jueves, 7 de mayo de 2020

EL AGUSTINO, TRECE

No es tan difícil. Número trece, calle El agustino. Ni el trece bis ni, mucho menos, el once o el quince. Y, sin embargo, todos los repartidores que van a esa dirección a entregar un paquete se equivocan. Por eso, Ruth lleva diez minutos esperando en el portal. Resuelta a impedir otro malentendido de esos que luego cuesta deshacer dos llamadas como mínimo.

Ruth utiliza un movimiento de los brazos, más propio de una controladora aérea, para hacer detenerse frente a su portal al motorista de la compañía con la que había concertado la transacción. El chaval, aunque está a punto de caer de la moto por el susto, consigue parar la máquina sin rebasar la línea ideal que Ruth le ha trazado en la calzada. Se baja del vehículo mientras su clienta trata de justificar su extraño modus operandi. La explicación no cesa en ningún momento mientras ambos suben al piso de Ruth cargando, él, con las bolsas, muy reales, del supermercado virtual. No hay ascensor, como es regla general en inmuebles tan céntricos de la ciudad, por lo que al, aun paciente, transportista se le hace largo el trayecto hasta el segundo A, piso en que vive Ruth.

Una vez toda la mercancía está dentro, las partes se despiden. Ruth va a cerrar su puerta cuando se abre la del segundo B, del que sale Eva. Ruth se alegra de volver a verla y se lo hace saber. Eva explicita que comparte la dicha. Eva es la propietaria del piso contiguo al de Ruth pero no vive allí. Lo alquila a turistas a través de una plataforma telemática. Tras la sequía, unos novios alemanes han reservado la noche de hoy. Tal y como está el panorama, la plataforma ya no exige el fin de semana como periodo mínimo. A Eva, la verdad sea dicha, nunca le ha importado el tiempo de permanencia de los huéspedes. Llegarán en apenas un par de horas. Ruth se ofrece a ayudar en el acondicionamiento del piso. Tiene tiempo, porque Manuel todavía tardará un buen rato en volver a casa con los gemelos, y ganas, porque quiere que Eva le ponga al corriente de los cambios, de hacerlo.

Hacen la cama. Eva dice que ha roto con Carlos. A Ruth no le sorprende. Acondicionan el baño. Eva se queja de que no hay ayudas oficiales suficientes para los emprendedores. Ruth le da la razón. Pasan la aspiradora. Eva da voces para anunciar que ha cogido dos kilos. Ruth dice que no, que no puede ser, mientras fiscaliza su cuerpo con la mirada. Friegan con lejía todos los suelos. Ruth lamenta que no le haya ocurrido nada reseñable en este tiempo, pero habla durante veinticinco minutos ininterrumpidos de varios episodios vividos con Manuel y sus hijos. Salen del piso. Eva cierra la puerta con una vuelta de llave. Se despiden con dos sonoros besos y un medio abrazo.

Ruth entra en su casa, y con el único preámbulo del tiempo imprescindible para orinar, se apresura a distribuir el contenido de las bolsas de la compra antecedente entre frigorífico, congelador y despensa. Tiene un trío de latas de atún en aceite en la mano cuando los gemelos irrumpen trotando en la cocina seguidos, segundos después, por Manuel.

Manuel resulta el refuerzo necesario para que la tarea logística termine en un santiamén. Feliz casualidad, coincide con el momento exacto en que el reloj da la hora de abrir una cerveza. En la víspera de cada trago, Ruth transcribe la letra del reencuentro con Eva. Manuel expresa en la cara la forma que adopta la alegría cuando es sincera. Le parece muy bien que Ruth se haya ofrecido a recibir a los huéspedes y entregarles la llave. Si siempre han estado dispuestos a echar un cable a su vecina, mucho más ahora que todas las vacas son flacas.

Un timbrazo, cuando se espera visita, es un disparo de fogueo de la incertidumbre. Ruth descubre, tras la puerta, una pareja cuyas facciones no hacen siquiera frontera con Alemania. Su pasaporte, no obstante, dice que nacieron en Colonia. Él tiene veintinueve y ella, veintisiete. La buena voluntad saca adelante la conversación con gestos, sonrisas y carantoñas a los niños. Manuel pone el punto final acompañando a los jóvenes al apartamento y desempolvando el papel de cicerone de andar por casa.

Cuando regresa, Ruth ya ha acostado a los niños. Manuel, consciente de que se ha hecho tarde, les ofrece la versión más corta del cuento que les repite cada noche. Los gemelos no notan ninguna diferencia. Tras la función, encuentra a Ruth en el salón. Saborea una copa de vino tinto. Manuel se la arrebata con cariño de la mano, prueba y pregunta de dónde ha salido esa maravilla. Es un regalo de Eloísa, la señora del cuarto A. Es su forma de agradecerles la gestión para conseguirle un fontanero asequible.

Ruth despierta bruscamente en la cama. No suele tener que visitar el cuarto de baño, pero esta madrugada es diferente. Bebe agua del grifo del lavabo para enfrentarla a la tierra quemada que el exceso de vino ha dejado en su garganta. Otra vez en la cama, cierra los ojos. Sin embargo, es por el tragaluz de sus oídos por donde entra algo que le aleja del sueño. Tarda unos segundos en identificar la fuente del sonido. Cuando lo hace, su cuerpo no percibe nada más. Los jadeos y voces graves de la pareja colonesa que practica sexo en el dormitorio del piso colindante provocan un estruendo en ella. Ruth no huye del incendio. Al contrario, camina en dirección al fuego al paso de dos dedos que avanzan a tientas dentro de sus bragas y que no tardan en llegar a un orgasmo silencioso que logra no despertar a Manuel. Las tres y treinta y cuatro. Ruth recupera el ritmo habitual de su respiración. Cuando se duerme, la penumbra sigue gimiendo en alemán.

Manuel prepara el desayuno para su familia, pero él no come nada. Mientras Ruth y los gemelos desayunan, lee algunos poemas de Tiempo de manzana en el corazón del gusano. La lectura se interrumpe cuando los niños se le suben encima. Ruth se deleita mirando jugar a los tres entre carcajadas. Suena el timbre. Eva entra la casa.

Eva: Bueno, misión cumplida. Ya está todo recogido.

Ruth: ¿Ya?

Eva: Lo he hecho esta mañana tempranito. Me he puesto el despertador a las seis y media.

Ruth: Es el mejor momento ¿Y qué tal?

Eva: Mejor de lo que pensaba. Ya era hora.

Manuel: ¿Ves cómo todo llega?

Eva: No tenían activado el límite de extracción en las tarjetas. Así que, entre eso, los anillos y el bolso de ella, queda un pico. Por cierto, Manuel, he disuelto los cuerpos en la bañera. Te dejo en esta bolsa todo lo que traían sin valor para que lo elimines, ¿no?

Manuel: Sí, sí, claro. Descuida.

Eva, acercándole unos billetes,: Se me ha terminado el ácido. Toma. Para que me compres cien litros. Ahí también está lo de costumbre por las molestias de hoy. Y por las del día de los daneses, que os lo debía.

Ruth: Bueno, tonta. Déjalo. Si ya ni nos acordábamos.

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