Tierraescondida, 14 de diciembre de 2019.
No voy a saludarte porque dirían frío mis huellas dactilares. Tú leerías buenos días o ¿qué tal? y a mí se me caería la cara de vergüenza por hablarte como le hablo a cualquiera. Mira que me perdono cosas constantemente, pero eso no podría tolerármelo porque sería asesinarte de mi boca al mezclarte con un buenas tardes o un hola. Precisamente, en esta página en la que me he despertado siendo tú y yo juntos. En otro contexto me habrás oído hacerlo, pero no lo harás aquí. Aquí no puedo saludarte.
Cuando uno escribe aquí, viene a derramar su propia sangre. Viene a clamar la verdad por incierta que sea y, cuando yo me sincero, tú te liberas, tarde y temprano, de la cueva de tinta inadmisible que es mi garganta. Tú, ubicada en los cuatro puntos cardinales de mi completa desorientación.
Para comunicarte lo importante, necesitaba aprender un idioma que no entiendas. Ahora ya puedo entregarte en mano el amor. Ahora ya puedo desvelarte que, dentro del sobre vacío, hay un corazón que viene, como si estuviera llamado a latir entre tus pechos, de un lugar que nadie quiere ver escrito.
Si supiera describir qué significa estar contigo, puedes estar segura de que ni siquiera hubiese empezado esta carta. Sin embargo, yo soy quien no puede dejar de hacer aquello de lo que no es capaz y, claro, según el día y en lugar de explicar qué significas, me quedo en imaginar un mar para que no todo nos sea tierra firme, en reprimir una lágrima al notar en los ojos que te quiero o en hacer historia en alguna papelera de reciclaje.
Cómo deseo que los dioses me ofrezcan todas las victorias para poder escupirles a la cara que yo me largo allá donde sea posible perder contigo, donde el único acontecimiento sea que tú, de pronto, te has reído y yo sienta que el alma se me ha vuelto un cuerpo estrechado por ti.
Quiero dejarte claro que tengo nada que agradecerte porque lo importante me lo has dado sin voluntad ni consciencia. No sabes el sinfín de veces que he vuelto a la vida por ti, resucitado de entre los domingos, ni sabes que fuiste tú la que terminaste con la violencia que, impunemente, ejercían contra mí todos los veranos. No sabes nada de las causas de mi amor porque no existen y, a la vez, existen en todos los seres y en todos los objetos. Si alguna vez hiciste algo con la intención de que te quisiera por ello, quiero dejarte claro que de nada ha servido. Sabrás que alguien no conoce el amor si cree que quiere por algún motivo.
Razones, y sobradas, sí tengo para mancharme los dedos en defensa de tus manos, para llenarte la casa de la piedra sobre la que se edifican los abrazos y para acompañarte al peor lugar en el momento menos oportuno. De todas las cosas inútiles, elegí escribir porque no me importaba que se rieran de mis versos, pero luego apareciste tú y ahora quisiera ser capaz de hacer algo que te haga bien. Pero resulta que yo, de todas las cosas inútiles, elegí escribir.
He llegado a la conclusión de que el dolor de la calle es tan culpa de la gente como de noviembre al acercarme a la ventana y ver las gotas de monólogo llenando el cristal. Lo sabes mejor que yo. La noticia, buena y mala, es que sé que tú y yo podemos terminar juntos con la tormenta.
En fin, pareciera que la hora se nos ha echado encima, pero qué sabrá un reloj de lo que digo. Para comunicarte lo importante, aprendí un idioma en que no existe la palabra adiós.
Posdata: El punto final presume de un poder que, en realidad, no tiene. Ni el silencio es la muerte ni el cajón, una tumba. Nada podrá terminar con esta carta mientras conserve la esperanza de que vuelvas a releerla.
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