurrucó para abrazarse a sí misma. Empezó a pensar en Jose, luego se le vino a la mente el examen de historia, después... Después de estar así cuarenta minutos, se levantó. Caminó despacio hasta la puerta, la abrió y la atravesó con las ganas de hacer las paces con su madre haciéndosele fuertes en el pecho. Se preguntó cuánto tiempo podría reprimirlas.
Once de octubre de dos mil diecinueve.
El chalé se estaba deteriorando. Lola miraba el estado del suelo con fastidio al recordar las veces que había dicho a su marido que debían meter dinero y la abulia invariable de Luis como único resultado. Fue sólo un segundo de descanso tras el que volvió al calvario. El reloj avanzaba despiadado. Qué frialdad la suya. Se limitaba a constatar la hora sin importarle que ella se estuviera muriendo de desasosiego. Eran las cinco y trece de la mañana y la niña no había vuelto. Caminaba sobre ascuas por la habitación. Su imagen en el espejo le resultó ajena.
María entró tropezando con el felpudo, con ganas de hablar y devolviendo, con su presencia, la vida a su madre. Sin embargo, ésta no expresó sino todo lo contrario. Interrumpió bruscamente la perorata de la hija. ¿Se puede saber de dónde vienes? Sin esperar réplica alguna, le arrojó su indignación por el retraso sobre la hora fijada, ya de por sí tardía para una adolescente de dieciséis años. En realidad, no necesitaba que le dijera dónde había estado porque Lola tenía la rutina de revisar el teléfono móvil de María cada noche cuando ésta se dormía. Si su hija lo hubiera sabido, habría llamado a eso espionaje. Lola, sin embargo, lo llamaba maternidad responsable.
Lo que sí sabía la niña es que su hermano, a su edad, disponía de un horario de ocio nocturno notablemente más generoso y no tardó en utilizar, una vez más, ese argumento como descargo. No era lo mismo. Nunca fue lo mismo. Los peligros que acechan a un chico en la madrugada son menores. A Lola le molestaba tener que repetir lo evidente. A María le dolía tener que escuchar lo de siempre. Máxime, le dijo, cuando ella no había estado sola, sino con Pedro. Ahí terminó la discusión como terminaba todo. Interrumpida por el sonido de una llamada telefónica, evidentemente del susodicho, que María corrió a atender dejando atrás una estela de ilusión inconsciente que enternecía el suelo.
En lugar de volver a la cama, Lola se quedó recostada en el sofá. A medida que iba descendiendo su nivel de adrenalina, volvía a notar el dolor en el abdomen. La inmadurez que había demostrado su hija hacía un momento evidenciaba que la decisión de no contarle nada era la correcta. Al menos, mientras no dispusiera de una segunda opinión. Más que su enfermedad, le preocupaba que la cría no tuviera la cabeza en su sitio. Precisamente ahora, con lo responsable que había sido siempre. Pero, desde que andaba con el tal Pedro, no pensaba en otra cosa. Había descuidado sus estudios en una edad crucial y en casa, en fin... en casa estaba ausente. No sabía ya qué más hacer para conseguir que la niña no terminara mal. Las reprimendas no funcionaban. Tampoco le funcionó, al principio, tratar de entenderle y ponerse en su lugar. Es que empatizar le resultaba imposible. Cómo hacerlo, si ella a su edad había sido tan distinta. Más racional. Quizá demasiado. Qué fácil lo habían tenido, como la suya, algunas madres.
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