Juan hubiera preferido un taxista que tuviera menos ganas de conversación que ése que le conducía al aeropuerto. Se sintió forzado a contarle el destino de su viaje, Liverpool, y el motivo de la visita. Un congreso médico. Por el simple placer de mentir, dijo que era oncólogo. Al taxista debieron quitársele las ganas de hablar y, en el silencio, Juan saboreó la sinrazón que realmente le llevaba a Liverpool. Como otros cinco amigos, había cumplido cuarenta años en dos mil diecinueve y los seis habían alquilado una casa en Roe Street para celebrarlo cumpliendo allí, una vez más, dieciocho.
Juan entró en el avión sin creerse que hubiera podido llegar tan lejos. Era la primera vez que pasaba solo por el viacrucis absurdo que forman acciones como la facturación o el embarque y, por un momento, se sintió un héroe por haber sido capaz de hacerlo. Viajaba solo porque era el único del grupo que partía desde Madrid. Los demás lo harían desde Alicante, ciudad natal de Juan, un poco más tarde. A su derecha se ubicó una sueca de Malmoe. A su izquierda, un argentino de Quequén. No obstante, él nunca lo supo porque la conversación con ambos nació muerta con el saludo inicial.
Tras perderse dos veces en el aeropuerto de Liverpool y sufrir otro viaje eterno en taxi, Juan llegó a la casa. Sus cinco compañeros de viaje estaban repartiéndose las habitaciones. El acuerdo llegó enseguida porque el canto de sirena de los pubs les llamaba a salir de allí lo antes posible. Fue en uno de esos benditos locales, Ye Hall In Ye Wall, donde les conocí la noche de aquel viernes. Como testimonio de aquel encuentro, quedaron en la memoria de sus teléfonos varias fotos que se empeñaron en que nos hiciéramos a fin de poder demostrar a sus esposas que habían estado bebiendo conmigo. Cuando nos despedimos, vi cuánto les costó arrastrar el peso de su borrachera hasta la puerta. Pronostiqué en ese momento que ninguno conseguiría llegar hasta la cama, pero me equivoqué. Todos llegaron a acostarse antes de que el gallo cantara con toda su alma el triunfo, esperado e inapelable, del amanecer.
El dolor de cabeza de un borracho es un perro fiel. Siempre va detrás de su dueño hasta encontrarlo, por mucho que éste se esconda bajo las faldas del día siguiente. A Juan, además de encontrarle, le mordió. Se acurrucó en la cama con la almohada sobre la cabeza tratando, así, de calmar el malestar sin éxito. Permaneció un tiempo en esa posición hasta que la necesidad de orinar le obligó a levantarse. El sonido de sus pasos, primero, y el de la cisterna, después, rompieron el silencio completo que reinaba en la casa. En menos de dos minutos, Juan había vuelto a su posición fetal entre las sábanas.
Juan ya no durmió. Permaneció unas horas aletargado y doliente en la cama hasta que un sol desconocido penetró con una fuerza tan mediterránea aquella ventana de Liverpool que se vio compelido a levantarse. Seguía sin haber ni el más mínimo movimiento en ninguna habitación. No le pareció extraño que ninguno de sus amigos se hubiera despertado, pero sí que no se oyera ni siquiera un giro involuntario de un cuerpo durmiente o un ronquido desabotonado. Se asomó tímidamente a la puerta de la habitación más cercana, pero al no ver a los pies de la cama parte alguna de cuerpo humano, entró en la estancia para tener una visión completa de ella. Estaba vacía. Fue recorriendo, una por una y cada vez más deprisa, todas las habitaciones de la casa. Ningún ocupante. Qué extraño. ¡Hola! ¿Estáis aquí? Preguntó al aire.
La hora le pareció a Juan demasiado temprana para que sus amigos hubieran salido a hacer turismo. Tampoco era posible, de haber sido así, que no les hubiera oído. Llevaba una eternidad dando vueltas despierto en la cama. Aturdido, se dirigió a su habitación en busca de su teléfono móvil para llamar a alguno de los ausentes. La batería estaba completamente descargada. Abrió el bolsillo de la maleta en que debiera haber estado el cargador, pero únicamente había una moneda de dos céntimos de euro. Revisó sin éxito el resto de compartimentos de la maleta, los dos cajones de la mesita que había a la derecha de su cama y, finalmente, cada rincón del cuarto. Recordaba haberlo visto en el aeropuerto. Debió dejarlo olvidado en la bandeja del control de seguridad. Recorrió otra vez los cuartos de sus compañeros por si alguno hubiera dejado su teléfono o su cargador. Nada. Tampoco en el resto de la casa. Ni siquiera había allí rastro de teléfono fijo alguno, aunque, en cualquier caso, de poco le hubiera servido. La costumbre de memorizar números de teléfono llevaba muerta veintitantos años.
Juan se sentó en un sofá a meditar la mejor forma de actuación en un escenario que, desde luego, era muy distinto al que esperaba esa mañana. Inmediatamente, la encontró. Resolvió ducharse, vestirse para salir a la calle y cargar el teléfono en el primer bar que encontrara. Diez minutos después, duchado y vestido, estaba frente a la puerta de salida de la casa. No consiguió abrirla a pesar de poner en ello todo su ingenio, toda su maña y toda su fuerza. Empujar, tirar y girar el pomo en todas las direcciones sirvió únicamente para desesperarle al cabo de poco menos de dos horas. Las llaves no estaban en el cenicero acordado por todos antes de salir de casa la noche anterior. ¿Se habían llevado las llaves y le habían dejado encerrado? Deseó fervientemente que aparecieran riéndose de él, pero no lo hicieron.
Dos horas después, Juan seguía solo. Con la cabeza en blanco y el culo en una silla de la mesa del salón hasta que escuchó aquello. Del intestino de la vivienda, surgió una melodía. Juan no sabía nada de música, pero le pareció que lo que sonaba era un violín. Se levantó e inspeccionó toda la casa buscando algún dispositivo que emitiera esa música. No dio con él. Probablemente, pensó, porque proviene del apartamento colindante. Era extraño, el sonido no es que fuera cada vez más alto, es que parecía, poco a poco, más cercano. Y más vivo, libre de las cadenas de cualquier altavoz. Sí, parecía que un violinista estaba tocando allí. Sin embargo, allí no había nadie.
No había nadie, no. O, al menos, Juan, no había visto a nadie, aunque, desde luego, había perdido todo deseo de buscar. El miedo le aconsejó quedarse en el salón y cerrar la puerta. Se sentó en el suelo con los ojos cerrados y las manos tapando, en lo posible, los oídos, pero eso no era suficiente para dejar de oír aquel bucle de notas. Abrió los ojos y, al hacerlo, vio unos pies de niño con sandalias blancas entre las patas de la silla en la que antes estuvo sentado. Cerró los ojos de inmediato, gritó sin voluntad de hacerlo y la música de violín cesó bruscamente.
A Juan le hubiera gustado pensar que existía la posibilidad de que todo fuera producto de su imaginación, de la sugestión o de la ginebra. Pero sabía bien lo que había visto y oído. Se levantó y fue hasta su habitación lo más rápido que pudo. Se metió en la cama y se quedó en ella tapado por la manta que había desechado, por innecesaria, la madrugada anterior. Tener todo el cuerpo, salvo una pequeña parte de la nariz por la que respirar, bajo esa prenda le daba una mínima y pueril sensación de seguridad que le permitía no acabar de ahogarse en el mar de pavor en el que estaba metido.
Juan no pensaba ni siquiera moverse. Estaba decidido a aguantar el picor que sentía en todo el cuerpo el tiempo que fuese necesario. Pensar en las palabras el tiempo que sea necesario le causó una herida en su espíritu de la que ya nunca consiguió recuperarse. Pero esa concreta inquietud desapareció en cuanto percibió un sonido que le hizo añorar la música de violín que antes le había provocado tanta desazón. ¿Era eso? ¿Estaba escuchando una especie de gruñido de un animal salvaje?
Las extremidades de Juan empezaron a temblar. Su cerebro no hubiera sido capaz de impedírselo pero, en realidad, tampoco se ocupó de ello. El cerebro de Juan sólo enviaba terror al resto del cuerpo. Cada vez, a medida que lo sentía más próximo, era más claro que se trataba del rugido de alguna fiera. Parecía avanzar lentamente. Pero avanzaba. Juan veía el negro que le ofrecía la manta sobre sus ojos, pero su mente traducía los ruidos amenazantes en imágenes espeluznantes. Y, entonces, todo se iluminó. Juan saltó de la cama convencido de huir y llegó a la ventana en dos pasos. Se arrojó desde ese octavo piso y comprobó que, realmente, uno no muere antes de caer al suelo en este tipo de caídas.
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