domingo, 5 de enero de 2020

LA SEGUNDA OPORTUNIDAD

Experimentó, justo cuando el tren realizaba los primeros movimientos de arranque, la turbación propia de quien no era capaz de recordar si, al final, había metido las bragas en la maleta. No iba a poder salir de dudas hasta que no estuviera en situación de abrirla. Supuso que encontrar una mercería abierta en Pamplona no sería tan difícil como lo era en Sangüesa, pero tener que dejarse dinero en eso se le representó al cerrar los ojos como un contratiempo muy nuboso.

Recostada en los asientos a su espalda, viajaba una incómoda conversación entre el párroco de Sangüesa y doña Elvira sobre la mujer muerta el mes anterior en el descarrilamiento de Huarte. Lucía había sentido esa desgracia, pero a kilómetros de distancia. Ni siquiera en ese momento, sentada en un asiento que perfectamente hubiera podido ser el mismo que ocupara la desdichada, le parecía posible que a ella le pasara algo así. Evidentemente, no se consideraba inmortal, pero estaba completamente segura de que su destino no era morir allí.

Tomó el periódico que algún viajero anterior, pensó, habría dejado olvidado en el asiento de su derecha. Miró la portada que, a duras penas, era capaz de contener en el papel la imagen de Serrano Súñer escoltada por una delegación de jóvenes italianos. Fantaseó durante unos minutos que su viaje tenía como destino alguna ciudad italiana. Roma, Florencia, Milán... qué más daba. No conocía ninguna y soñaba con todas.

Sin embargo, Lucía no se dirigía a Italia sino a Pamplona. Esa misma tarde se incorporaba como interna a la casa del señor Martínez-Goñi. No era él, ni su señora ni sus tres hijos, lo que más le imponía. La zozobra le venía de la inexperiencia. Había llevado una casa en todo el periodo en que su madre había estado enferma, pero aquello era poco trabajo. Sólo estaban ellas y su hermano Luis, que era muy poco exigente. La señora Martínez-Goñi sería harina de otro costal y ella debía evitar cualquier circunstancia que hiciera peligrar su permanencia en aquella casa durante el tiempo suficiente.

El Irati había cambiado desde la última vez que Lucía lo había utilizado. Fue antes de la guerra y lo hizo en compañía de su padre. No pudo recordar el motivo del viaje. Todo lo que rodeaba a su padre estaba envuelto por una niebla ensordecedora. El tren de aquella ocasión que se abría paso en su memoria no tenía ni un asiento libre y ese día sólo alcanzaba a sumar apenas diez personas a los trabajadores del aserradero. Eran otros tiempos. Entonces escaseaban los autobuses, ella aún tenía acné y a su padre no le habían fusilado todavía.

El padre de Lucía desapareció el mismo día en que la tropa de Mola entró en el pueblo. Una semana después, el tío Romera les contó lo del fusilamiento. Cayó junto a otros tres del sindicato. Ella recibió el mensaje de pólvora de aquellas palabras y se abrazó al hombre para no caer en su propio vacío. Un mes después fusilaron también al tío Romera.

Al dejar el periódico, la ventana gritó la belleza cruel de la foz de Lumbier y Lucía respondió dándole una segunda, pero momentánea, oportunidad a la infancia. Lucía, entonces, no sabía si fue el paisaje el que creó la naturaleza de su gente o si fue al revés y, sin embargo, ella misma ya llevaba dentro el choque histórico de dos fallas.

Un picor repentino llevó su mano al cuello buscando alivio pero encontró, además, el colgante que su madre le regaló la noche anterior. La vida de la madre de Lucía terminó el día que mataron a su marido. Se puso a coser para todas las doñas del pueblo pero no bastaba, así que fue recurriendo con frecuencia creciente al estraperlo, actividad que en pocas semanas le valió la condena sumaria de la vecindad. Claro está que el reproche no nacía de lo fraudulento de esa clase de intercambios mercantiles sino del hecho de que una viuda estuviera en compañía masculina cuando la noche subraya todo lo que pretende ocultarse.

Ya podían morder las palabras a su alrededor, que ella no pensaba dejar de hacer lo que fuese necesario por sus hijos. Además del amor incontrolable de una madre, le guiaba el ejemplo involuntario de su marido. Un hombre que distaba muy poco de ser analfabeto se empeñó en entrar, y después en permanecer, en el sindicato porque sintió el instinto salvaje de hacer algo que, pensaba, podía servir para arrancarle al patrón de los otoños un futuro para sus hijos. Ese recuerdo era una sangre añadida. Dentro de sus venas era el alimento radical, pero cuando salía al exterior era la traducción líquida de un problema grave. No hablaba con nadie, vida ni muerte, de su marido. Tampoco con sus hijos. Era tiempo de no cometer la imprudencia de tener pasado.

Ahora que la niña había conseguido colocarse las cosas serían mucho más fáciles. Urízar conocía mucha gente en Pamplona y, tirando del amigo del amigo de un amigo, le consiguió aquella bicoca en la casa Martínez-Goñi. La suerte estaba cambiando y los frutos maduros habían llegado desde el lugar menos pensado. Urízar nunca demostró tenerles simpatía pero, a la postre, había resultado providencial. Lo que la madre de Lucía siempre juzgó como una hostil indiferencia se demostraba ahora, en realidad, la discreción del hombre bueno y el tamaño de su gratitud no dejaba de crecer dentro del pecho.

El tren iba destruyendo sin ningún esfuerzo los argumentos que el viento frío oponía en su contra. La lluvia parecía estar dejando un llanto, pero saltó a la vista enseguida que se trataba de un agua sin ternura que cubría de realidad el corazón eléctrico que les guiaba.

Lucía estornudó dos veces en un intervalo de cinco segundos, se llevó el pañuelo a la nariz y lo frotó muy suavemente por ella. Fue la alternativa a sonarse los mocos más fina que pudo lograr. Uno de los ciento doce consejos, de los pocos que tenía intención de seguir, que le dio su madre cuando se despidieron fue que debía esforzarse en mantener en todo momento unos modales irreprochables en casa de los Martínez-Goñi. Lo último que le dijo fue que se sentía muy orgullosa de ella. Después, se calló y lloró al abrazarla.

A esa altura del trayecto, Lucía llevaba ya el peso de los nervios encima. No le faltaba confianza en sí misma, pero sabía que no había red bajo sus pies. No podía permitirse decepcionar a quienes le habían abierto aquella puerta. Cuántas veces se lo había rogado a Urízar desde que supo que se dedicaba a aquello. Nunca podría dar suficientemente las gracias a Dios por haberla puesto en una situación casual que le permitiera descubrir que Urízar prestaba servicio informando a la brigada político social. Al fin, en un descuido de su madre, un domingo al salir de misa le dijo que había algo para ella. Le habló del tal Martínez-Goñi. Bajo una apariencia de respetabilidad, colaboraba en actividades subversivas y, muy probablemente, era masón. El servicio que debía prestar Lucía era averiguarlo y encontrar un hilo del que tirar para llegar hasta sus secuaces. Con voz imperceptible, se repitió que no iba a desaprovechar la ocasión que le habían dado a la hija de un rojo y una puta de hacerse perdonar.


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